Aquellas cámaras subterráneas parecían haberse utilizado para acumular los trastos de varios siglos. Había muebles viejos, cortinajes y tapices mohosos, incluso los restos oxidados de armas y armaduras, pudriéndose en el silencio pacífico de la oscuridad. Muy pocos habitantes de la ciudad monasterio las visitaban; había dos niveles de habitaciones por encima de ellas, y luego la inalterable magnificencia de la biblioteca de San Garaso. Los niveles inferiores del monasterio no habían sido totalmente explorados desde los días de los emperadores; incluso era posible que hubiera más niveles por debajo del que en aquel momento ocupaban los dos hombres.
—Si tanto odias la oscuridad, me gustaría saber qué estabas haciendo aquí para empezar —susurró Albrec, todavía con la cabeza inclinada para escuchar.
—Cuando monseñor Gambio quiere algo, uno se lo consigue enseguida, no importa dónde tenga que buscar —dijo Columbar en el mismo tono bajo—. No quedaba ni un trozo de secante en todo el
scriptorium
, y me dijo que no asomara mi probóscide escarlata por la puerta hasta que hubiera encontrado un poco.
Albrec sonrió. Monseñor Gambio era de Finnmark, un hombre barbudo e irascible con un aspecto más adecuado a la cubierta de un barco que a la tranquila laboriosidad de un
scriptorium
. Pero había sido uno de los mejores escribientes de Charibon hasta que el paso de los años había reducido sus manos a caricaturas deformes.
—Debo darte las gracias por anteponer tu curiosidad erudita a las necesidades del momento —dijo Albrec.
—Y lo pagué bien caro, créeme.
—¡Ahí! Ahí está otra vez. ¿Lo oyes?
Volvieron a detenerse a escuchar. En algún lugar de la abarrotada oscuridad se oyó un golpe, el sonido de objetos chocando contra el suelo de piedra y un tintineo de metal. Luego oyeron a alguien blasfemando en tono bajo, furioso y muy poco clerical.
—Avila —dijo Albrec, aliviado. Se llevó una mano junto a la boca—. ¡Avila! ¡Estamos aquí, hacia la pared norte!
—¿Y dónde está el norte en este pozo sin luz? Te juro, Albrec…
Apareció una luz, parpadeando y oscilando por encima de los montones de escombros.
Se les fue acercando poco a poco, hasta que el hermano Avila se encontró ante ellos, con el rostro polvoriento y el hábito negro de inceptino manchado de moho.
—Mejor que esto valga la pena, Albrec. Se supone que estoy de rodillas en la capilla de penitencia, igual que durante todo el día de ayer. Nunca lances un panecillo al vicario general si lo has untado antes de mantequilla. Hola, Columbar. ¿Todavía haces los encargos de Gambio?
Avila era alto, esbelto y con el cabello claro, un aristócrata hasta la médula.
Naturalmente, era inceptino, y, si conseguía abstenerse de lanzar más panecillos, tendría asegurado un alto cargo en la orden antes de morir. Era el mejor amigo, tal vez el único, que había tenido Albrec.
—¿Has visto a alguien mientras bajabas? —le preguntó Albrec.
—¿Qué es esto? ¿Acaso estamos conspirando?
—Debemos ser discretos. Piensa en ese concepto, Avila.
—Discreción… Una cualidad nueva. Tendré que considerarla. ¿Para qué me has traído aquí abajo, mi diminuto amigo? El pobre Columbar parece a punto de sufrir un ataque. ¿Se le ha aparecido algún fantasma?
—No digas esas cosas, Avila —dijo Columbar con un estremecimiento.
—Estamos buscando más fragmentos del documento que descubrió Columbar, como sabes muy bien —intervino Albrec.
—Ah, ese documento; los preciosos papeles que te han vuelto tan misterioso.
—Tengo que irme —dijo Columbar. Parecía cada vez más intranquilo—. Gambio me estará buscando. Albrec, ya sabes que si…
—Si la cosa resulta ser herética, no has tenido nada que ver con ella, mientras que si es tan rara y maravillosa como sospecha Albrec, nos reclamarás tu parte de gloria. Ya lo sabemos, Columbar —dijo Avila con una dulce sonrisa.
El hermano Columbar lo miró furioso.
—Inceptinos —dijo, y en la palabra había todo un comentario. Luego se alejó a grandes zancadas por la oscuridad, llevándose consigo una de las lámparas. Lo oyeron abrirse paso entre los escombros mientras su luz se volvía cada vez más débil y acababa por desaparecer.
—No tenías por qué ser tan duro con él, Avila —dijo Albrec.
—Es un campesino ignorante que no conocería el valor de la literatura aunque ésta se levantara y le hiciera un guiño. Me sorprende que no se llevara el descubrimiento a las letrinas y se limpiara el trasero con él.
—Tiene buen corazón. Se ha arriesgado por mí.
—¿De veras? ¿Y qué es esa cosa que te tiene tan alterado, Albrec?
—Te lo contaré más tarde. Quiero ver si encontramos más fragmentos por aquí.
—Cualquiera diría que has descubierto oro.
—Y tal vez lo he descubierto. Sostén la lámpara.
Albrec empezó a hurgar e inspeccionar el hueco donde Columbar había descubierto el documento. Quedaban unos pocos fragmentos de pergamino, tan rotos y quebradizos como hojas secas de otoño. Casi igual de frágil era el mortero que sostenía las piedras en torno a la abertura. Albrec consiguió aflojar algunas de ellas y ensanchar el hueco. Metió la mano dentro, tratando de encontrar el fondo de la abertura. Su extremidad pareció perderse entre la obra de roca. Cuando hubo introducido el brazo hasta el codo, descubrió, para su sorpresa, que su mano se encontraba en un espacio vacío. Agitó los dedos, pero el espacio parecía grande.
¿Otra habitación?
—¡Avila!
Pero la fuerte mano de Avila le cubrió la boca, silenciándolo, y la lámpara se apagó, sumiéndolos en una oscuridad completa.
Alguien se movía al otro lado de la cámara subterránea.
Los dos clérigos quedaron inmóviles, Albrec todavía con un brazo desaparecido en la abertura de la pared.
Una luz parpadeó, y bajo su resplandor los dos hombres pudieron ver los rasgos grotescos esculpidos por las sombras del hermano Commodius, inspeccionando el contenido de la cámara. Los nudillos en torno al asa de la lámpara rozaban el techo de piedra; las luces y sombras hacían que su silueta pareciera distorsionada y enorme, con las orejas casi puntiagudas; y sus ojos brillaban de forma extraña, casi como si poseyeran una luz propia.
Albrec había trabajado con Commodius durante más de doce años, pero aquella noche estaba casi irreconocible, y había algo en su aspecto que llenó a Albrec de terror. De repente supo que era de vital importancia que Avila y él no fueran vistos.
El bibliotecario jefe miró a su alrededor durante unos instantes más, y luego bajó la lámpara. Los dos temblorosos clérigos junto a la pared norte oyeron el golpeteo de sus pies descalzos sobre la piedra, disminuyendo hasta cesar por completo. Quedaron solos, en una oscuridad impenetrable.
—¡Dulce Santo! —suspiró Avila, y Albrec supo que él también había percibido la diferencia en Commodius, la amenaza que se había vuelto casi palpable en la cámara con su presencia.
—¿Lo has visto? ¿Lo has notado? —susurró Albrec a su compañero.
—Yo… ¿Qué estaba haciendo aquí? Albrec, parecía un…
—Dicen que el mal puede percibirse, como el olor de la muerte —dijo Albrec precipitadamente.
—Yo no… No lo sé, Albrec. Commodius… ¡Es un sacerdote, en el nombre de Dios! Ha sido la lámpara. Un efecto de las sombras.
—Ha sido algo más que las sombras —dijo Albrec. Sacó la mano de la hendidura en la pared, y al hacerlo arrastró un objeto, que tintineó al chocar con el suelo de piedra.
—¿Puedes volver a encender la luz, Avila? Si no, nos pasaremos aquí toda la noche, y Commodius ya se ha ido. La sensación es diferente.
—Ya lo sé. Espera.
Hubo un sonido de tela, y luego el chasquido y el resplandor de las chispas cuando Avila golpeó el acero y el pedernal contra el suelo. Las chispas prendieron en el liquen reseco de la madera casi al momento, y con un cuidado infinito, Avila trasladó la diminuta llama al pabilo de la lámpara. Recogió el objeto que había caído y se incorporó.
—¿Qué es esto?
Un metal negro curiosamente labrado que absorbía la luz. Avila lo limpió de polvo y suciedad, y de repente el objeto adquirió un brillo de plata.
—¿Qué narices…? —murmuró el joven inceptino, haciéndolo girar entre sus esbeltos dedos.
Una daga de plata de apenas seis pulgadas de longitud. En la base de la diminuta empuñadura había grabado un pentagrama rodeado por un círculo.
—¡Sangre de Dios, Albrec, mira esta cosa!
—Déjame ver. —La hoja estaba cubierta de runas que no significaban nada para Albrec.
En el interior del pentagrama pudo ver la representación del rostro de una bestia; sus orejas llenaban dos puntas de la estrella, y su largo hocico se encontraba en el centro.
—Es un objeto maligno —dijo Avila en voz baja—. Deberíamos llevarlo al vicario general.
—¿Qué estaría haciendo aquí abajo? —preguntó Albrec.
Avila acercó la lámpara al agujero negro de la pared.
—La han tapiado. Hay una habitación al otro lado de estas piedras, Albrec, y sólo el Santo sabe qué clase de horrores puede contener.
—Avila, el documento que encontré.
—¿Qué pasa con él? ¿Es un tratado sobre brujería?
—No, nada de eso. —Brevemente, Albrec contó a su amigo la historia del precioso manuscrito, tal vez el único ejemplar existente de la biografía del Santo escrita por un contemporáneo.
—¿Eso estaba aquí? —preguntó Avila con incredulidad.
—Sí. Y puede que haya más, y tal vez otros manuscritos; todo detrás de esta pared, Avila.
—¿Qué estaría haciendo aquí escondido junto a esto? —Avila sostenía la daga por la hoja. El rostro de la bestia parecía extrañamente vivo, y la suciedad que se había incrustado en el grabado le daba un nueva dimensión.
—No lo sé, pero quiero averiguarlo. No puedo llevar esto al vicario general, Avila, todavía no. Para empezar, no he acabado de leer el documento. ¿Y si lo consideran herético y deciden quemarlo?
—Entonces es herético, y estará mejor quemado. Tu curiosidad está venciendo a la racionalidad, Albrec.
—¡No! He visto demasiados libros quemados. Éste tengo intención de conservarlo, Avila, pase lo que pase.
—Eres un estúpido. Conseguirás que te quemen con él.
—Te lo pido como amigo: no digas nada a nadie de esto.
—¿Y qué hay de Commodius? Es obvio que sospecha algo, o no hubiera bajado hasta aquí.
Los dos permanecieron en silencio, recordando el inquietante aspecto del bibliotecario jefe unos minutos atrás. Añadido al artefacto que habían encontrado, el incidente parecía alterar toda la normalidad de su rutina.
—Algo va mal —murmuró Avila—. Algo va definitivamente mal en Charibon. Creo que tienes razón. No nos hemos asustado sólo de las sombras, Albrec. Creo que Commodius estaba… diferente, de algún modo.
—Estoy de acuerdo. De modo que dame la oportunidad de tratar de llegar al fondo de esto. Si realmente algo va mal, y Commodius tiene que ver con ello, una parte de la respuesta se encuentra aquí, detrás de esta pared.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Derribarla?
—Si es necesario.
—Y pensar que me recordaste a un ratón cuando te conocí. Tienes el corazón de un león, Albrec. Y la testarudez de una cabra. Y yo soy un estúpido por hacerte caso.
—Vamos, Avila, no eres un completo inceptino; por lo menos, todavía no.
—Pero empiezo a compartir el miedo de los inceptinos a lo desconocido. Si nos atrapan aquí, nos harán muchas preguntas, y las respuestas equivocadas podrían enviarnos a los dos a la pira.
—Dame la daga, entonces. No quiero meterte en mis problemas.
—¡Problemas! Lanzar panecillos contra la mesa del vicario general es meterse en problemas. Lo que tú haces es flirtear con la herejía, Albrec. Y tal vez algo peor.
—Sólo estoy preservando el conocimiento, y tratando de conseguir más.
—Lo que tú digas. En cualquier caso, no permitiré que un antilino pequeño y deforme me supere en valor a mí, un inceptino de noble cuna. Me uniré a ti en tu cruzada privada, hermano Conspiración. ¿Y qué hay de Columbar?
—Sólo sabe que encontró un manuscrito de interés para mí. Hablaré con él y me aseguraré de su discreción.
—Los rábanos que cultiva tienen más cerebro. Espero que conozca el valor de la palabra dada.
—Me encargaré de que lo entienda.
Se detuvieron como de común acuerdo para volver a escuchar. Nada más que el silencio subterráneo, y el gotear del agua sobre el antiguo lecho de roca.
—Este lugar es anterior a la fe —dijo Avila en voz baja—. Se dice que había un templo del Dios Cornudo donde ahora está Charibon, hasta que los fimbrios lo derribaron.
—Hora de irnos —le dijo Albrec—. Se darán cuenta de que no estamos. Tú tienes que terminar tu penitencia. Volveremos en otro momento, y derribaremos esa pared, aunque tenga que rascarla con una cuchara.
Avila se guardó la daga del pentagrama en el bolsillo del hábito sin ningún comentario.
Ascendieron juntos a través de la oscuridad en dirección a las escaleras, un inceptino alto y un antilino rechoncho. En cuestión de minutos, su mundo parecía haberse poblado de sombras repentinas e imprevisibles.
Los espacios sin luz de las catacumbas contemplaron su marcha en silencio.
Doce mil Caballeros Militantes habían muerto combatiendo en Aekir, casi la mitad de su número en toda Normannia. Pertenecían a una institución extraña; algunos la calificaban de siniestra y anacrónica. Constituían el brazo seglar de la Iglesia, al menos en teoría, pero sus oficiales superiores eran clérigos, todos inceptinos. A veces se les llamaba «Picos de Cuervo».
Eran temidos por la gente común de todos los reinos. Sus acciones gozaban de la sanción del pontífice, y su autoridad, aunque poco definida, era indiscutible. Los reyes desconfiaban de ellos por lo que representaban: el poder e influencia omnipresentes de la Iglesia. Los nobles veían en ellos una amenaza a su propia autoridad, pues la palabra de un Caballero Militante valía más que la de cualquier hombre de rango inferior a duque. En las tabernas de todo el continente, los hombres se lamentaban irónicamente de que sólo la mitad de los Militantes hubieran caído con Macrobius en Aekir, pero lo hacían con un ojo fijo en la puerta y hablando en voz baja.
Golophin los odiaba. Detestaba la visión de sus procesiones siniestras por las calles de Abrusio sobre sus caballos de guerra. Iban protegidos con tres cuartos de armadura, por encima de la cual vestían largos ropajes negros con el símbolo triangular del Santo en verde malaquita sobre el pecho y la espalda. Iban armados con puñales, espadas largas y lanzas, desdeñando la nueva tecnología de la pólvora. La gente decía que la única arma que necesitaban o utilizaban era la antorcha.