Barak asintió en silencio.
—También hay una red más selecta de homúnculos, algunos durmientes y otros activos.
Los he plantado por todas partes, incluso en el harén. Son los ojos y oídos en los que más puedes confiar, porque no tienen prejuicios ni persiguen su propio beneficio. Al menos, cuando tienen la barriga llena. Úsalos bien, y sé discreto. Pueden ser una referencia útil para comprobar los informes de tus agentes. Cuando estés listo para crear un familiar, te aconsejo que elijas un homúnculo. Pueden ser díscolos, pero su habilidad de volar siempre es una ayuda, y su visión nocturna no tiene precio. —La boca de Orkh se curvó hacia arriba—. Olov me ha permitido ver ciertos espectáculos maravillosos en sus patrullas nocturnas por el harén. La nueva concubina ramusiana es una delicia. Aurungzeb la toma dos veces cada noche, con el entusiasmo de un mozalbete. Aunque es muy poco sutil.
El mago recuperó la seriedad.
—En cualquier caso, podrás divertirte si usas bien tus recursos; pero si tropiezas con alguna información que no deberías conocer, no hace falta que te diga que la guardes para ti, por útil que te parezca. La red debe ser preservada a toda costa.
—Sí, maestro.
Orkh se apartó del cofre.
—Es tuyo, pues. Úsalo con prudencia.
Badak tomó el cofre entre sus brazos como si estuviera hecho de cristal.
—Puedes irte. Mantener este aspecto me resulta fatigoso. Cuando pases por el pueblo, di al
rissaldar
de la escolta que estaré listo para partir mañana al anochecer. Aún tengo que empaquetar algunas cosas.
Batak se inclinó torpemente. Al cruzar la puerta, se volvió.
—Gracias, amo.
—Cuando vuelvas a verme (si vuelves a verme), también serás un mago, un maestro de cuatro de las Siete Disciplinas. Ese día me darás la mano y me llamarás Orkh.
—Lo estoy deseando —dijo Batak con una sonrisa insegura, y abandonó la habitación.
La nieve crujía como una galleta bajo sus pasos, y las garras de la bestia agrietaban la superficie, pero la amplitud de sus pies impedía que se hundiera más. Desnuda y escamosa, moviendo la cola sin cesar, recorría las calles del pueblo dormido. La luna relucía sobre su piel como si llevara una armadura de plata. Sus ojos brillantes parpadearon mientras abría la puerta de una cabaña con fuerza inhumana y silenciosa. En el interior, una habitación oscura, y una forma diminuta envuelta en mantas sobre una cuna.
La bestia se la llevó a las colinas, y allí la devoró, sumergiendo el hocico en el cadáver destrozado y humeante. Saciada al fin, levantó la cabeza y contempló los picos salvajes y cubiertos de nieve de las montañas circundantes. Hacia el oeste, donde el sol se había puesto.
Donde tal vez le esperaba una nueva vida.
Se limpió el hocico en la nieve. La apariencia de bestia traía consigo apetitos de bestia.
Pero reservó una parte del niño para Olov.
Se oía el
Gloria a Dios
, el
terdiel
que señalaba el final de los maitines. Durante siglos, los monjes y clérigos de Charibon lo habían entonado en la madrugada de cada nuevo día, y aquella melodía simple pero infinitamente hermosa era coreada por un millar de voces que despertaban ecos en las vigas de la catedral.
Los bancos de los monjes estaban alineados contra las paredes de la base triangular de la catedral. Los monseñores, presbíteros y obispos tenían sus asientos individuales en la parte trasera, con sus brazos ornamentados y sus reclinatorios para arrodillarse. Los inceptinos se congregaban a la derecha, y las demás órdenes (sobre todo antilinos, pero también unos cuantos mercurianos) a la izquierda. Mientras los monjes cantaban, un anciano inceptino recorría las hileras con una linterna encendida, despabilando a los hermanos que cabeceaban.
Si llevaban la capucha blanca de los novicios recibían un puntapié y una mirada furiosa en lugar de una leve sacudida en el hombro.
Himerius, el sumo pontífice, se había unido a sus hermanos para rezar los maitines aquella mañana, algo que hacía muy pocas veces. Estaba sentado de cara al resto de los clérigos, con su símbolo del Santo centelleando a la luz de un millar de velas de cera. Su perfil aguileño se destacaba claramente en la media luz mientras cantaba.
En los demás lugares de Charibon, también había miles de clérigos despiertos y rindiendo homenaje a su Dios. Se decía que, a aquella hora de la mañana, Charibon era una ciudad de voces, y que los pescadores, en sus botes sobre el mar de Tor, podían oír las fantasmales letanías que les llegaban desde la costa, una plegaria masiva que supuestamente podía calmar las olas y hacer que los peces se asomaran a la superficie para escuchar.
Acabados los maitines, hubo un tumulto de pasos y bancos arrastrados a medida que los cantores se ponían en pie fila tras fila. El sumo pontífice fue el primero en abandonar la catedral, en compañía del vicario general inceptino, Betanza. Luego salieron los cargos superiores, y a continuación los inceptinos. Los novicios ocupaban el último lugar de las ordenadas filas, con los estómagos rugiendo y las narices enrojecidas por el frío de la mañana. Los grupos se fueron separando mientras los clérigos se dirigían a los respectivos refectorios a tomar su pan con leche recién ordeñada, el eterno desayuno de los habitantes de Charibon.
Himerius y Betanza no tenían que andar mucho hasta los apartamentos del pontífice, pero antes dieron un paseo en torno al claustro, con las manos ocultas en los hábitos y las cabezas cubiertas con las capuchas. El claustro estaba desierto a aquella hora de la mañana, cuando todo el mundo se encaminaba a los refectorios a desayunar.
Estaba oscuro; todavía faltaba un poco para la mañana invernal. La luna se había puesto, sin embargo, y las estrellas del amanecer relucían como alfileres en un cielo de puro color aguamarina. El aliento de los dos clérigos formaba una neblina blanca en torno a sus capuchas mientras recorrían el circuito sereno y porticado del claustro. El aire olía a nieve; había nevado mucho en las montañas pero, hasta el momento, en Charibon sólo había caído una décima parte de la cuota habitual. Las nevadas más intensas llegarían en cuestión de pocos días, y en las costas del mar de Tor brotarían barbas de hielo sobre las que los novicios patinarían y jugarían durante el escaso tiempo libre de que disponían. Era un ritual, una rutina tan antigua como la propia ciudad monasterio, y absurdamente reconfortante para los dos hombres que recorrían en silencio el vacío claustro.
Betanza, el corpulento ex duque de Astarac, se quitó la capucha e hizo una pausa para mirar al otro lado del jardín interior iluminado por las estrellas. Había árboles, robles desgarbados supuestamente plantados antes de la caída del imperio. En primavera, la hierba parda se llenaría de campanillas de invierno, y más tarde de narcisos y prímulas a medida que avanzaba el año. Pero en aquel momento las flores permanecían aletargadas, durmiendo durante el invierno bajo la tierra congelada.
—Las purgas han empezado en todo el continente —dijo en voz baja—. En Almark, Perigraine y Finnmark. En los ducados y principados están arrestando herejes por millares.
—Un nuevo comienzo —dijo el sumo pontífice, cuya nariz surgía de la capucha como el pico de un ave rapaz—. La fe necesitaba algo así. Un rejuvenecimiento. A veces hace falta un cataclismo, una crisis, para insuflar nueva vida a nuestras creencias. Nunca nos sentimos tan seguros de ellas como cuando se ven amenazadas.
—Ya tenemos nuestra crisis —dijo Betanza con una sonrisa amarga—. Un cisma religioso a gran escala, y una guerra contra los infieles del este que amenaza la propia existencia de los reinos ramusianos.
—Torunna ya no es ramusiana —le corrigió rápidamente Himerius—. Ni tampoco Astarac. Tienen herejes en sus tronos. Hebrion, gracias a Dios, está regresando al redil de la verdadera Iglesia. La bula ya habrá llegado a Abrusio… al contrario que su rey herético. Abeleyn está acabado. Hebrion es nuestra.
—¿Y Fimbria? —preguntó Betanza.
—¿Qué le sucede?
—Más rumores. Se dice que hay un ejército fimbrio marchando hacia el este en socorro del dique de Ormann.
—Hablar cuesta muy poco —dijo Himerius, con un ademán despectivo—. ¿Sabemos algo nuevo sobre el estado del rey de Almark?
Haukir, el anciano e irascible monarca de Almark, estaba enfermo con fiebres, desencadenadas por el largo viaje invernal desde el Cónclave de Reyes. Se encontraba postrado, sin descendencia, y más malhumorado que nunca.
—El comandante de nuestras guarniciones almarkianas recibió noticias ayer. El rey está muriendo. Es posible que en este momento haya muerto ya.
—¿Nuestra gente está en su sitio?
—El prelado Marat se encuentra junto a él; se dice que son hermanos naturales por parte de padre.
—Lo que sea. Marat tiene que estar presente al final, y el testamento con él.
—¿Creéis de veras que Haukir puede legar su reino a la Iglesia?
—No tiene a nadie más, salvo un grupo de sobrinos que no cuentan para nada. Y siempre ha sido un firme aliado de la orden inceptina. Él mismo habría ingresado de no haber tenido sangre real; se lo dijo a Marat antes del Cónclave.
Betanza quedó en silencio, pensativo. Si la Iglesia heredaba los recursos de Almark, uno de los reinos más poderosos de Occidente, sería inexpugnable. El anti pontífice, o mejor dicho, el impostor, Macrobius, y los monarcas que lo habían reconocido se enfrentarían a una Iglesia convertida, de la noche a la mañana, en un gran estado seglar.
—Nos estamos construyendo un auténtico imperio —dijo suavemente Betanza.
—El imperio de Ramusio en la tierra. Estamos presenciando la simetría de la historia, Betanza. El imperio fimbrio era laico, y fue derribado por las guerras religiosas que propagaron la verdadera fe a través del continente. Ahora llega la hora del segundo imperio, una hegemonía religiosa que edificará el reino de Dios en la tierra. Ésa es mi misión. Para eso soy pontífice.
Los ojos de Himerius relucían en las profundidades de la capucha.
Betanza recordó las maniobras, los tratos y negociaciones que le habían asegurado el pontificado a Himerius. Tal vez era un ingenuo. Pese a ser la cabeza de la orden inceptina, había vivido como un noble hasta una edad bastante avanzada. Ello le daba una perspectiva diferente de las cosas, que a veces le resultaba extrañamente incómoda.
—Amanece —dijo, observando el brillo del sol en el este. Sintió un oscuro impulso de arrojarse al suelo y rezar; lo invadió un terror aprensivo, oscuro y ominoso como nunca había experimentado hasta entonces—. ¿Recordáis el
Libro de Honorius
, santo padre? ¿Cómo es la cita?
—Honorius era un ermitaño loco, un fraile mendicante. Sus delirios rozan la herejía.
—Y, sin embargo, conoció a Ramusio, y fue uno de sus seguidores más fieles.
—El bendito Santo tuvo muchos seguidores, Betanza, entre ellos un buen número de lunáticos y místicos. Concentrad vuestra mente en el presente. Esta mañana nos reuniremos con el presbítero de los Caballeros Militantes para tratar del reclutamiento. La Iglesia necesita ahora un brazo armado fuerte, no pensar en antiguas alucinaciones apocalípticas.
—Sí, santo padre —dijo Betanza.
Los dos reanudaron su paseo en torno al silencioso claustro de Charibon, mientras la aurora rompía el cielo por encima de ellos.
Albrec no había asistido a los maitines, ni tampoco bajó a desayunar. Tenía el estómago cerrado como una losa, y se había arrodillado sobre el duro suelo de piedra de su celda, diminuta y helada. La luz del amanecer entraba en diagonal por la estrecha ventana, haciendo que la llama de la candela encendida junto a la que había estado leyendo pareciera débil y amarillenta. Sobre la mesa que tenía delante se encontraban las páginas del documento, clasificadas en ordenados montones.
Se levantó al fin, con señales de honda preocupación en su rostro puntiagudo, y se sentó frente a la mesa donde había pasado casi toda la noche. Apagó la vela con una mano cuando el sol fue entrando en la habituación, y el humo del pabilo extinguido revoloteó ante él en forma de alambres y cordeles grises. Tenía círculos escarlata en torno a los ojos.
Volvió a hojear las páginas del documento, y su movimiento fue tan cauteloso como si esperara que estallaran en llamas en cualquier momento.
«El invierno de la vida de un hombre», dijo el Santo, «es el momento en que quienes le rodean valoran lo que ha hecho e intentado hacer. Y lo que no ha conseguido. Hermanos míos, he plantado en este suelo un jardín, algo agradable a los ojos de Dios. Ahora os corresponde a vosotros cuidarlo. Nada podrá arrancarlo, porque también crece en los corazones de los hombres, donde nunca llegará el puño de los tiranos. El imperio está muriendo y nace un nuevo orden, basado en la verdad y en la compasión de los planes de Dios.»
«Pero, por lo que a mí respecta, mi trabajo aquí está hecho. Otros enseñarán y predicarán a partir de ahora. No soy más que un hombre, y anciano además.»
«¿Qué vais a hacer?», le preguntamos.
El Santo levantó la cabeza bajo la luz de la mañana, que ascendía ya sobre aquella colina de la provincia de Ostiber, pues habíamos hablado y rezado durante toda la noche.
«Voy a plantar el jardín en otro lugar.»
«Pero la fe ya se ha extendido por toda Normannia», le dijimos. «Incluso el emperador empieza a comprender que no podrá reprimirla. ¿Qué otro lugar queda?» Y le rogamos que se quedara con nosotros para vivir tranquilo y honrado entre sus seguidores, que lo reverenciarían durante todos los días que le quedaran de vida?
«Ése es el camino del orgullo», dijo, sacudiendo la cabeza. Y se echó a reír. «¿Os gustaría venerarme como a un ídolo marchito, igual que las antiguas tribus con sus dioses? No, amigos, debo irme. He visto el camino extenderse delante de mí. Todavía me espera un largo trecho.»
«No hay adonde ir», protestamos, pues teníamos miedo de quedarnos sin sus consejos en los tiempos de prueba que nos aguardaban. Pero también amábamos a aquel anciano.
Ramusio se había convertido en un padre para nosotros, y el mundo sin él nos parecería un lugar terrible y vacío.
«Hay un país lejano donde la verdad aún no ha llegado», nos dijo. Y señaló al este, hacia donde el río Ostio espumeaba y relucía entre sus orillas, y más allá, hacia las negras cumbres de las Jafrar, que marcan el inicio del mundo desconocido.