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Authors: Leigh Brackett

Los perros de Skaith (3 page)

BOOK: Los perros de Skaith
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Sin embargo, los navíos llevaban, además de metales, muchas otras cosas. Llevaban esperanza. Esperanza corruptora, pues a algunos les conducía a pensar en la libertad.

Los habitantes de Irnan, ciudad estado de la zona templada del norte, habían soñado tanto con ella que pidieron a la Unión Galáctica, por mediación de su cónsul, la ayuda necesaria para emigrar a un mundo mejor. Aquello precipitó la crisis. Los Heraldos reaccionaron furiosamente para frenar aquel primer conato que no tardaría en convertirse en una fuerte demanda si nuevas ciudades estado querían escapar de Skaith. Detuvieron a Ashton, llegado de Pax para conferenciar con los irnanianos, y le enviaron al Alto Norte, a la Ciudadela, para que los Señores Protectores le interrogasen y decidieran su suerte. Gelmar, Primer Heraldo de Skeg, disponía de una masa inmensa de Errantes dispuesta a realizar las más bajas tareas. Cerró el consulado de la Unión Galáctica e hizo de Skeg un enclave prohibido que ningún extranjero podía abandonar. Otros Heraldos, siguiendo órdenes de Mordach, castigaron a los irnanianos y les apresaron en su propia ciudad. Cuando Stark llegó para rescatar a Ashton, los Heraldos le esperaban...

Gerrith, la Mujer Sabia de Irnan, profetizó que un Hombre Oscuro llegaría de las estrellas. Un lobo solitario, un hombre sin tribu ni hogar, que destruiría la Ciudadela de los Señores Protectores por amor hacia Ashton.

La Mujer Sabia pagó la predicción con la vida, y a Stark casi estuvo a punto de costarle el mismo precio. La descripción podía corresponder con la suya. Como mercenario, no tenía amo. Como vagabundo de las rutas estelares, no tenía hogar. Como huérfano del planeta Mercurio, no tenía pueblo, aunque fuera de origen terrícola. Gelmar y sus Errantes hicieron lo imposible para matarle en Skeg antes de que pudiera empezar a investigar. La predicción se difundió entre todas las razas de Skaith. Precedió a Stark en su camino hacia el norte, donde le recibían como un salvador al que podían aclamar y encumbrar; o como un blasfemo al que había que matar lo antes posible; o como una mercancía que podía venderse al mejor postor. La predicción no le ayudó en absoluto.

Sin embargo, cumplió la profecía. Conquistó y destruyó la Ciudadela. A causa de los Perros del Norte y su fiera lealtad, no pudo eliminar a los Señores Protectores. Habría que destruirlos de otro modo y eso sería cuando las poblaciones se convencieran de que no eran seres sobrenaturales, inmortales e inmutables a lo largo de los milenios, sino sólo siete viejos Heraldos convertidos en amos supremos del Cinturón Fértil. Siete viejos, arrojados a los caminos de Skaith por el coraje y la determinación de un aventurero de otro mundo. Objetivo conseguido. Pero la Mujer Sabia no reveló cuanto sabía acerca del cumplimiento de la profecía.

De los seis compañeros que salieron de Irnan para dirigirse a la Ciudadela, tres sobrevivían: Stark; Gerrith, hija de Gerrith, como sucesora de su madre; y Halk, el poderoso guerrero, matador de Heraldos y amigo del mártir Yarrod. Los demás murieron en combate cuando los thyranos, bajo las órdenes de Gelmar, hicieron prisioneros a Stark y a los suyos. Gracias a Gerrith y a la intervención de Kell de Marg, la Hija de Skaith, que exigió que Gelmar llevase a los cautivos a la Morada de la Madre para averiguar la verdad de los navíos espaciales, Stark pudo evadirse. Tendría que haber muerto en las oscuras catacumbas que se extendían bajo las Llamas Brujas, en los laberintos abandonados y olvidados por los Hijos de Nuestra Madre Skaith. Pero, finalmente, salió por la puerta norte, se enfrentó a los Perros del Norte y tomó la Ciudadela.

Gelmar aún tenía en su poder a Halk y a Gerrith. Se apresuraba con ellos hacia el sur, para exhibirlos en las murallas de Irnan como pruebas del fracaso y la inutilidad de la sangrienta rebelión. Irnan, asediada, se defendía del furor de los Heraldos, esperando a que otras ciudades estado se unieran a la lucha para reclamar el derecho de partir hacia otros mundos.

Stark sabía que los Señores Protectores y los Heraldos harían lo que estuviera en su mano para destruirle. Y su poder era inmenso. Allí, en el casi despoblado norte, su poder se mantenía gracias a la corrupción y la diplomacia más que por la fuerza. Pero en el Cinturón Fértil, el cinturón verde que rodeaba las zonas templadas del viejo planeta, donde vivía la mayor parte de los supervivientes, su poder se apoyaba en tradiciones milenarias y en la innoble masa de los Errantes, los indisciplinados protegidos de los Señores Protectores cuya única ley, en aquel mundo moribundo, era el placer. Cuando parecía necesario, los Heraldos empleaban también tropas mercenarias, disciplinadas y bien armadas, como los izvandianos. A medida que avanzase hacia el sur, Stark se encontraría con enemigos más poderosos.

Su montura daba signos de agotamiento. Stark pesaba demasiado. La de Ashton se encontraba en mejor estado. A pesar de los años, Ashton seguía siendo tan delgado y musculoso como cuando era joven, con la misma fuerza en la mirada, la mente y el cuerpo. Incluso después de una serie de ascensos que le valieron un puesto importante en el Ministerio de Asuntos Planetarios, Ashton se negó a vivir detrás de una mesa. Se obstinaba en hacer pesquisas planetarias sobre el terreno; lo que le llevó a Skaith para caer prisionero de los Heraldos.

En todo caso, pensó Stark, había rescatado a Ashton de la Ciudadela; si no lograba sacarle de Skeg y del planeta, no se sentiría culpable por haber fracasado.

Incansablemente, la arena se movía llevada por el viento que, cada vez, soplaba más fuerte. Los perros trotaban, pacientemente: Gerd, que sucedió a Colmillos como Perro Rey; Grith, la enorme y terrible perra que era su pareja; y los otros siete supervivientes del ataque contra la Ciudadela. Bestias telépatas, infernales, con un medio secreto y terrible de matar.

El Viejo Sol pareció erizar la cima de la muralla montañosa como si quisiera descansar para recuperar fuerzas de cara al impulso final. A su pesar, Stark sintió el temor de que aquella puesta de sol fuese la última y que la estrella escarlata no volviera a levantarse. Tal fobia, muy extendida entre los skaithianos, parecía haber dominado a Stark. Las sombras se acumulaban en los valles del desierto. El aire se hizo más frío.

Bruscamente, Gerd dijo:

«Vienen cosas».

4

El perro se inmovilizó. Apoyado sobre las patas anteriores, tan espesas como postes, con los anchos hombros plantados frente al viento, mostraba su pelaje hirsuto totalmente erizado. Su cabeza, que parecía demasiado pesada para que incluso un cuello poderoso la pudiera sujetar sin fatiga, se balanceaba lentamente. Tenía los belfos colgándole entre los colmillos. Excitada, rugiente, la jauría se reunió tras él. Anunciaban la muerte en el brillo de unos ojos que, sabiendo tantas cosas, centelleaban.

«Allí». Dijo Gerd.

Y Stark los vio, alineados bajo la luz crepuscular. Un segundo antes no había percibido nada. En aquel momento eran once... no, catorce. Siluetas inclinadas, linguilíneas, apenas humanas. Una epidermis semejante a cuero viejo, insensible al viento y al frío, cubría sus huesos prominentes. El viento levantaba crines hirsutas y jirones de pieles de animales. Una familia, consideró Stark: machos, hembras, crías. Una de las hembras llevaba algo entre los senos colgantes. Otros adultos sujetaban piedras o huesos.

—Corredores —exclamó Ashton, sacando la espada—. Son como pirañas. Una vez te muerden...

Un viejo macho aulló: un grito agudo, salvaje. Las siluetas harapientas se pusieron en tensión y, levantando las inmensas piernas, se lanzaron a la oscura arena.

Avanzaban a increíble velocidad, con las cabezas y cuerpos demacrados situados a una irregular altura con respecto al suelo, sin apartar la vista de las presas. En los torsos estrechos no se veían más que costillas. Apenas poseían hombros; los brazos, largos como alas, les servían de contrapeso. Las increíbles piernas se levantaban, se estiraban y se encogían con un ritmo tan grotesco y perfecto que su belleza conmovía casi tanto como su terrible ferocidad.

Gerd dijo:

«N´Chaka. ¿Matar?»

«¡Matar!»

Los perros enviaron Miedo. Así mataban. No con colmillos o garras, sino con proyecciones mentales de terror, frías y crueles, que atravesaban como flechas los cerebros, licuando las entrañas, helando los corazones hasta que dejaban de latir.

Como aves atrapadas en la red, los Corredores cayeron gesticulando, retorciéndose, gritando. Y los Perros del Norte corrieron hacia ellos.

Ashton seguía sosteniendo la inútil espada y contempló la jauría con horror.

—Entiendo por qué la Ciudadela permaneció sin ser atacada durante tanto tiempo.

Miró a Stark.

—¿Sobreviviste a eso? —le preguntó.

—Exactamente.

Stark volvió a verse a sí mismo bajo las crueles estrellas, en medio de la nieve que cubría la llanura nocturna mientras Colmillos, el Perro Rey, se reía y le enviaba Miedo.

—Estuve a punto de sucumbir. Luego recordé que ya había conocido el miedo, cuando el anciano me enseñó a sobrevivir en aquel lugar en que me encontraste. Recordé haber sido perseguido por clamidosaurios, grandes como dragones, con unos dientes todavía más horrorosos que los de Colmillos. Morir vencido por un perro me volvía loco. Resistí. No son invencibles, Simon, a menos que así lo pienses.

Los perros jugaban con los grotescos cuerpos como si fueran muñecos. Al pasar, Stark detectó a la hembra de pechos caídos. Lo que apretaba contra el cuerpo era un recién nacido. Incluso muerta, la minúscula cara sin frente tenía una expresión feroz.

—En las Tierras Oscuras del otro lado de las montañas, eran peores —dijo Stark—, aunque no mucho más. Los restos de las diversas poblaciones abandonadas en las Grandes Migraciones resuelven sus problemas de supervivencia de modos muy variados, todos muy poco agradables.

—Los Hombres Encapuchados temen y odian a los Corredores —explicó Ashton—. Antes se les localizaba más al norte, pero ahora luchan salvajemente por los pocos alimentos que quedan en el desierto. Corren más deprisa que cualquier otro ser vivo y todo lo que se mueve es comida: hombres, animales, cualquier cosa. Las tribus más débiles son las que más sufren; las llaman las Casas Menores de los Siete Hogares de Kheb. Los Corredores realizan incursiones hacia el sur, hasta las ciudades del acantilado de Yurunna, a lo largo del Borde. Los Ochars, que se denominan a sí mismos como los Primeros Llegados, están mejor pertrechados por la cantidad de provisiones que les proporcionan los Heraldos. Las Casas Menores no les tienen mucho aprecio. Se hacen la guerra mutuamente. No les gustarás a los Ochars, Eric. Son los Guardianes Hereditarios de la Ruta de los Heraldos, y su existencia depende de ellos. Ahora que la Ciudadela no existe y no habrá más relaciones entre Yurunna y ella...

Ashton esbozó un gesto expresivo.

—Hasta el momento —replicó Stark—, he gustado a muy poca gente.

En Skaith, sólo a una persona. Una mujer. Gerrith.

Cuando los perros terminaron de jugar y comer, Stark les llamó.

A disgusto, obedecieron.

«Bien hecho, tripa llena». Dijo Gerd. «Ahora dormir».

«Dormir más tarde». Respondió Stark, mirando los ojos brillantes y crueles hasta que el animal apartó la vista. «Ahora dar prisa».

Acabaron con rapidez.

Se extinguió el último destello escarlata. Las estrellas ardieron en el cielo del desierto; Skaith no tenía luna, y las Tres Reinas, magníficas joyas de las noches meridionales no brillaban allí. Sin embargo, era posible seguir los mojones de la ruta.

El viento se detuvo, aumentó el frío. Los alientos se convirtieron en vapor y se helaron en las caras de los hombres y los hocicos de las bestias.

«Heraldos. Allí». Dijo Gerd.

Los perros no podían distinguir las diferentes clases de Heraldos, Gerd, mentalmente, veía «blanco», el color de las togas que llevaban los Señores Protectores.

Stark no tardó en detectar rastros en la arena y supo que estaban muy cerca.

Las monturas tropezaban por el cansancio. Stark ordenó detenerse. Comieron, durmieron un poco y se volvieron a poner en marcha, siguiendo la larga pista entre las dunas.

La primera luz cobriza del alba apareció por el este. Se amplió lentamente, debilitando las estrellas, manchando la tierra como herrumbre creciente. El borde de la estrella escarlata ascendió con lentitud por el horizonte. Ante ellos, Stark escuchó voces salmodiadas.

—Viejo Sol, te agradecemos este día. Te agradecemos la luz y el calor que vencen al frío y a la muerte. No abandones a tus hijos y concédeles muchos más días de veneración. Te adoramos realizando ofrendas, con sangre preciosa...

Desde lo alto de una duna, Stark vio el campamento: una veintena de servidores, un montón de bestias y equipajes. Aparte, junto a las últimas brasas de una hoguera, los siete viejos. Llevaban suntuosas mantas sobre las togas blancas de Señores Protectores. Ferdias echó una libación sobre las brasas moribundas.

Alzó los ojos hacia los Perros del Norte y los dos terrícolas que ocupaban la cresta de la duna. Stark distinguió claramente su rostro, un rostro fuerte, fiero, implacable. El viento del alba jugaba con su ropa y sus largos cabellos blancos. Sus ojos eran de hielo. Sus compañeros, seis oscuros pilares de rectitud, alzaron también la vista. Pero no dejaron de salmodiar.

—...con sangre preciosa, con vino y fuego, con todas las cosas que hacen la vida sagrada...

El vino chisporroteó y humeó sobre las calientes cenizas.

Gerd gimió.

«¿Qué pasa?» Preguntó Stark.

«No saber, N´Chaka. Heraldos coléricos».

Gerd levantó la cabeza. Bajo los rayos del Viejo Sol, sus ojos ardieron como carbunclos.

«Heraldos quieren matar».

5

Tranquilamente, Stark le dijo a Ashton:

—Ni un gesto de amenaza. Quédate a mi lado.

Ashton asintió. A su pesar, miró a los nueve delgados gigantes que casi tenían la alzada de las monturas. Se apretó en la silla y sujetó fuertemente las riendas.

Stark dejó de pensar en él. Los Perros del Norte eran incapaces de comprender las complejidades de su traición. Según la ley de la jauría, seguían a un nuevo jefe, un jefe que, indudablemente, demostró su derecho a la primacía. Le siguieron hasta la Ciudadela; los servidores, los Yur, a los que debían pleitesía, les atacaron a flechazos. Pero no amenazaron a los Señores Protectores y le prohibieron a N´Chaka que les tocase. Según su lógica, fueron fieles a la misión encomendada: impedir que cualquier ser humano se acercase a la Ciudadela. No consideraban a N´Chaka como un ser humano. Por eso le permitieron penetrar en la Ciudadela.

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