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Authors: Leigh Brackett

Los perros de Skaith (7 page)

BOOK: Los perros de Skaith
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Llamando a dos de los Hombres Encapuchados, les ordenó que sacasen la litera.

—Stark —llamó Gelmar—. No te seguirán más allá de Yurunna. Seréis dos hombres y una mujer con un tipo medio muerto: seis manos para resistir a los Yur que irán a buscaros.

Bruscamente, se volvió hacia Gerrith.

—¿Tiene algo que decir la Mujer Sabia?

Gerrith estaba a punto de ponerse el capuchón de piel. De pronto, se quedó quieta. De nuevo, parecía una profetisa. Viendo sin ver, fijó los ojos en Gelmar. Su boca parecía a punto de decir algo. Stark, secamente, pronunció su nombre. La mujer se sobresaltó, como absorta, como alguien que despierta en un lugar desconocido. Con la mano apoyada en su hombro, Stark la condujo hacia la puerta. No respondió nada a Gelmar. No había nada que decir, salvo que ocurriría lo que debía ocurrir. Y aquello todos lo sabían.

Pasaron ante las mujeres y los niños. Jofr permanecía muy erguido, como un animalillo de presa de su propio mundo.

Gerrith se detuvo.

—Llévate al muchacho —dijo.

Las mujeres chillaron como águilas. Ekmal se adelantó, apoyando una mano en el niño y la otra en el puñal. Gerd gruñó.

—No me lo llevaré —respondió Stark.

—No le pasará nada —continuó Gerrith. Su voz resonaba como si proviniera de muy lejos—. Llévatelo, Stark. Si no lo haces, Skaith nos enterrará a todos.

—Ya habéis oído a la Mujer Sabia —explicó Stark—. No le ocurrirá nada. No me obliguéis a usar los perros.

La madre del niño dijo una palabra, la más salvaje que conocía. La mano de Ekmal dudaba en el puñal. Los perros rugían.

—Ven —pidió Stark.

Jofr miró a su padre.

—¿Lo hago?

—Parece que sí.

—Muy bien —respondió Jofr sonriendo—, soy un Ochar.

Avanzó solo junto a Stark.

Salieron al patio. Las bestias estaban listas, atadas con cuerdas. Tres de ellas portaban las altas sillas del desierto, de cuero multicolor labrado con dibujos medio borrados por el sol y el viento. La litera iba suspendida entre dos de las bestias. Halk, de nuevo, era sólo un inerte paquete. La capota le ocultaba el rostro.

Montaron; Stark montó a Jofr delante suyo. Se alejaron de la casa, pasando ante los amontonados cadáveres de los Corredores y las osamentas roídas de las bestias Harsenyi.

Ekmal y los Hombres Encapuchados les observaron mientras desaparecían detrás de los muros. Luego, Ekmal penetró en la casa y se dirigió a Gelmar.

—Señor, ¿es verdad que ni él ni el otro nacieron en Nuestra Madre Skaith?

—Es verdad.

Ekmal trazó una señal en el aire.

—En ese caso, son demonios. Se han llevado a mi hijo, señor. ¿Qué debo hacer?

Sin dudarlo, Gelmar respondió:

—Trae el Perforador del Cielo.

Ekmal avanzó por uno de los túneles de la casa. La torre de pájaros murmurantes se encontraba a la derecha, pero no se dirigía a ella. Eran criaturas inferiores, sólo aptas para comer. Se volvió a la izquierda, subió unos estrechos peldaños que conducían a una sala elevada cuyos angostos ventanucos dejaban entrar la luz del Viejo Sol y el viento del desierto. En los muros, colgaduras y trofeos, cráneos y armas. Algunos de los cráneos, amarillentos por la edad, tenían mandíbulas y órbitas medio pulverizadas.

En el centro de la sala, sobre un pie metálico, había un ser que parecía de hierro y bronce. Sus brillantes plumas se asemejaban a una marcial armadura. Incluso con las inmensas alas replegadas, encarnaba la velocidad y la fuerza; desde la parte superior de la reptiliana cabeza a la punta de la cola afilada, su cuerpo era fino, perfecto.

Un ejemplar de aquellos seres vivía en la casa de cada uno de los jefes Ochars. Alimentado en la mesa del jefe, con su delgado collar de oro donde se marcaba su rango, parejo al de su honor, era más precioso que la vida, la esposa, la madre o el hijo.

—Taladrador del Cielo —dijo Ekmal—. Jinete de los vientos. Hermano del rayo.

La criatura abrió las dos rojas estrellas que eran sus ojos y miró a Ekmal. También abrió el pico y gritó estridentemente la única palabra que conocía.

—¡Guerra!

—Sí, guerra —dijo Ekmal, abriendo los brazos.

9

Frescas y fuertes, las bestias avanzaban sobre la arena con seguridad. Los perros trotaban tranquilamente. Sin dejar de soplar, el viento atenuaba el color ocre del aire.

Con el rostro tan oscuro como un cielo tormentoso, Stark rodeaba con un brazo la joven ferocidad de Jofr. El muchacho viajaba erguido, tenso; su cuerpo únicamente cedía a los movimientos de la montura.

—Estás irritado por el muchacho —le dijo Gerrith.

—Sí. Por el muchacho y por otra cosa... las visiones.

—Déjale marchar —le pidió Ashton—. Encontrará el camino de vuelta fácilmente.

Gerrith suspiró.

—Hazlo, si quieres. Pero en ese caso ninguno de nosotros verá nunca Yurunna.

Ashton se volvió sobre la silla para escrutar su rostro. Había conocido a muchos pueblos de muchos mundos, visto cosas en las que no podía ni creer ni dejar de creer; y sabía tantas otras que no podía decirse que fuera un ignorante.

—¿Qué viste antes de que Eric te despertase?

—Vi a Eric... Stark... en un lugar desconocido, entre unas rocas. Había Hombres Encapuchados, pero sus capas eran de varios colores, no sólo el naranja de los Llegados Primero. Parecían aclamar a Stark y alguien... algo... celebraba un rito con un puñal. Vi sangre...

En los brazos de Stark, el muchacho se tensó.

—¿Sangre de quién? —preguntó Stark.

—La tuya. Parecía una ofrenda, un sacrificio.

Miró a Jofr.

—El muchacho estaba allí. Leí en su frente que era tu guía. Sin él, no encontrarás el camino.

—¿Estás segura de eso? —preguntó Ashton.

—Estoy segura de lo que vi, eso es todo. ¿Te lo ha contado Stark? Mi madre era Gerrith, la Mujer Sabia de Irnan. Tenía el don, un don muy poderoso. El mío es débil y poco regular. Viene cuando se le antoja. Veo y no veo.

Se volvió hacia Stark.

—¡Las visiones me irritan! ¡Déjame en paz! Me gustaría caminar por mi vida a ciegas, como tú, sin confiar más que en mis propias manos y en mi propio cerebro. Sin embargo, esas ventanas se abren y veo por ellas, y debo decir lo que veo o... —Sacudió violentamente la cabeza—. Todo aquel tiempo en la casa de piedra, mientras las abominaciones aullaban y rascaban para entrar a desgarrarnos, vi sin cesar tu carne hecha jirones sin poder determinar si era la Visión o sólo mi propio terror.

—Vi lo mismo —expresó Ashton—. Era el terror.

—Los perros hicieron un milagro —dijo Stark.

Miró la brillante cabeza de Jofr. El muchacho parecía más atento, casi al acecho.

Gerrith tembló.

—Volverán.

—No serán tantos; y los perros vigilarán.

—Si hay otra tempestad de arena, ruega a Dios para que encontremos un abrigo —comentó Ashton—. El próximo albergue está a una semana de viaje.

—No contéis con llegar a él —replicó Jofr—. Mi padre enviará al Taladrador del Cielo.

—¿El Taladrador del Cielo?

—El ave de la guerra. Todos los clanes Ochars se reunirán. Tus Perros Demonio, sin duda, matarán a muchos hombres, pero vendrán más.

Se volvió y sonrió a Stark. Sus dientes blancos parecían tan crueles como un puñal.

—Ya... —dijo Stark—. Y, ¿dónde se encuentra ese lugar de rocas y esos Hombres Encapuchados que no pertenecen a los que Llegaron Primero?

—Pregúntale a la Mujer Sabia —respondió Jofr con desprecio—. Es su Visión.

—Tu padre habló de los Fallarins. ¿Quiénes son?

—Sólo soy un niño —replicó Jofr—. Esas cosas me son desconocidas.

Stark no insistió.

—¿Simon?

—Es un pueblo alado —contestó Gerrith bruscamente.

Ashton la miró.

—Sí. Sin ninguna duda, una mutación controlada, como los Hijos del Mar y los Hijos de Skaith. Los Fallarins inspiran un terror supersticioso entre los Hombres Encapuchados. Parecen muy importantes en la vida tribal, pero nunca he sabido por qué. Los Ochars hablan poco con los forasteros, y los Heraldos respetan sus tabúes. Además, tenía otras cosas en la cabeza. Pero hay algo que sé, Eric.

—¿Qué?

—Cuando el muchacho dijo «Soy un Ochar», fue más una constatación que una afirmación de coraje. Quería decir también que un Ochar conoce el desierto y participa de su poder; que un Ochar destruye a sus enemigos en pro de una venganza sagrada mientras conserve un hálito de vida. Tienes entre las manos una cobra de ojos azules. No lo olvides jamás.

—Ya me las he visto antes con hombres del desierto —respondió Stark—. Ahora, déjame pensar.

El viento se detuvo. El rostro del desierto pareció apaciguarse. El Viejo Sol perdió los velos de polvo y el día rojizo mostró los mojones de la Ruta de los Heraldos, situados lo bastante cerca unos de otros como para que si uno estaba enterrado, el precedente y el siguiente siempre fuesen visibles.

—Simon, ¿qué hay más allá de Yurunna? Has hablado del Borde.

—La meseta en la que estamos se encuentra sobre un acantilado de unos mil quinientos metros. Abajo, hace mucho menos frío y hay lugares en los que es posible la agricultura. Existen ciudades construidas en el mismo acantilado.

—¿Hacen incursiones hasta allí los Hombres Encapuchados?

—A las ciudades, no; son inaccesibles; pero intentan capturar a gente en la campiña, o robar las cosechas. Más allá se extienden nuevos desiertos, hasta llegar al Cinturón Fértil.

—La buena y rica tierra de los Heraldos.

—Me trajeron a Skeg directamente por tal ruta; no vi gran cosa. La única ciudad que conocí se llamaba Ged Darod, la ciudad de los Heraldos. Una ciudad muy bonita.

—Un lugar de peregrinaje —explicó Gerrith—. Santuario, lupanar, orfanato, refugio de los Heraldos. Allí se les engendra, se les educa y se les instruye. Y reciben cualquier basura llevada por el viento. Toda la Ciudad Baja está llena de Errantes y peregrinos procedentes de todas las regiones de Skaith. Hay jardines...

—He oído hablar de Ged Darod —cortó Stark—. Pero primero, Yurunna.

Con la alegría de un pájaro, la clara voz de Jofr anunció:

—No llegaréis a Yurunna.

Levantó hacia el cielo un brazo triunfal. Muy arriba, una forma alada, de bronce y hierro, centelleó brevemente y desapareció.

—Primero irá a reunirse con los jefes de los clanes más próximos y luego con los demás. Su collar les dirá que pertenece a mi padre. Reunirán a sus hombres e irán a su encuentro. No podréis pasar entre los clanes para llegar a Yurunna.

—En ese caso, seguiremos otra ruta —consideró Stark—. Si no encontramos seguridad entre los Ochar, la buscaremos entre sus enemigos. La visión de Gerrith puede que nos resulte beneficiosa.

—¿Irás a las Casas Menores? —preguntó Ashton.

—No tenemos elección.

Jofr se rió.

—Los Ochars no dejarán por ello de perseguiros. Y los hombres de las Casas Menores os devorarán.

—¿Quizá? ¿Y tú?

—Soy Ochar. Soy un hombre, no carne.

—¿Qué harán contigo?

—Soy hijo de un jefe. Mi padre me comprará.

—En ese caso, ¿querrías guiarnos a las Casas Menores o, por lo menos, a la más cercana?

—Con gusto —contestó Jofr—, ¡y tomaré parte en el festín!

—Este guía que has escogido no me ofrece mucha confianza —le dijo Stark a Gerrith.

—No lo elegí —respondió la mujer secamente—. ¡Ni dije que te guiaría gustoso!

—¿Hacia dónde? —le preguntó a Jofr.

El muchacho reflexionó.

—La Casa de Hann es la más cercana.

Frunciendo el ceño, señaló el noreste.

—Debo esperar a las estrellas.

—¿Te parece justo, Simon?

—Sí, considerando dónde se encuentra el territorio de los Ochars. Tienen las mejores tierras.

—Las Casas Menores son débiles —añadió Jofr—. Los Corredores se los comen. Cuando ya no quede nadie, las tierras y toda el agua serán nuestras.

—Pero ese momento todavía no ha llegado —le soltó Stark—. Adelante.

Dejando a sus espaldas la ruta marcada, se sumieron en una desolación sin límites mientras el Viejo Sol descendía hasta rozar los picos montañosos antes de desaparecer en una fría luz cobriza que rayó la tierra para dar paso a las tinieblas, a las estrellas y a la aurora boreal.

Jofr escrutó el firmamento.

—Allí. Donde la estrella blanca se encuentra con las otras tres. Hay que ir hacia allí.

Cambiaron de dirección.

—¿Has seguido antes este camino? —le preguntó Ashton.

—No. Pero todo Ochar conoce el camino que conduce a casa de sus enemigos. La Casa de Hann se encuentra a cinco días de viaje. Los Hann llevan capas púrpuras.

En su boca, «Capas Púrpuras» parecía un término escatológico.

—¿Sabes cómo se llama esa estrella? —le preguntó Stark.

—Claro. Ennaker.

—Los que viven en su tercer mundo la llaman Fregor. Los del cuarto, Chunt. Los del quinto también le dan un nombre, pero mi boca no puede pronunciar su idioma. Todos esos nombres significan «sol».

Jofr apretó los dientes.

—No te creo. Sólo hay un sol, el nuestro. Las estrellas son lámparas que hemos puesto para guiarnos.

—Todas esas lámparas son soles. Muchos de ellos tienen planetas y numerosos planetas están habitados. ¿Crees que Skaith es único y que sois los únicos habitantes del universo?

—Sí —respondió Jofr fieramente—. Así debe ser. Hay historias sobre huevos ardientes que caen del cielo y dan nacimiento a demonios con forma humana, pero son sólo mentiras. Mi madre me ha dicho que no les haga caso.

Con el rostro sombrío y duro, Stark se inclinó hacia Jofr.

—Pues, en ese caso, yo soy un demonio surgido de los huevos ardientes.

Los ojos de Jofr reflejaron la luz de las estrellas. Contuvo el aliento y su cuerpo se encogió entre los brazos de Stark.

—No te creo —susurró.

Apartó el rostro y guardó silencio hasta que se detuvieron.

Halk vivía aún. Gerrith le dio vino y una cocción. Halk comió y, riendo, le dijo a Stark:

—Vas a tener que apuñalarme, Hombre Oscuro. Si no lo haces, viviré, como te prometí.

Ataron a Jofr tan firme pero tan confortablemente como pudieron. Stark ordenó a los perros que vigilaran y le deseó buenas noches a Ashton, que levantó los ojos con una brusca y sorprendente sonrisa.

—A decir verdad, Eric, ni creo que lo consigamos ni que vuelva a ver Pax. Pero es bueno recuperar las viejas costumbres. ¡Nunca me gustó demasiado la oficina!

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