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Authors: Leigh Brackett

Los perros de Skaith (17 page)

BOOK: Los perros de Skaith
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—Es a ellos a quienes hemos venido a prender —gritaba Baya—. ¡Dejad que los traidores de Tregad sigan escondidos detrás de sus murallas! ¡No les necesitamos! ¡Matad al Hombre Oscuro! ¡Matad a la puta! ¡Matad! ¡Matad! ¡Matad!

Saltó de la carreta y corrió sobre la hierba, desnuda, ligera, ágil, con los cabellos revoloteando a sus espaldas. Su nombre significaba «Graciosa», y lo era. Gerd gruñó, erizó el lomo y apretó la cabeza contra la rodilla de Stark.

«N´Chaka, ¿matar?»

El sangriento rugido de la multitud resultaba terrible. Los Errantes avanzaron, en grupos, formando manchas coloreadas, en espiral, hasta que toda su masa estuvo en movimiento. No iban armados más que con bastones y piedras, todo lo más, cuchillos. Un conjunto de armas tan dispar como ellos mismos. Pero eran por lo menos cuatro mil y no tenían miedo.

Los Fallarins formaron el semicírculo. Empezaron a cantar.

Los guerreros de las tribus formaron una V con Stark y Halk en las puntas y los aldeanos entre los flancos.

—Arqueros —ordenó Stark—, agrupaos. Derechos hacia la puerta. Por encima de todo, que nadie se detenga.

El primer golpe de viento lanzó a Baya por los suelos. Su cuerpo rojo y plata rodó por la hierba. Los Fallarins se adelantaron, inclinados en las sillas, aleteando, lanzando voces roncas e imperiosas. ¿Magia? ¿Fuerza mental? En todo caso, los vientos obedecieron. Giraron, se agitaron, azotando cabellos y ropas, bombardeando a los Errantes con hojas, ramas, espigas pisoteadas, quemándoles y cegando sus ojos.

La multitud dudó, titubeó. Los vientos hacían que los grupos tropezasen unos con otros, creando una inamovible confusión.

Stark alzó un brazo. Un Hann de capa púrpura se llevó un cuerno a los labios y emitió una estridente llamada.

«¡Matad ahora!» Les ordenó a los perros.

Puso la montura al galope y oyó que los suyos le imitaban. Gerd corría junto a su rodilla. Los vientos cesaron tan bruscamente como empezaron. Las cuerdas de los arcos chasquearon. Vio caer a varios Errantes. Se abrió un pasillo ante él; se lanzó sin dudarlo.

Fallarins y Tarfs se adelantaban rápidamente sobre los flancos de la V. Las monturas empezaban a tropezar en los cuerpos. Halk lanzaba un grito de guerra que Stark escuchó ya otra vez, en la plaza de Irnan:

—¡Yarrod! ¡Yarrod! ¡Yarrod!

Stark observaba las puertas de Tregad, siempre lejanas, siempre cerradas. La compacta masa de los Errantes les separaban de ellas. Eran demasiados. Las espadas se alzaban y descendían con creciente desesperación. Los perros no podían matarlos a todos, ni hacerlo deprisa. La horda ululante lanzaba una cascada de piedras. Armas rudas, sin gracia ni belleza. Pero eficaces. Stark animó a sus hombres negándose a admitir una visión que parecía una pesadilla: la multitud tragándoles por la fuerza del número.

Pesada, lentamente, con una lentitud casi onírica, las puertas de Tregad se abrieron.

Un río de hombres se derramó por ellas. Eran varios centenares. No se trataba de una salida aventurada, sino de un ataque en toda regla. Se lanzaron contra los Errantes con la ferocidad generada por un viejo odio al fin saciado, regando los campos con sangre en venganza por el grano destruido.

Arqueros y honderos aparecieron en las almenas. Salía la tropa. La compacta masa se desgajó y los Errantes empezaron a huir. Hombres armados avanzaban en medio del caos, matando. El desgajamiento se convirtió en huida generalizada. Los Errantes escapaban hacia las colinas, dejando los cadáveres de los suyos amontonados sobre la destrucción que ellos mismos habían causado.

Una cierta calma se abatió sobre el campo de batalla. Los tregadianos deambulaban entre los heridos o se apoyaban en las armas para contemplar a los extranjeros. Stark hizo el recuento de los suyos. Algunos resultaron heridos por piedras y uno de los Tarfs había muerto. Faltaban tres campesinos. Envió a Sabak con algunos hombres en su busca.

Alderyk miró a los Errantes que huían, todavía perseguidos por la tropa montada y los infantes más enérgicos.

—Al menos en el norte helado, no tenemos algo así —comentó.

—Tenéis a los Corredores.

—No pretenden ser humanos y no tenemos que darles de comer —replicó Alderyk.

La tropa montada volvió tras perseguir a los Errantes. La comandaba un hombre de cierta edad, todo cejas y pómulos, con nariz de águila y mentón decidido. Mechas de cabellos grises le sobresalían de un bonete redondo y duro, de cuero repujado. Su túnica también de cuero parecía ajada, manchada, y la espada carecía de ornamentos pero su hoja era larga y el pomo fuerte; un arma hecha para ser utilizada.

Sus ojos negros estudiaron a Stark, luego se desviaron de Gerrith y Ashton, a los Fallarins, los Tarfs, los perros y Tuchvar. La mirada poseía juventud y brillaba por una colérica excitación.

—Cuentas con talentos muy variados, Hombre Oscuro.

—¿Has esperado tanto tiempo sólo para eso? —preguntó Stark—. ¿Para ver de lo que éramos capaces?

—Estaba impresionado. Además, te metiste en medio de mi ataque. Podría exigirte una explicación de por qué no esperaste a que estuviéramos listos.

Volvió a enfundar la espada.

—Soy Delvor, Señor de la Guerra de Tregad.

Se inclinó, erguido y cortés, ante Alderyk y los Fallarins.

—Señores, sed bienvenidos a mi ciudad.

Saludó a los demás uno por uno.

—Llegáis en un momento poco habitual. Los adornos de los muros todavía están calientes.

Bruscamente, se volvió hacia Stark.

—Hombre Oscuro, he oído varias versiones, todas procedentes de Heraldos y Errantes. Ahora quiero saber la verdad. ¿Ha caído la Ciudadela?

—Sí. Pregúntale a Ashton, que estaba allí prisionero. Pregúntales a los Perros del Norte, que eran sus guardianes. Pregúntales a los Hombres Encapuchados, que lo supieron de la propia boca de Gelmar, Primer Heraldo de Skeg.

Delvor inclinó la cabeza ligeramente.

—Estaba seguro, aunque los Heraldos lo negaban y los Errantes alegaban que era mentira. Pero lo que es raro...

—¿Qué es raro?

—Los Señores Protectores. Los todopoderosos que moraban en la Ciudadela. ¿Dónde están? ¿Sólo eran un mito?

—Existen —replicó Stark—. Son viejos, Heraldos rojos llegados a la cima de la jerarquía. Sólo son siete. Visten togas blancas y toman las últimas decisiones, tranquilos y lejanos, sin apremiarse por las necesidades del momento. Promulgan las leyes que rigen vuestro mundo, pero ahora lo hacen en Ged Darod, no en la Ciudadela.

—En Ged Darod —exclamó Delvor—. Los Señores Protectores, inmortales, inalterados... siete viejos expulsados de la cama y la inmortalidad, buscando refugio en Ged Darod... ¿Me estás diciendo exactamente eso?

—Sí.

—¿Y no es un hecho conocido? ¿Los fieles no se lamentan, no claman su dolor? Esta carroña humana lo ignoraba.

—Acabarán por saberlo —repuso Stark—. Los Heraldos no podrán mantener el secreto mucho tiempo.

—No —cortó Halk—. Pero tampoco están obligados a decir la verdad.

Parecía casi el mismo de nuevo, con la espada ensangrentada y el rostro cubierto por el sudor del combate.

Con una risa burlona, se dirigió a Stark.

—Los Señores Protectores serán más difíciles de matar de lo que pensabas, Hombre Oscuro.

—Venid —pidió Delvor—, carezco de toda cortesía.

Cabalgaron hacia las puertas, y los soldados de Tregad les aclamaron de modo espontáneo.

Stark alzó los ojos hacia los Heraldos colgados.

—Por casualidad, ¿el rojo no sería Gelmar?

—No, se trataba de nuestro Primer Heraldo, un tal Welnic. No era un mal hombre hasta que decidió imponer lo que consideraba su deber.

—¿Qué ha pasado?

La negra mirada de Delvor se paseó por los Errantes muertos, tendidos sobre el grano perdido.

—Salieron de las colinas esta mañana. Los dioses saben que nosotros estamos ya acostumbrados a esas cosas, pero normalmente venían grupos pequeños que entraban y salían. Éstos eran millares y tenían un objetivo. No nos gustaron. Cerramos las puertas. Uno de ellos...

Señaló a un Heraldo verde cuyo cadáver se balanceaba suavemente al compás de la brisa.

—... un tuerto un poco loco me parece a mí, iba a su cabeza. Nos llenó de insultos y Welnic insistió en que le franqueáramos la entrada. Le hicimos entrar por la poterna y dejamos fuera a toda la chusma. Era un enviado de Ged Darod. Pensaba que tú vendrías tarde o temprano a levar tropas para Irnan y esperaba atraparte en mi ciudad. Aquello no me habría molestado, puesto que todavía no habíamos tomado ninguna decisión...

—Esperabais noticias del norte —dijo Halk.

—Las profecías son como son —replicó Delvor con frialdad—, pero no se declara la guerra por la afirmación, sin más, de que va a producirse tal o cual cosa.

—No era el caso.

—Era tu profecía. Preferimos esperar.

Haciendo un gesto impaciente, volvió a su tema.

—Los Errantes fueron enviados para apoderarse de nuestra ciudad y asegurarse de que no te ayudaríamos. La población de Tregad debía servir de rehén. Ged Darod pensaba que dudaríais en emplear vuestras armas contra nosotros y que así seríais más fácilmente desarmados y capturados. Nos negamos a exponer a nuestros ciudadanos a tal peligro. El muy loco, el cerdo del tuerto, nos aseguró que si morían algunos de los nuestros sería por una buena causa, y nos ordenó abrir las puertas a su chusma, que no dejaba de amenazar y destrozarnos los campos. Nuestra cólera aumentó cuando Welnic quiso obligarnos a obedecer. Tras nuestras negativas, los Heraldos intentaron abrir las puertas por sí mismos. Y vosotros podéis ver dónde han terminado.

Su ardiente mirada les apuñaló.

—Nos llevaron a un punto sin retorno. Nunca nos habríamos decidido, y estaríamos todavía discutiendo. Pero nos llevaron hasta donde no podíamos volver.

—Igual que en Irnan —explicó Stark.

Podía distinguir claramente las facciones de los ahorcados. A pesar de la deformación y la palidez, no podía dudar de la identidad de la cara marcada por una pálida cicatriz que le recorría desde la frente al mentón.

—Vasth —susurró Stark.

Halk reconoció su trabajo y, brutalmente, dijo:

—No perseguirá a más gente honesta. Habéis hecho un buen trabajo, Delvor.

—Ojalá. Mucha gente será de otra opinión.

—Hay algo que me sorprende. En Tregad, ¿no había una guarnición de mercenarios, como en Irnan?

—Sólo un destacamento simbólico. El resto fue enviado al asedio de Irnan pues los Heraldos tienen muchas ganas de que la ciudad caiga. Mis hombres están muy bien entrenados. Me ocupo yo mismo. Pudimos controlar a los mercenarios.

Franquearon el largo túnel de la puerta y llegaron a la plaza, un espacio pavimentado rodeado por muros de color miel. Pequeños grupos hablaban en voz baja, sorprendidos por la rapidez de los acontecimientos. Al ver entrar la cabalgata, se quedaron en silencio, mirándoles. Al ver al Hombre Oscuro y a la puta irnaniana, pensó Stark, preguntándose si Baya se habría salvado por segunda vez.

Fatigados, desmontaron. Sus cabalgaduras, las altas bestias del desierto, tan incongruentes en aquel lugar, estaban muy delgadas y agotadas. Los tribeños se sacudieron el polvo de las capas y se irguieron fieramente. Bajo los capuchones, sus rostros velados ofrecían una impresión de impasible altanería. Sus feroces ojos miraban al vacío, negándose a quedar impresionados por las multitudes o los edificios.

Los Fallarins, ligeros como gatos alados, echaron pie a tierra hábilmente. Los cien Tarfs, en tranquila formación, parpadeaban contemplando a los habitantes de Tregad.

—Me sorprende —expresó Ashton— que Gelmar no haya venido personalmente a Tregad.

—Probablemente tendrá que hacer algo más importante —replicó Stark.

Su rostro se endureció.

—En cuanto lo que ha ocurrido hoy se sepa en Ged Darod, Gelmar irá a Skeg a cerrar el puerto estelar.

20

Hacía calor en los bosques: Calor, umbría, sensación apacible. Las espesas ramas ocultaban el Viejo Sol. El vallecito estaba rodeado por arbustos floridos y la tierra cubierta de un musgo dorado. Un minúsculo arroyo susurraba, casi tan bajo que apenas podía oírsele. Los olores eran suaves e incitaban al sueño. Ocasionalmente, trinaba un pájaro, alguna criatura correteaba, o las monturas, de pelaje hirsuto y marrón, relinchaban con satisfacción. Un lugar muy agradable en el que descansar al mediodía, tras los desiertos helados, los vientos cortantes y las agotadoras galopadas. A Tuchvar le costaba trabajo mantener los ojos abiertos; pero era necesario. Estaba de guardia.

Como conocía el camino de Ged Darod y era capaz de contener a los perros, el Hombre Oscuro le eligió como guía y compañero. A él, a Tuchvar.

Los Perros dormían; trece inmensos cuerpos blancos tendidos en el musgo. Tuchvar estaba triste al verlos tan delgados e intentaba convencerse de que mejorarían. Los animales se estremecían, gimoteaban y rezongaban en sueños. Tuchvar era consciente de esos sueños: fugitivos recuerdos de cazas, combates, acoplamiento, comidas, matanzas. Los perros más viejos recordaban la bruma, la nieve y las libres carreras de la jauría.

El Hombre Oscuro también dormía. La cabeza de Gerd se apoyaba en su muslo y Grith roncaba al otro lado. Tuchvar le miró de soslayo, con la impresión de que era un intruso, temiendo que en cualquier momento se abrieran los extranjeros ojos claros y sorprendieran su indiscreción. Incluso en el sueño, el Hombre Oscuro era poderoso. Tuchvar sentía que si se arrastraba hacia aquel cuerpo musculoso, calmado y tendido como el de los perros, por mucha prudencia que pusiera, el cuerpo saltaría un segundo antes de que llegase a él y aquellas manos de largos dedos le asirían de la garganta. Pero no le matarían antes de que el cerebro que se ocultaba tras los ojos desconcertantes hubiera reflexionado y tomado una decisión.

Dominio de sí mismo. Era aquélla la fuerza que se percibía en el Hombre Oscuro. Una fuerza que sobrepasaba la fuerza física. Una fuerza que el hombre tan alto de la enorme espada no poseía. Quizá aquélla era la razón de su violento antagonismo hacia Stark.

Tal vez, sabiendo que no poseía aquella fuerza, la envidiaba.

El rostro de Stark fascinó a Tuchvar desde su primer encuentro en Yurunna. Le encontraba dueño de una belleza muy personal. Sutilmente extraña. Un rostro pensativo, moreno, una estructura que podía haber sido forjada en hierro antiguo. Un rostro de guerrero, lleno de cicatrices de viejos combates. Un rostro de asesino, pero carente de crueldad, y que, cuando sonreía, se parecía al sol que atravesaba las nubes. En la desarmada inocencia del sueño, Tuchvar vio en él algo que todavía no había detectado: tristeza. Parecía que, en sueños, el Hombre Oscuro recordaba cosas perdidas para siempre y lloraba por ellas, como si imitara a los perros.

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