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Authors: Leigh Brackett

Los perros de Skaith (13 page)

BOOK: Los perros de Skaith
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Toda la noche, los vientos rieron y bailaron en las estrechas calles de Yurunna. Los Yur levantaban los ojos cobrizos e inexpresivos y veían cual mortajas que llovieran sobre ellos, las hojas muertas desparramadas por los dedos del viento. Las chimeneas se derrumbaron. La oscuridad estaba llena de desplomes y demoliciones. Las mujeres lloraban en la gran casa. Temblaron cuando las ventanas se abrieron y el viento atravesó las cortinas, y corrieron a proteger a los niños.

Los cuarenta Heraldos que supervisaban la educación de los Yur y los Perros del Norte, el crecimiento de los niños, el gobierno de la ciudad y los campos, se mostraron, en primer término, despectivos acerca del poder de los Fallarins. Ningún viento podía amenazar los fuertes muros de la ciudad. A medida que la noche avanzaba, la inquietud les fue dominando. La ciudad parecía haberse declarado su adversario; era un arma en manos del enemigo.

Sobre el muro y en las oscuras callejas, los Perros del Norte se estremecían, aunque habían conocido vientos más fríos. Aullaban siniestramente. Cuando los muros se derrumbaban sobre ellos, morían sin que pudieran hacer frente al enemigo. El rostro del Señor de los Perros, con el rictus de severo dolor de un hombre con el corazón destrozado, se hizo aún más trágico.

No había terminado.

Los vientos jugaron con el fuego.

Los fanales y las antorchas cayeron. Las lámparas se derribaron. Las llamas empezaron a saltar; los vientos soplaron y crearon torbellinos y tormentas rojas y doradas. Por encima de Yurunna, el negro cielo se iluminó.

Los Heraldos combatieron los incendios con un mínimo de tropas Yur, no atreviéndose a desguarnecer el muro. Temían el asalto de seres voladores capaces de vencer lo invencible y lanzar cuerdas a los hombres desprovistos de alas.

Al amanecer, cuando los incendios empezaban a ser dominados, los vientos atacaron varios puntos, derribando sobre el muro los calderos de aceite y los depósitos de fuego griego. Tumbaron los inmensos antorcheros que ardían a cada lado de las almenas. Los incendios destruyeron las catapultas y llegaron a los almacenes en los que había más aceite y kheffi. Ni Heraldos ni Yur descansaron durante todo el día.

Stark supuso en cierto momento que los Fallarins descansaban. No quería saber lo que hacían. Cabalgó entre las tribus, asegurándose de la buena marcha de los preparativos.

Por la noche, los defensores de la ciudad habían reparado los daños del muro y situado nuevas catapultas, calderos y recipientes.

Cuando la oscuridad fue completa, la sádica y alegre canción volvió a oírse, así como el consabido aleteo. De nuevo, los vientos acecharon, jugaron, destruyeron y mataron.

Sin embargo, les resultó difícil incendiar nada, pues, aquella noche, no había ni antorchas, ni fanales, ni lámparas. Pero pese a todo, lo consiguieron. Dieron vida a brasas moribundas, arrojaron nuevos calderos al suelo, nuevas antorchas; las catapultas y los Yur cayeron del muro y de los torreones de la puerta. Al alba, una nube de humo cubría Yurunna, y sus defensores no encontraron descanso.

Durante tres largas noches, los vientos jugaron con Yurunna. Al amanecer del cuarto día, Alderyk, más delgado, con la mirada perdida, buscó a Stark. Su aspecto era de águila en período de muda.

—Ahora te toca a ti, Hombre Oscuro. A ti, a las Casas Menores y a los Perros Demonios. Te hemos abierto el camino. Síguelo.

Volvió a su campamento con pasos rápidos, haciendo volar la arena. Halk le vio partir y dijo:

—Ese hombrecillo es todo un enemigo.

Halk había dedicado los días de inactividad a realizar ejercicios marciales. Todavía le dolían las heridas y no había recuperado toda su fuerza. Sin embargo, la mitad de la fuerza de Halk era muy superior que la de la mayoría de los hombres.

Hizo girar la espada.

—Cuando entremos en la ciudad, seré un escudo a tu lado.

—Tú no —dijo Stark—. Simon, tampoco. Si caigo, los dos tendréis mucho que hacer.

Stark envió un mensaje a los jefes. Luego pasó un tiempo con Ashton y con Gerrith. Comió, durmió. Pasó el día.

Para Yurunna, aquella noche empezaba como las demás; a los Heraldos les parecían que llevaban así una eternidad. Los torbellinos bailarines provocaban la muerte a su alrededor, por encima de ellos. La arena y la falta de sueño les quemaban los ojos enrojecidos. Sus músculos estaban doloridos. Súbitamente, percibieron que la oscuridad encerraba movimientos.

Intentaron localizarlos. Los vientos les azotaron con polvo, cegándoles, acumulando más destrucción en los muros. Dos, tres veces, los Heraldos reemplazaron las defensas de la puerta, limpiando los escombros para que los Yur tuvieran sitio para combatir. De nuevo, los calderos y el kheffi destinado al fuego griego caían sobre la plaza. Los torbellinos martilleaban la puerta de hierro, que se tambaleaba lamentándose con ruidos sordos.

«Cosas». Dijeron los perros de Yurunna.

El Señor de los Perros, dos adjuntos y dos aprendices, los mantenían fuera de la plaza, lejos de las llamas.

«Vienen cosas».

«Matad». Ordenó el Señor de los Perros.

Los perros enviaron Miedo.

Treinta Tarfs, quince a cada lado, llevaban un ariete hecho con un árbol verde abatido junto a las fuentes de Yurunna. Avanzaban por la sinuosa ruta que conducía a la puerta. Otros veinte les acompañaban, formando la tortuga por encima de sus cabezas. El Miedo no hacía presa en ellos.

«Cosas no tienen miedo de nosotros». Dijeron los perros.

Y se atemorizaron ellos mismos; con un miedo nuevo, añadido al de los extraños vientos, a los ruidos inexplicables, al olor de la muerte.

«Vendrán hombres que tengan miedo». Dijo el Señor de los Perros.

Era un Heraldo muy alto. Bajo la vieja cota de malla, su túnica era del color rojo oscuro del más alto rango, inferior únicamente a los Señores Protectores. Desde el tiempo en que fuera un aprendiz gris procedente de Ged Darod, había vivido y trabajado con los Perros del Norte. Los amaba. Amaba su ternura y ferocidad. Amaba sus cerebros, en los que tan fácilmente leía. Amaba compartir su simple placer por matar. Cada perro que se llevaron los vientos brujos, le partió el corazón. Pero no era ése su mayor motivo de dolor: cada perro de los nueve renegados que le arrebatara un hombre de otro mundo llamado Stark, que no era ni hombre ni bestia, le partía algo más que el corazón.

Los Señores Protectores llegaron, aquellos hombres augustos y santos a los que sirvió durante toda su vida, educando y adiestrando a los perros antes de enviarlos al norte para guardar la Ciudadela de cualquier intrusión. Mas sus perros, ¡sus perros!, no la habían protegido, la habían traicionado, habían seguido al blasfemo de otro cielo que negó su poder. La Ciudadela era una ruina ennegrecida y los Señores Protectores tuvieron, ¡qué vergüenza!, que buscar refugio en Yurunna.

Fueron generosos, pues le absolvieron de toda culpa. Sin embargo, eran sus perros. Y su deshonor.

Tras los Señores Protectores, Gelmar llegó con tanta prisa que su montura se derrumbó, muerta, ante la puerta. Los Ochars habían sido vencidos. Yurunna estaba sola contra el ejército del norte; el jefe de aquel ejército era Stark, con los nueve perros traidores.

Gelmar y los Señores Protectores siguieron rumbo a Ged Darod, huyendo. Como se temían, Yurunna iba a caer. Desde la muralla, el Señor de los Perros vio a un hombre moreno, muy alto, en una montura moteada. Daba vueltas alrededor de los muros, y nueve perros blancos corrían a su lado.

El Señor de los Perros les habló a los suyos, a los veinticuatro que le quedaban, la mitad de los cuales no eran animales adultos. Les habló con suavidad, pues los más jóvenes temblaban.

«Esperad. Ya mataréis».

El ariete entró en acción. El profundo y rítmico sonido gruñó por encima de Yurunna.

Sonaron las trompetas, llamando a los Yur para la defensa de la puerta.

A lo largo del muro, las defensas, muy menguadas ya, menguaron más aún. Numerosos arsenales habían sido incendiados y destruidos los puestos de tiro. Debido a las calles atestadas de escombros procedentes de las casas arrasadas por el fuego y el viento, las tropas no podían desplazarse fácilmente. No podían circular con libertad por el muro.

Muchos defensores de la muralla llegaron a la puerta.

Cuando el viento amainó, vieron que una horda de hombres se había reunido en la llanura y subía por el sinuoso sendero.

Stark estaba bajo el muro con los perros y cincuenta Tarfs conducidos por Klatlekt. La mitad de los Fallarins, con el resto de los Tarfs y un tercio del ejército tribal, esperaba en los campos.

«Matad». Ordenó Stark. «Liberad el muro».

Los perros formaron dos filas y proyectaron Miedo contra los Yur de lo alto de las murallas.

Cuando aquella parte del recinto quedó despejada, los Fallarins se alzaron, con la fuerza de sus alas, por el inviolable acantilado del infranqueable muro. Ataron cuerdas de cuero trenzado en las almenas.

Espadas y escudos colgaban de las espaldas de los Tarfs que treparon a continuación. Algunos se dispusieron a conservar aquella parte de la empalizada. Otros lanzaron escalas de cuerda y ayudaron a subir más guerreros.

Stark obligó a los testarudos perros a que se pusieran unos arneses. Los Tarfs los izaron, sin preocuparse de su furia y terror. Stark ascendió tras ellos. A cada lado, llegaban los Rojos Krefs y los Verdes Thorns.

Los Fallarins recuperaron sus monturas y se alejaron.

Sobre la cima del muro, Stark reunió sus tropas: Klatlekt, veinte Tarfs y los perros. Se dirigió hacia la puerta.

Los perros olvidaron la humillación de las correas. Una oscura excitación los poseía, un salvajismo mezclado con aprensión.

«Muchos cerebros, N´Chaka. Demasiados. Todos con odio. Todos rojos. Rojos. Rojos».

En la plaza, entre el retumbar del ariete, los perros de Yurunna dijeron:

«Venir cosas. Allí, sobre el muro. También hombres. También perros».

«¿Perros?»

«Sí».

El Señor de los Perros acarició las rudas cabezas.

«Bien». Dijo. «Está bien».

Advirtió a los Heraldos capitanes que los invasores se encontraban en el muro. Impartió órdenes a sus dos adjuntos y a los dos aprendices. Todos eran Heraldos, aunque de rango inferior y de la última categoría. Como él mismo, nada tenían que temer de los Perros del Norte.

Todos estaban agotados. El miedo hacía que los aprendices resultaran totalmente inútiles. Pero aquello ya no duraría.

No llamó a los Yur. Los perros renegados los matarían antes de que pudieran lanzar una flecha o alzar una lanza. Y los capitanes necesitaban a todos los hombres.

Habló con su perro favorito, una vieja hembra llena de sabiduría.

«Perros, Mika».

Gruñendo, pensando en lo que se avecinaba, Mika señaló el camino.

Sobre el muro, Gerd, súbitamente dijo:

«N´Chaka. Vienen a matar».

16

Stark avanzó lo suficiente sobre la curva del muro como para ver la parte superior del torreón del norte. Tras él, los guerreros se diseminaban sobre la muralla, ayudados por los fuertes brazos de los Tarfs. Todavía podían ser rechazados si los perros de Yurunna extendían entre ellos la muerte y el terror.

Stark descendió los escalones de piedra y se encontró en la calle, seguido por Klatlekt y los veinte Tarfs.

Con la cabeza baja, los perros lloriquearon.

«Señor de los Perros». Dijo Gerd. «Irritado».

A su mente acudieron lejanos recuerdos: del tiempo pasado, de los juegos con sus hermanos de camada, de un cerebro superior que daba órdenes e inspiraba respeto, el único sentimiento semejante al amor que un Perro del Norte podía experimentar.

«Va a matarnos». Dijo Grith.

«¿Cómo?»

«Con perros. Con su gran espada».

«Matar a N´Chaka». Pensó Gerd.

«A N´Chaka, no». Respondió Stark. Luego, despectivo: «Si tenéis miedo del Señor de los Perros, quedaos aquí. N´Chaka luchará por vosotros».

N´Chaka sabía que no tenía otra elección. Era la razón de la presencia de los Tarfs. Pero se sentía responsable de aquellas monstruosidades telépatas que se habían convertido en sus aliados. Las había hecho traicionar a sus amos deliberadamente, sabiendo que no podían entender lo que hacían. Le siguieron, sirviéndole bien; le pertenecían. Su deber era combatir por ellos.

—No toquéis a los míos —le ordenó a los Tarfs.

Tomó una calleja que conducía hacia el interior. Sabía que los perros de Yurunna le encontraría, y quería que aquello ocurriese lo más lejos posible de los hombres de las Casas Menores.

Gerd aulló. Luego, ladró, imitado por Grith y el resto de la jauría. Siguieron a Stark y el terrible desafío que lanzaban les precedió por las calles silenciosas y llenas de piedras en las que no se escuchaba otra cosa que el martilleo del ariete.

Los perros de Yurunna lo escucharon. Los jóvenes lloraron en parte de miedo, en parte de excitación. Una ferocidad desconocida se apoderó de ellos. Los viejos lanzaron llamadas de atención y sus ojos brillaron con una mortal llamarada. Las antiguas ataduras quedaron olvidadas mucho tiempo atrás. Aquellos eran invasores de su territorio que seguían a un jefe de manada desconocido que no era ni perro ni Heraldo.

«Matar». Dijo el Señor de los Perros. Y matarían con alegría.

Las calles no estaban demasiado destruidas. En aquella parte, los edificios de piedra habían resistido a los vientos y las llamas. Los dos grupos avanzaban rápidamente; los cerebros de los perros les guiaban con alegría hacia su encuentro.

Contrariamente a Stark, el Señor de los Perros conocía las calles. Habló. Sus adjuntos y los aprendices obligaron a los perros a detenerse. Ante ellos se encontraba una placita; un cruce. Cuatro calles estrechas desembocaban en ella.

El Señor de los Perros esperó.

En la calle que corría pegada a la muralla, Gerd dijo: «¡Allí!» Y se lanzó a la carrera hacia la plaza.

Los nueve perros corrían con la cabeza gacha y el pelo erizado. N´Chaka les habría retenido, pero N´Chaka libraba su propio combate.

Cuando los Perros del Norte combatían entre ellos, en las ocasiones en que los machos luchaban por la supremacía de la jauría, empleaban cuantas armas poseían. El Miedo no mataba a un Perro del Norte, pero era un arma muy adecuada para herir y amilanar; el más fuerte contra el menos fuerte. En primer lugar, los perros de Yurunna no proyectaron Miedo contra los perros invasores. A una orden del Señor de los Perros, lo proyectaron totalmente contra el jefe extranjero.

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