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Authors: Leigh Brackett

Los perros de Skaith (19 page)

BOOK: Los perros de Skaith
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Una numerosa banda de Errantes se agarró a la capa de Stark, gritando:

—¡Palabras, peregrino! ¡Esta noche oímos palabras! ¿Estás dispuesto a escuchar la verdad?

Sus ojos eran vidriosos, su aliento cargado de drogas dulzonas.

—¿La verdad que destruye las mentiras y castiga el mal?

—¡Estoy dispuesto! —respondió Stark con voz tonante—. ¿Lo estáis vosotros? ¡Abrazaos! ¡Amaos!

Rieron y obedecieron. Una de las mujeres le abrazó y le besó. A través del velo, sus labios eran ardientes.

—Quédate conmigo al borde del camino. Te enseñaré lo que es el amor. —Mordisqueó el velo—. ¿Por qué te ocultas?

—Hice un voto —explicó Stark, apartándose con suavidad.

Se encontraba en un punto despejado del camino. Un hombre avanzaba solo, con los ojos fijos en las blancas torres de Ged Darod.

—Ayudan a los débiles, alimentan a los hambrientos, acogen a los desamparados. Los Señores Protectores son nuestros padres. Nos dan cuanto necesitamos.

El hombre lo repetía como una letanía. Stark miró su rostro y supo que se dirigía a la muerte.

A su espalda, en el camino, se levantó cierta agitación. Un grupo de jinetes se acercaba resuelto y rápido. No eran peregrinos.

Stark se metió en el grupo más próximo, apartándose del paso. Las monturas iban duramente guarnecidas. Los jinetes eran seis: cuatro de ellos, Heraldos. Los otros dos permanecían ocultos bajo capas y capuchones negros.

Alzando los ojos, Stark vio al pasar un rostro de pelaje de armiño con ojos inmensos y brillantes, como los de los seres que viven lejos del sol. Durante una fracción de segundo, creyó que aquellos ojos se miraron en los suyos, bañándolos con la dulce luz de las Tres Reinas.

Se alarmó. Pero la cabalgata siguió su camino. Aunque el hombre de la capa negra y los ojos brillantes le hubiera reconocido, no dio la alarma. Stark se levantó el velo y se echó el capuchón sobre la cara, volviendo a caminar, preocupado por lo que había visto.

Eran Hijos de Nuestra Madre Skaith, la gente de Kell de Marg, quienes vivían en las catacumbas que se extendían bajo las Llamas Brujas. Pensó que sabía quiénes eran: Fenn y Ferdic, los mismos que intentaron apuñalarle en la Sala de los Adivinos.

¿Qué hacían en Ged Darod, tan lejos hacia el sur, en aquel mundo a cielo abierto al que renunciaron miles de años antes? Ya tenía muchos enemigos en la ciudad. No quería tener más.

Los muros de Ged Darod se alzaban en la llanura y por encima de ellos se veía luz, como si los cubriera un domo brillante. Las puertas estaban abiertas; siempre lo estaban. Había doce puertas. En cada de una de ellas desembocaba un camino. Los ríos de peregrinos se vertían de aquel modo en la ciudad de los Heraldos.

Era una ciudad tan sonora como luminosa. Y el sonido provenía de las campanas. Colgaban de los techos, trepaban por las columnas, alrededor de las cúpulas doradas. Millares de campanitas que saludaban cada brisa, llenando el aire con un dulce tintineo.

En las calles olía a incienso. Las multitudes se mezclaban sin acritud, a pesar del número de peregrinos que aumentaba sin cesar. La gente se sentaba y se tumbaba junto a las paredes de las casas. Los balcones se veían sobrecargados. Como medida de higiene, corrían arroyuelos por canales de piedra; el incienso no era encendido sin razón. Era imposible alojar a todo el mundo y, de cualquier modo, los Errantes preferían las calles.

Stark no se interesaba más que por un único centro de acogida: el Refugio, donde los Errantes parían y dejaban a sus hijos para que los educasen los Heraldos.

Según las indicaciones de Tuchvar, reparó en un tejado escarlata de once niveles y se metió por las atestadas callejas.

22

Al tiempo que avanzaba se iba dando cuenta cada vez mejor del humor de la ciudad. Esperaba. Esperaba y contenía el aliento. Esperaba como un nervio tenso hasta el límite de su resistencia confiando en recibir alivio. Cada nueva llegada de peregrinos parecía exacerbar la tensión. La ciudad era como un dispositivo captador lleno a rebosar. Todo entraba en ella, nada salía. Sin embargo, la gente parecía vagar sin objetivo. Se paseaban por las calles, llenando los templos, las plazas, los jardines. Bailaban, cantaban, hacían el amor. Rezaban y salmodiaban. Había muchos albergues y lugares en los que alimento y bebida eran distribuidos a cualquier hora. Los Heraldos les facilitaban a sus hijos cuanto podían necesitar mientras los Heraldos de rango superior recorrían la ciudad para asegurarse de que todo estaba en orden.

En los enclaves más tranquilos de Ged Darod, entre el barrio de los templos y la ciudad alta, había hospitales y asilos para los enfermos y los viejos, hospicios para los huérfanos y abandonados, casas de reposo para los enfermos. Nadie era rechazado. Aunque la mayor parte de los acogidos adultos fuesen Errantes de cierta edad que, tras haber abandonado mucho antes su hogar y su familia, no tenían ninguna parte a dónde ir después de terminar sus largos años de vagabundeo.

Los templos eran magníficos. Los de los techos dorados estaban dedicados al Viejo Sol. Los otros, todos igual de hermosos, a Nuestra Madre Skaith, a la Madre de las Aguas, al Padre del Cielo y a varios aspectos de la Diosa Negra del Alto Norte y del sur antártico. Los peregrinos se deslizaban lentamente por aquellos vastos lugares, contemplando riquezas y bellezas como nunca antes habían visto. Silenciosos, impresionados, realizaban sus ofrendas, rezaban y se iban pensando que ayudaban a su mundo a vivir un poco más. Los que se sumían en el éxtasis se quedaban así hasta que los guardianes del templo se los llevaban suavemente.

Así eran los grandes templos y los dioses más poderosos. Además, se podía contar una multitud de menor importancia. Ni siquiera Tuchvar podía decir cuáles eran aquellas divinidades ni cómo se las adoraba. Por la noche, en los dormitorios de los aprendices, se contaban cosas muy extrañas. Quizá verdaderas, quizá falsas. Stark no dudada nada: en Skaith todo era posible.

Llegó a la Gran Casa del Viejo Sol, el mayor de todos los templos, de un esplendor sorprendente con techos dorados y pilares blancos, reflejados en el enorme estanque que se extendía ante su fachada. Un muro rodeaba el estanque, como dientes de piedra llenos de nichos en cada uno de los cuales ardía un cirio; un millón de llamas minúsculas iluminaban el agua. Los peregrinos se bañaban en el agua sagrada, a la luz sagrada de los simbólicos cirios que representaban la luz del Viejo Sol que expulsaba la muerte y las tinieblas.

Stark pasó por la derecha del estanque, dejó atrás el templo y penetró en una calle en la que vendedores de recuerdos ofrecían símbolos solares de toda especie. Tuchvar le dijo que al final de aquella calle vería los muros que protegían el Refugio.

De un blanco puro bajo la luz de las Tres Reinas, los edificios de la Ciudad Alta se elevaban por encima de los techos multicolores como un acantilado. Inmensas filas de pequeñas ventanas de idéntico tamaño testimoniaban miríadas de salas que se ocultaban en cada blanca fachada. Tras ellas, se ocultaban numerosos edificios: un vasto complejo de casas, seminarios, colegios, despachos... todos prohibidos al público. Coronándolo todo, el Palacio de los Doce, que ocupaba el segundo puesto, tras la Ciudadela, en la jerarquía dé los Heraldos.

Como las demás, la calle era un hervidero. Stark avanzaba como un caracol, sin intentar abrirse paso, bajando la cabeza cuando aparecía un Heraldo. Se esforzaba por descubrir el Refugio, esperando poder acercarse sin llamar la atención.

Nunca lo vio.

Una campana de voz profunda resonó, por alguna parte entre las blancas torres. El dulce canto de las campanitas quedó ahogado inmediatamente en aquella tonante campanada, como susurros de querubines cubiertos por la voz de Dios.

Era la llamada que esperaba la ciudad. En todo Ged Darod la gente dejó de vagar y se encaminó hacia un punto concreto.

Prisionero de la marea humana, Stark avanzó con ella. La corriente le llevó por calles adyacentes, lejos del Refugio, hasta una vasta placa bajo la ciudad alta, donde un portal rematado por una arcada taladraba el blanco acantilado de innumerables ventanas. El portalón daba a un túnel con una escalinata que subía más allá de donde llegaba la vista. Por encima del portal se veía una pequeña plataforma adelantada, como el escenario de un teatro.

La profunda campana volvió a retumbar por encima de los techos brillantes, regular, hipnótica, despertando ecos en los tímpanos y los corazones. Los fieles llenaron la plaza; las calles que la rodeaban estaban bloqueadas por masas humanas. Stark no podía hacer nada salvo intentar dirigirse poco a poco hacia algún punto del extremo de la plaza, donde no había casas. La multitud era tal que no se podía ver lo que había en aquel lugar. Fuera lo que fuese, tenía que llegar: era la única abertura, la única evasión posible de aquella trampa móvil, gritona, maloliente, formada por una multitud de cuerpos.

La campana se calló.

Durante un instante, el sonido continuó escuchándose en los oídos de Stark; luego, gradualmente, el dulce tintineo que parecía muy lejano se dejó oír nuevamente.

Otra compañía de Heraldos vestidos de azul, con antorchas, descendió por los peldaños del portón. Colocaron las antorchas en unos candelabros situados alrededor de la plataforma, retrocedieron y esperaron.

Una compañía de Heraldos verdes bajó y formó.

Una espera, interminable, arrancó un gemido casi doloroso en la multitud.

Llegaron los Heraldos rojos, manchas escarlatas moviéndose a la luz de las antorchas. Acudieron en procesión, formados de cuatro en fondo, y subieron a la plataforma. En su centro se encontraban los Señores Protectores, vestidos de un blanco inmaculado.

La multitud respiró sonoramente cuando los siete hombres vestidos de blanco levantaron instigados murmullos que corrieron por la plaza como la espuma de las olas.

—¿Quiénes son? ¿Qué Heraldos visten de blanco?

Naturalmente, adivinó Stark. Ellos no lo sabían, ni podían saberlo. Nunca antes, hasta aquel preciso momento, habían visto a ningún Señor Protector.

Sintió una fría premonición de lo que iba a pasar. Un Heraldo rojo avanzó por la plataforma y levantó la vara de mando.

—¡Hijos míos!

Su voz ronca y sonora alcanzaba una extraordinaria distancia. En los puntos en que no era audible, otras voces transmitían el mensaje hasta llegar a los confines de la multitud.

—¡Hijos míos, esta noche os traerá grandes noticias! Es una noche de alegría, una noche de esperanza. Los mensajeros de los Señores Protectores han venido del Alto Norte para hablar con vosotros. ¡Guardad silencio y escuchad!

Retrocedió, cediendo el sitio a uno de los hombres de blanca túnica.

Ferdias. Incluso a aquella distancia no se podía equivocar con su altanero aspecto y noble cabeza.

La multitud ladeaba haciendo un esfuerzo intenso para guardar el más absoluto silencio.

—Hijos míos —empezó Ferdias. Su voz era una bendición, un río de amor—. Hijos míos, estos tiempos son turbulentos. Habéis oído muchas cosas difíciles de entender... profecías funestas, noticias de revueltas, de desobediencia, de asesinatos de Heraldos...

La multitud gruñó como una monstruosa bestia.

—Habéis oído uno y mil cuentos. Os dirán que la profecía es verdad, que la Ciudadela ha caído por los sacrílegos ataques de un extranjero y que los propios Señores Protectores han sucumbido.

Con las manos alzadas, Ferdias esperó a que cesara el tumulto.

—¡Eso, hijos míos, no es verdad! La Ciudadela ni ha caído ni puede caer. No es de piedra y madera, no es algo que una antorcha pueda prender. Está construida de fe, amor, una ciudadela espiritual contra la que ningún hombre puede atentar. Los Señores Protectores que viven en ella, inalterados, inmortales, velando desde siempre y para siempre por vuestras necesidades, no pueden ser atacados por hombre alguno. Nosotros, sus humildes servidores, que gozamos del privilegio de oír sus deseos, hemos sido enviados por ellos para rogaros que olvidéis todas esas mentiras y para haceros saber que estáis, como siempre habéis estado, seguros y protegidos por su afecto hacia vosotros.

Bajo la cubierta del tumulto, Stark consiguió deslizarse paulatinamente hacia las lindes de la muchedumbre. Aullaba de alegría, como los demás, mientras la rabia le desgarraba las entrañas. ¡Tanto como le costó destruir la morada de los Señores Protectores! Había una buena razón para construir la Ciudadela en un punto inaccesible; recordó la cínica observación de la Hija de Skaith: la invisibilidad es una condición esencial de la divinidad. ¿Quién podría decirle a aquel gentío lo que los Señores Protectores eran realmente?

Ferdias hablaba de nuevo. Su voz, tranquila y fuerte, resonaba paternal, firme, buena y leal.

—Todos los males que os atormentan provienen de un solo hecho: la llegada de navíos estelares. Los Señores Protectores han sido pacientes por los beneficios que esos navíos podrían proporcionarles a sus hijos. Y porque aman a todos los hombres y esperaban que los extranjeros, los hombres venidos de mundos que desconocemos, comprenderían y compartirían ese amor.

La voz se hizo restallante como un látigo.

—Pero no fue así. Los extranjeros portaban veneno. Animaron a nuestro pueblo para que se rebelara. Amenazaron nuestra fe. Atacaron las bases de nuestra sociedad. Ahora, los Señores Protectores han tomado una decisión. Los navíos deben abandonar Skaith. ¡Dejarla para siempre!

Un sutil cambio en la voz de Ferdias. Stark tuvo el sentimiento extraño de que el Señor Protector se dirigía a él directamente.

—Esta noche, el puerto estelar será cerrado. Nunca se volverá a hablar de emigración.

La voz se demoró. Luego, cruel, insistió:

—No habrá nuevas evasiones.

Aullando como los imbéciles que le rodeaban, Stark avanzó ligeramente y vio una balaustrada de piedra que confinaba a la multitud. Más allá, se apreciaban las copas de los árboles. Más lejos, pero invisibles, se alzaban los muros del Refugio.

Y en Skeg, donde los navíos estelares se levantaban como torres junto al mar, Gelmar debía estar reuniendo a sus tropas.

El Heraldo rojo volvió al primer plano, agitando la vara y pidiendo silencio a la multitud.

—¡Silencio! ¡Escuchad! ¡Eso no es todo! Tenemos razones para creer que el Hombre Oscuro, el maldito ser de la profecía, puede encontrarse en Ged, encontrarse entre vosotros en este mismo momento. En ese caso, llevará una capa con capuchón. Su rostro va velado y sólo se le ven los ojos. Le reconoceréis...

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