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Authors: Leigh Brackett

Los perros de Skaith (20 page)

BOOK: Los perros de Skaith
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Stark no esperó a saber si le reconocerían, ni siquiera a que se tomaran el tiempo suficiente para mirar. Como un toro, se lanzó contra la balaustrada y pasó por encima.

El maldito Hijo de Nuestra Madre Skaith, después de todo, le había reconocido.

23

Unas ramas de los árboles amortiguaron su caída. Un musgo suave como plumón le recogió seis metros más abajo. Stark aterrizó y giró sobre sí mismo, corriendo antes de que el primero de sus perseguidores, demasiado apresurado, se echase a gritar de dolor por la pierna rota.

Los movimientos de los árboles revelaban nuevos descensos, pero menos pronunciados. Un indescriptible tumulto reinaba en la plaza. Poca gente había visto saltar a Stark la balaustrada, y ni siquiera aquéllos podían estar seguros de su identidad. En Ged Darod, en aquel momento, todo hombre que llevase capa con capuchón debía proteger su vida o huir de la muerte, como Stark.

Conservó la capa hasta que estuvo fuera de la vista de sus perseguidores. Una glorieta cubierta con plantas trepadoras de inmensas flores le proporcionó abrigo. Se arrancó la capa y el velo, ocultándolas bajo las alfombras y cojines que cubrían el suelo, cuestión que le extrañó. Luego, volvió a correr, maldiciendo a Fenn... o Ferdic, cualquiera de los dos que le hubiera visto.

Aquel breve instante en el camino, cuando sus miradas se encontraron, debió quedar grabado en la mente del Hijo de Skaith, irritándole hasta que realmente fue consciente de lo ocurrido y empezó a rememorar. Debió acordarse del terrícola de la Sala de los Adivinos, donde intentaron matarle, y lo que pasó en la sala del trono de Kell de Marg.

—Sí, eran sus ojos —debió pensar—, su expresión, el mismo color. Juraría que es él.

¡Malditas sean las Tres Reinas! ¡Malditos sean los ojos nictálopes de los seres subterráneos!

No era seguro. No podía estar seguro. Pero, ¿qué tenían, o qué tenían que perder los Heraldos? Simplemente las vidas de algunos de los peregrinos asesinados por la multitud. ¡Escaso sacrificio frente a la esperanza de capturar al Hombre Oscuro!

Entre fuentes de agua perfumada, las glorietas eran cada vez más numerosas. Se veían grandes patios llenos de flores adornados con curiosas estatuas y extraños aparatos. Pabellones con colgaduras de seda escarlata y dédalos con salas secretas, y estanques de aguas plateadas; jaulas transparentes se balanceaban sobre altos postes de vivos colores; Stark sabía dónde se encontraba: en los Jardines del Placer de Ged Darod. Si no hubiera sido por la llamada de la campana, los jardines habrían estado llenos de gente entregada a diversos juegos, por grupos o en parejas.

Para Stark, no albergaba el edén ninguna alegría. Corría, utilizando todos los escondrijos posibles. Se había distanciado ampliamente de sus perseguidores. Pero aunque le hubieran perdido de vista, persistirían, rebuscando en cada oscuro rincón, intercambiando ladridos semejantes a los de los perros que persiguen un lobo.

Fuera de los jardines, Ged Darod debía estar en ebullición; las multitudes buscando víctimas llevadas por una loca sed de sangre. Stark sintió el peso de la ciudad, una entidad devoradora de la que casi era imposible escapar. Corría hacia el Refugio. Ningún lugar presentaba la menor esperanza. Si, por milagro, Pedrallon se encontraba todavía allí, gracias a él, Stark podría, quizá, salvar algo de las ruinas de Ferdias.

En los jardines descubrió un depósito, un depósito sin agua, pavimentado con mosaicos brillantes que representaban varios aspectos de la Madre Skaith como Diosa de la fertilidad. Pequeños pilares de alturas diversas lo rodeaban. En cada pilar se veía una percha en la que perezosamente aleteaba una criatura de alas iridiscentes: enormes criaturas, con los colores de las joyas, semejantes a mariposas con la única excepción de que los cuerpos eran luminosos.

Brillaban como lámparas de plata y efluvios perfumados brotaban de sus alas.

—Están borrachas de néctar, atracadas de miel —explicó una voz—. Sus sueños son dulces.

Stark vio a la mujer.

—Estaba de pie, junto a un pilar, con un brazo extendido para tocarle. Su traje, de un color gris brumoso, la envolvía con suavidad, dejando adivinar un cuerpo sensual y gracioso. Sus negros cabellos, formando un alto moño trenzado, se sujetaban con una diadema de plata labrada de forma extraña y adornada con una gema verde.

Sus ojos tenían el color del mar invernal, acariciado por un rayo de sol. Stark nunca había visto antes unos ojos como aquéllos. Eran como abismos luminosos en los que un hombre pudiera perderse y ahogarse.

—Soy Sanghalaine de Iubar, del Blanco Sur —le dijo la dama. Y sonrió—. Te esperaba.

—¡Otra profetisa, no! —exclamó Stark.

También él sonrió, aunque a lo lejos oía los gritos de sus perseguidores.

La mujer sacudió la cabeza y Stark vio otra silueta entre los pilares.

—Mi camarada Morn tiene el don de la comunicación mental. Es la costumbre de su pueblo, para quien cualquier tipo de lenguaje es difícil.

Morn se adelantó y se plantó detrás de la dama, sobrepasándola en altura. No es humano, pensó Stark. Ni una mutación deliberada, como las de los Hijos del Mar. Parecía un mamífero anfibio cuya evolución hubiera seguido un rumbo natural. Era imberbe, de piel brillante y clara en el pecho y oscura en el dorso; un perfecto camuflaje contra los predadores de aguas profundas. La piel lisa estaba cubierta de sudor, y el poderoso pecho se levantaba con cierta dificultad.

Morn llevaba un traje de cuero negro brillante, bordado con hilo de oro, de apariencia suntuosa; portaba un tridente cuyo largo mango estaba guarnecido con oro hilado y ristras de perlas.

—Cuando supimos que podías estar en la ciudad, supusimos que buscarías a Pedrallon. Nada más podía traerte hasta aquí. Nos quedamos cerca del Refugio y Morn intentó localizarte. Pero había tantos cerebros... Sólo cuando saliste de la multitud pudo reconocerte y decir dónde estabas. Entonces, nos dirigimos a tu encuentro.

Le tomó de la mano.

—Debemos darnos prisa.

Stark acompañó a Sanghalaine de Iubar y a Morn el de los ojos redondos, en silencio, deprisa. Los gritos de la jauría disminuyeron cuando salieron de los jardines y siguieron las callejas, una de las cuales les llevó bruscamente a un gran patio. Stark vio una carroza y un carro de carga con conductores humanos. Una escolta armada formada por seres muy semejantes a Morn esperaba junto a las monturas. La noche era oscura; la primera de la Tres Reinas ya se había puesto.

—Nos disponíamos a salir de Ged Darod cuando llegó el mensaje —explicó Sanghalaine—. Deprisa, Stark. Al coche.

—No. Estoy aquí para ver a Pedrallon.

—Se ha ido. Cuando se enteró de que tus tropas habían conquistado Yurunna, encontró un modo de escapar.

—¿Dónde está?

—Lo ignoro. Me prometieron llevarme hasta él.

Una nota imperiosa dominaba su voz. Habituada a mandar, no admitía que se pusiera en duda su autoridad.

—Nos hemos arriesgado mucho para salvarte, Stark. Sube, a menos que quieras morir en esta ciudad enloquecida.

Algo triste y lejano habló en su mente, como el distante chillido de una gaviota.

«Dice la verdad. No esperamos más tiempo».

En las manos de Morn, el pesado tridente se agitó.

La duda de Stark fue breve. Subió.

La carroza era un vehículo pesado, construido para viajes largos y sin que la estética hubiera representado ningún problema. Era de madera negra, esculpida y barnizada, con un techo de cuero delgado que protegía del sol y la lluvia a sus pasajeros. En el interior, había mantas y cojines sobre un suelo acolchado, de modo que una mujer pudiera viajar confortablemente. En la parte de atrás se abría un compartimento en el que eventualmente se guardaban más mantas y ropa para la noche o para climas más fríos. Estaba vacío. Obedeciendo a Sanghalaine, Stark se acomodó en el hueco. La mujer le echó por encima una manta y, ahuecando los cojines encima suyo, se apoyó.

Sintió su peso. Antes casi de que se hubiera instalado, la carroza ya estaba en marcha. Los duros cascos de los animales de tiro martilleaban las piedras. Se oía el ruido de las ruedas, los chasquidos de los arneses. Ningún otro sonido. Si Morn y los suyos poseían un lenguaje hablado, no lo empleaban.

Durante un momento, la cabalgata avanzó a buen paso hasta llegar a las calles más concurridas de Ged Darod.

En la caja de madera, los sonidos resonaban extrañamente. Voces rugientes, a veces indistintas, a veces con una claridad alarmante.

—¡Irnan! ¡Irnan! ¡Tomaremos Irnan!

Y también hablaban del Hombre Oscuro.

Los puños machacaron la carroza, sacudida por los envites de la multitud, a pesar de la escolta montada y armada. Su avance se hizo muy lento, pero no se detuvieron. Aquello duró mucho tiempo. Stark pensaba en si se estarían aproximando a una de las puertas. Luego, Sanghalaine habló secamente, tan bajo que apenas pudo escucharla.

—No te muevas. Heraldos.

La carroza se detuvo. Stark escuchó la voz ronca y sonora que habló sobre la plataforma.

—Tienes prisa por dejarnos, dama Sanghalaine.

La respuesta fue tan fría como las olas que acarician las laderas de un iceberg.

—Vine a pedir ayuda. Como no la he recibido, no veo razón para perder más tiempo.

—¿No sería más prudente esperar a la mañana?

—Si quieres saber la verdad, Jal Bartha, encuentro tu ciudad repugnante, y a toda esa chusma desalentadora. Prefiero alejarme de ambas cosas lo antes posible.

—Tu actitud es muy severa, dama. Ya te han explicado por qué no se podía atender tu demanda. Debes confiar en los Señores Protectores. Con el tiempo, todo irá mejor.

—Con el tiempo, todos estaremos muertos e indiferentes. Ten la bondad de apartarte, Jal Bartha.

El coche siguió su traqueteante camino. Tras un intervalo de tiempo interminable, el paso se hizo más vivo. Se acallaron rumores y ruidos.

Por primera vez, Stark se atrevió a moverse, intentando estirar los doloridos músculos.

—Todavía no —ordenó Sanghalaine—. Hay demasiada gente en el camino.

Un poco más adelante, añadió:

—Pronto todo estará oscuro.

Cuando la última de las Tres Reinas se escondía, había cierto lapso de tiempo hasta la aparición del Viejo Sol. Stark ignoraba en qué dirección viajaban después de salir de Ged Darod; ignoraba quién era la dama Sanghalaine y dónde se encontraba Iubar en el Blanco Sur; y no podía estar seguro de que estuviera diciendo la verdad acerca de Pedrallon, aunque parecía bastante sensato. No estaba seguro más que de una cosa: le había salvado la vida. Decidió contentarse con ello. En cuanto a lo demás, se armó de paciencia, olvidando los músculos doloridos, y empezó a pensar en los navíos de Skeg, en la tormenta que dejó atrás tras su partida, en Ashton, en sí mismo, y en que eran prisioneros perpetuos de Skaith.

Bruscamente, la carroza salió del camino y avanzó por terreno descubierto. Tras muchos brincos y sobresaltos se detuvo. Sanghalaine retiró los cojines.

—Ahora estamos seguros.

Agradecido, salió del escondite. Era de noche aún. Distinguió ramas recortándose contra el cielo, troncos de árboles. Estaban en un bosquecillo. La escolta había desmontado y se ocupaba de sus monturas.

—Hemos procurado que nadie nos viera salir del camino —le dijo Sanghalaine—. Debemos esperar a que llegue el Heraldo.

24

Stark observó la mancha pálida que era su rostro, lamentando no ver los ojos, miró su garganta y preguntó suavemente:

—¿Qué Heraldo?

La dama rió.

—¡Qué amenaza! No hay peligro alguno, Hombre Oscuro. Si hubiera querido traicionarte, lo habría hecho mucho mejor en Ged Darod.

—¿Qué Heraldo?

—Se llama Llandric. Es quien me informó acerca de Pedrallon y me dijo que uno de los extranjeros de capa negra creyó verte en la ruta. Llandric pertenece a los seguidores de Pedrallon.

—¿Puedes estar segura?

—Sí. Nadie miente a Morn.

—¿Estaba Morn presente?

—Morn siempre está presente en momentos como ese. Sin Morn, no podría gobernar Iubar.

De nuevo, en la mente de Stark, se escuchó la voz lejana y triste, llena de ecos de cuevas marinas en la tormenta.

«Dice la verdad. No es traición».

Stark se calmó.

—¿Tiene acceso Pedrallon al transmisor?

—Me han dicho que sí. Parece que es una cosa que habla a distancia, casi tan deprisa como los Ssussminhs.

«Soosmeeng»; la palabra rodó como una ola por la playa y Stark comprendió que se refería al pueblo de Morn.

—¿Dónde se encuentra el transmisor?

—Allí donde se encuentre Pedrallon. Debemos esperar.

Esperar pacientemente, pensó Stark, mientras Gelmar barre Skaith con los Errantes.

El cochero del carro les llevó vino en un recipiente de cuero y dos copas de plata. La noche era suave. Bebieron. Stark no escuchaba más que el rumor de las hojas y los movimientos de las monturas.

—¿Qué te trajo a Ged Darod? ¿Qué querías de los Heraldos y no has obtenido?

—Lo mismo que pedían en vano los irnanianos. Nuestra vida casi es intolerable.

—¿Por los Heraldos?

—No: Estamos demasiado lejos de los Errantes y la opresión, pero no somos lo bastante ricos como para merecer mercenarios. Tan pobres, realmente, y tan poco importantes que pensé que nos dejarían marchar. Hice todo el camino hasta el norte con la esperanza...

Se calló. Stark sintió su cólera, la misma rabia impotente que él mismo sintió cuando se enfrentó al poder de los Heraldos. También detectó que no había lágrimas. Sanghalaine era demasiado fuerte para llorar.

—¿Dónde se encuentra Iubar?

—Muy lejos, hacia el sur, en una península que se adentra en el Gran Mar de Skaith. Antaño fuimos un próspero país de pescaderos, granjeros y mercaderes. Nuestras galeras recorrían todo el mundo y teníamos con qué pagar de sobra el tributo que entregábamos a los Heraldos. Las cosas han cambiado. Los grandes icebergs y las brumas cegadoras que vienen del sur destruyen nuestros navíos. La nieve profunda cubre nuestros campos durante mucho tiempo. Los Hijos del Mar destruyen las pesquerías y los Reyes de las Islas Blancas hacen incursiones contra nuestras casas. Yo y los míos tenemos un cierto poder de protección, pero no podemos salvar a nuestra moribunda Madre Skaith. Si nos dirigiésemos hacia el norte, tendríamos que luchar por cada metro de tierra para arrebatarla a sus actuales dueños, que son más fuertes que nosotros. Donde quiera que volvamos la vista sólo vemos muerte.

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