Un ejemplo. Desde la perspectiva de cómo se desenvuelven las mujeres de nuestra sociedad en una charla informal mixta, resulta de poca importancia el que (estadísticamente hablando) algunos hombres, por ejemplo los ejecutivos, tengan igualmente que esperar y depender de las palabras de los demás, aunque en cada caso no sean muchos. Sin embargo, desde el punto de vista del orden de interacción el tema es crucial. Nos permite intentar formular una categoría de rol que comparten las mujeres y los ejecutivos (y cualquiera que esté en sus circunstancias), y este rol pertenecerá
analíticamente
al orden de interacción, cosa que no sucede con las categorías «mujer» y «ejecutivo».
He de recordaros que el hecho de que la actividad interaccional dependa de factores externos a la interacción —cosa tradicionalmente pasada por alto por aquellos de nosotros que nos centramos en los contactos cara a cara— no implica por sí mismo que dependa de estructuras sociales. Como ya se ha sugerido, una cuestión fundamental en todas las interacciones cara a cara es la de la relación cognitiva entre los participantes, es decir, qué es lo que cada uno de ellos puede asumir efectivamente que el otro sabe. Esta relación es relativamente independiente de su contexto, y se extiende más allá de cualquier situación social a todas las ocasiones en las que se encuentran dos individuos. Las parcas que constituyen estructuras íntimas, por definición, sabrán bastantes cosas uno del otro, y también conocerán muchas experiencias que sólo ellos comparten, todo lo cual afecta radicalmente & lo que se dicen y a lo lacónicos que pueden ser al referirse a ello. Pero toda esta información exclusiva palidece cuando se considera la cantidad de información sobre el mundo que dos individuos que apenas se conocen pueden asumir que es razonable asumir al formular afirmaciones mutuas. (Aquí, una vez más, vemos que la distinción tradicional entre relaciones primarias y secundarias es algo de lo que la sociología debe huir.)
El modelo general de relación entre el orden de interacción y el estructural que he sugerido permite (espero) proceder de forma constructiva. En primer lugar, como sugerí, el tema de quién hace qué a quién se puede considerar como susceptible de ser investigado, partiendo de la base de que prácticamente en todos los casos las categorías resultantes no coincidirán del todo con ninguna división estructural. Dejadme que ponga otro ejemplo. Los tratados de etiqueta están llenos de conceptos sobre la cortesía que los hombres deben demostrar ante las mujeres en la sociedad educada. A esto subyace una concepción, presentada por supuesto con menos claridad, sobre el tipo de hombres y mujeres de los que no se espera que participen en estas pequeñas lindezas. Sin embargo, más relevante aún es el hecho de que cada uno de sus pequeños gestos resulta también prescriptivo para otras categorías de personas: un adulto respecto a un anciano, un adulto respecto a un joven, un huésped respecto a un invitado, un experto respecto a un principiante, un nativo respecto a un extranjero, los amigos respecto a alguien que celebra un momento crucial de su vida, el sano respecto al enfermo y la persona íntegra respecto a la incapacitada. Como ya se dijo, lo que todas estas parejas comparten no es algo inherente a la estructura social sino lo que responde a la escenificación de la interacción cara a cara. (Incluso si uno se limitara a una sola esfera de la vida social —por ejemplo la actividad dentro de una organización compleja— se mantendría un acoplamiento laxo entre el orden de interacción y la estructura social. La preferencia que le damos a nuestro jefe inmediato se la damos también al jefe inmediato de éste, y así hasta llegar a la cúspide de la organización; la preferencia es un recurso interaccional referido al rango ordinal y no a la distancia entre rangos.) Por lo tanto resulta fácil, e incluso útil, especificar en términos sociales estructurales quién representa un acto determinado de deferencia o presunción ante quién. Sin embargo, en el estudio del orden de interacción, tras afirmar esto, se debe investigar quién más lo hace ante quién más categorizar a estas personas con algún término que se les aplique a todas y hacer lo mismo con sus actos. También se debe aportar una descripción técnicamente detallada de las acciones implicadas.
En segundo lugar, el concepto de acoplamiento laxo nos permite encontrar un lugar adecuado para colocar el poder evidente que tienen las modas y costumbres para producir cambios en las prácticas rituales. Un ejemplo reciente que todos conocéis fue el del paso repentino, si bien poco duradero, a formas de vestir informales en el mundo empresarial durante las últimas fases del movimiento
hippie,
acompañado, en ocasiones, por cambios en las formas de saludo, todo ello sin las correspondientes modificaciones en la estructura social.
En tercer lugar, se pone de manifiesto lo vulnerables que resultan ciertos rasgos del orden de interacción a la intervención política directa desde abajo o desde arriba, trascendiendo en ambos casos las relaciones socioeconómicas. Así, en los últimos años los negros y las mujeres se han introducido en lugares públicos segregados, cosa que en muchos casos ha tenido consecuencias duraderas sobre las formas de acceso a éstos, pero, en conjunto, sin que se hayan dado grandes cambios en la posición de estos dos grupos en la estructura social. También resulta evidente la voluntad de un nuevo régimen de introducir y forzar una práctica que afecte a la forma en la que ciertas categorías de personas aparecen en público: por ejemplo, cuando los nacionalsocialistas en Alemania exigieron a los judíos que llevaran brazaletes identificativos en los lugares públicos, cuando el gobierno soviético emprendió acciones oficiales para impedir que las mujeres Khanty (grupo étnico siberiano) llevaran velo o cuando el gobierno iraní hizo exactamente lo contrario. Y también se pone de manifiesto la efectividad de los intentos directos de alterar los intercambios de contacto; como cuando se introduce desde arriba un saludo revolucionario, una consigna verbal o una forma de trato, a veces de manera bastante permanente.
Por último, resulta evidente la influencia que pueden obtener quienes pertenecen a un movimiento ideológico a base de concentrar sus esfuerzos en los saludos y despedidas, formas de trato, tacto y corrección y otras muestras de educación en los contactos sociales e intercambios verbales. También se entiende lo escandalosa que puede resultar una doctrina que conduce a la violación sistemática de las normas sobre cómo vestir adecuadamente en público. En este aspecto, los
hippies
americanos y, posteriormente, «los siete de Chicago»
[222]
se comportaron como unos simples aficionados; los auténticos terroristas de las fórmulas de contacto fueron los cuáqueros británicos de mediados del siglo XVII que consiguieron, en cierto modo (como ha descrito recientemente Bauman), crear una doctrina que chocaba directamente con las formas de contacto a través de las que se expresaban educadamente las estructuras y los valores oficiales en los contactos sociales. (Desde luego, otros movimientos religiosos de ese mismo período se mostraron igual de recalcitrantes, pero ninguno de modo tan sistemático.) Este aguerrido grupo de maleducados permanecerá siempre como ejemplo del maravilloso poder subversivo de los malos modales aplicados sistemáticamente, recordándonos una vez más las vulnerabilidades del orden de interacción. No hay duda: los discípulos de Fox
[223]
consiguieron llegar a alturas irrepetibles en el arte de fastidiar a los demás
[224]
.
VIII
De todas las estructuras sociales que interactúan con el orden
de interacción, las que parecen hacerlo más íntimamente son las relaciones sociales. Quisiera decir unas palabras al respecto.
Plantearse la cantidad o frecuencia de interacciones cara a cara entre dos individuos que se relacionan —dos extremos de la relación— como algo constitutivo de tal relación resulta estructuralmente ingenuo y adopta la proximidad amistosa como modelo de todas las demás relaciones. Aun así, por supuesto, existe un fuerte vínculo entre relaciones y orden de interacción.
Tememos como ejemplo la relación entre «conocidos» (en nuestra sociedad). Es una institución fundamental desde el punto de vista de cómo tratamos a los individuos que están en nuestra presencia inmediata o telefónica, factor clave en la organización de los contactos sociales. Está implicado el derecho y la obligación mutua de aceptar y reconocer abiertamente la identificación individual de todas las ocasiones iniciales de proximidad incidental. Esta relación, una vez establecida, se define como vitalicia, propiedad imputada de forma mucho menos correcta al vínculo matrimonial. La relación social que llamamos de «simples conocidos» incorpora el conocimiento y poco más, y constituye un caso límite —una relación social cuyas consecuencias se limitan a las situaciones sociales— pues la obligación de aportar pruebas de tal relación
es
la propia relación. Estas pruebas son el meollo de la interacción. El conocimiento del nombre de otra persona y el derecho a usarlo al dirigirse a él o ella implica incidentalmente la capacidad de especificar a quién se está emplazando a hablar. De la misma forma, un saludo incidental implica la iniciación de un encuentro.
Cuando nos referimos a relaciones más «profundas», el conocimiento y sus obligaciones siguen siendo un factor que se debe considerar, pero no el definitivo. Sin embargo, aparecen otros vínculos entre las relaciones y el orden de interacción. La obligación de intercambiar saludos al pasar se amplía: la pareja puede verse obligada a interrumpir sus cursos independientes de acción para que todo el contenido del encuentro se pueda dedicar abiertamente a mostrar el placer derivado de la oportunidad del contacto. Durante esta pausa sociable cada participante está obligado a demostrar que mantiene fresco en la memoria no sólo el nombre del otro sino también fragmentos de su biografía. Se formularán preguntas sobre las personas importantes en su vida, viajes recientes, enfermedades si las ha habido, situación profesional y varias otras cosas que demuestran que quien pregunta está familiarizado con el mundo del otro. Asimismo, será obligado ponerle al día respecto a los mismos temas. Estas obligaciones, por supuesto, ayudan a resucitar unas relaciones que, de otra forma, podrían verse atenuadas por falta de trato; pero también aportan la base para iniciar un encuentro y una forma sencilla de hacerlo. Por lo tanto, tendremos que admitir que la obligación de mantener al día la biografía de nuestros conocidos (y asegurarnos de que ellos hacen lo mismo respecto a la nuestra) resulta al menos tan útil para la organización de los encuentros como para la relación de las personas que se encuentran. Esta utilidad para el orden de interacción resulta también muy evidente en relación a nuestra obligación de recordar inmediatamente el nombre de nuestros conocidos, cosa que siempre nos permite emplearlo como vocativo en las conversaciones multipersonales. Después de todo, el nombre propio al comienzo de una frase es un mecanismo eficaz para alertar a los oyentes sobre a cuál de ellos nos estamos dirigiendo.
De la misma forma que las personas relacionadas estrechamente se ven obligadas a saludarse cuando se encuentran incidentalmente en presencia inmediata unas de otras, también, tras un período moderado de no haber estado en contacto, están obligadas a forzar un encuentro, sea mediante una llamada telefónica, una carta o acordando conjuntamente una oportunidad de contacto cara a cara: este acuerdo en sí mismo representa un contacto incluso aunque no se llegue a ningún acuerdo. En estos «contactos forzosos» se pone de manifiesto que los encuentros son una parte del orden de interacción y se definen como uno de los bienes que las relaciones producen mutuamente.
IX
Si bien resulta interesante intentar descubrir las conexiones entre el orden de interacción y las relaciones sociales, hay otro tema que, obviamente, requiere atención: aquello a lo que la sociología tradicional se refiere como
status
sociales difusos o (en otra versión) rasgos maestros determinados por el
status.
Para acabar mis comentarios de esta noche quisiera referirme a este tema.
Se podría decir que en nuestra sociedad hay cuatro
status
difusos fundamentales: edad, sexo, clase social y raza. Si bien estos atributos y las estructuras sociales correspondientes funcionan de formas muy distintas (siendo quizá la raza y la clase social los más directamente relacionados), todos comparten dos aspectos básicos.
En primer lugar, constituyen una clave clasificatoria en la que cada individuo puede ser ubicado respecto a cada uno de los cuatro
status.
En segundo lugar, nuestra situación respecto a estos cuatro atributos resulta evidente debido a ciertas señales que nuestros cuerpos acarrean en todas las situaciones sociales, sin que sea necesaria ninguna información previa. Podamos o no ser identificados
individualmente
en una situación social concreta, casi siempre podemos serlo
categóricamente
respecto a esas cuatro variables. (Cuando no es así aparecen problemas muy instructivos desde el punto de vista de la sociología.) La facilidad con la que se perciben estos rasgos en las situaciones sociales no es, por supuesto, enteramente fortuita; la mayoría de las veces la socialización, de forma sutil, asegura que nuestra posición sea más evidente de lo que podría ser. Por supuesto, al menos en la sociedad moderna, es improbable que un rasgo que no sea fácilmente perceptible adquiera carácter de rasgo determinante de
status
difuso (o, por decirlo con mayor propiedad, rasgo identificador de
status
difuso). Con esto no estoy afirmando que esta facilidad de percepción sea igualmente importante de cara al papel que cada uno de estos
status
difusos desempeña en nuestra sociedad. Ni tampoco que, por sí sola, garantice que la sociedad emplea estructuralmente esta propiedad.
Manteniendo
in mente
este esquema de los
status
difusos, veamos un ejemplo paradigmático del tipo de contexto al que se aplica el microanálisis: aquellos acontecimientos en los que un «sirviente», en un entorno preparado para ello, entrega somera y regularmente ciertos bienes a una serie de parroquianos o clientes, en el caso típico a cambio de dinero o como fase intermedia en un proceso burocrático. En resumen, la «transacción de servicio» se refiere aquí a aquellas en las que sirviente y «servido» se encuentran en la misma situación social, por oposición a los contactos telefónicos, por correo o con una máquina automática. La forma institucionalizada de estos tratos se basa en un conjunto cultural amplio que engloba temas como el protocolo gubernamental, el código de la circulación y otras formalizaciones de la preferencia.