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Authors: Erving Goffman

Tags: #Sociología

Los momentos y sus hombres (26 page)

BOOK: Los momentos y sus hombres
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La caracterización que un individuo puede hacer de otro gracias a poder observarlo y oírlo directamente se organiza alrededor de dos formas básicas de identificación: una de tipo
categórico
que implica situarlo en una o más categorías sociales y otra de tipo
individual
que le asigna una forma de identidad única basada en su apariencia, tono de voz, nombre propio o cualquier otro mecanismo de, diferenciación personal. Esta doble posibilidad —identificación categórica e individual— es fundamental para la vida interactiva en todas las comunidades excepto las pequeñas y aisladas de antaño, y se encuentra presente en la vida social de otras especies. (Volveré sobre ello más tarde.)

Los individuos, cuando se encuentran en presencia inmediata de otros, se enfrentan necesariamente al problema persona-territorio. Por definición sólo podemos participar en situaciones sociales si llevamos con nosotros nuestro cuerpo y sus pertrechos, y este equipo es vulnerable a la acción de los demás. Somos vulnerables a la violencia física y sexual, al secuestro, al robo y a la obstrucción de nuestros movimientos, sea por aplicación no negociada de la fuerza o, con más frecuencia, por los «intercambios coercitivos», esa forma de regateo tácito por el que aceptamos cooperar con el agresor a cambio de la promesa de que no nos hará tanto daño como permitirían nuestras circunstancias. De forma similar, en presencia de los demás somos vulnerables a que sus palabras o gestos traspasen nuestras barreras psíquicas y rompan el orden expresivo que esperamos que se mantenga ante nosotros. (Por supuesto, afirmar que somos vulnerables es afirmar también que tenemos a nuestro alcance los recursos para hacer igualmente vulnerables a los demás, y ninguno de los dos argumentos pretende negar la posibilidad de que haya una cierta especialización convencional, sobre todo en función del sexo, respecto a quién amenaza y quién es amenazado.)

La territorialidad personal no debe verse sólo en términos de restricciones, prohibiciones y amenazas. En toda sociedad se da una dualidad fundamental en su uso, de forma que muchas de las conductas mediante las que podemos ser tratados ofensivamente por cierta categoría de personas están íntimamente ligadas a aquellas por las que los miembros de otra categoría pueden expresarnos adecuadamente su afecto. Así, aquello que —caso de creerlo— constituiría una presunción, se convierte en una cortesía o señal de afecto si nos limitamos a brindarlo; nuestras vulnerabilidades rituales son también nuestros recursos rituales. Violar los territorios del yo es socavar el lenguaje de la cortesía.

Por lo tanto, la copresencia corporal lleva implícitos riesgos y posibilidades. Dado que tales contingencias son evidentes, es probable que den lugar a técnicas de control social, y dado que se controlan básicamente las mismas contingencias sería de esperar que el orden de interacción mostrara rasgos marcadamente similares entre sociedades muy diferentes. Os recuerdo que es en las situaciones sociales donde se hace frente a estas posibilidades y riesgos y donde tendrán su efecto inicial. Son las situaciones sociales las que aportan el escenario natural en el que se encarna y se da lectura a todas las manifestaciones corporales. De ahí la justificación para utilizar la situación social como unidad de trabajo básica en el estudio del orden de interacción. Y de ahí, en consecuencia, la justificación para afirmar que nuestra experiencia del mundo tiene un carácter de enfrentamiento.

Pero no estoy defendiendo un situacionismo beligerante. Como nos recordó Roger Barker con su noción de «entorno conductual», es muy improbable que las regulaciones y expectativas aplicadas a una situación social concreta se generen en ese mismo momento. Su expresión «patrón de conducta duradero» se refiere con razón al hecho de que a una misma clase de entornos, así como de ubicaciones concretas a lo largo de fases inactivas, se le aplicará una misma forma de comprensión. Es más, si bien un entorno conductual concreto puede no ir más allá de cualquier situación social generada por dos o más participantes en su medio —como es el caso de un bar local, una pequeña tienda o la cocina de casa— son frecuentes otras ordenaciones. Fábricas, aeropuertos, hospitales y vías públicas son entornos conductuales que sustentan un orden de interacción que se extiende en el espacio y el tiempo más allá de cualquier situación social concreta que en ellos se dé. También hay que decir que aunque los entornos conductuales y las situaciones sociales no sean, claro está, unidades de interacción egocéntricas, algunas otras sí lo son: una de ellas es la tan poco estudiada rutina diaria.

Se pueden esgrimir razones más profundas que éstas en favor de la cautela. Es evidente que cada participante se enfrenta a una situación social equipado con una biografía ya preestablecida de encuentros previos con los demás —o al menos con otros parecidos— y con una gran gama de suposiciones culturales que cree compartidas. No podemos ignorar la presencia de un extraño a menos que su aspecto y modales manifiesten sus intenciones benignas y un curso de acción identificable y no amenazador; tales interpretaciones sólo pueden hacerse según las experiencias anteriores y la «sabiduría» cultural. No podemos pronunciar una frase con sentido a no ser que ajustemos el léxico y la prosodia a lo que la identidad categórica o individual de nuestros oyentes potenciales nos permite asumir que ya saben y que no les importará que asumamos que saben. En el mismo núcleo de la vida interactiva está nuestra relación cognitiva con quienes están ante nosotros, relación sin la que nuestra actividad conductual y verbal no podría organizarse significativamente. Aunque esta relación cognitiva pueda modificarse durante el contacto social —y de hecho lo haga—, es extrasituacional en sí misma y consiste en la información que dos personas tienen sobre la información que tiene la otra sobre el mundo, y la información que tienen (o no) sobre la posesión de dicha información.

III

Hasta el momento, al referirme al orden de interacción he dado por supuesto el término «orden», lo cual requiere una explicación. Me refiero, en primer lugar, a una área de actividad, una forma específica de ésta, como en la expresión «el orden económico». No intento sugerir nada sobre cuán «ordenada» es esa actividad normalmente o sobre el papel de las normas y reglas en el mantenimiento de ese orden. Con todo, me parece que,
como
orden de actividad, el de la interacción está de hecho ordenado —quizá más que otros—, y que esta ordenación se predica de una gran base de presuposiciones cognitivas compartidas, cuando no normativas, y de límites autoimpuestos. Las preguntas de cómo llega un conjunto de tales normas a ser histórico, cómo se contrae y dilata su distribución geográfica con el tiempo y cómo las adquieren los individuos en un lugar y momento dado son muy pertinentes, pero yo no puedo contestarlas.

El funcionamiento del orden de interacción puede interpretarse como la resultante de varios sistemas para facilitar las convenciones, en el mismo sentido que las reglas de un juego, las normas de tráfico o la sintaxis de una lengua. Para ello se pueden ofrecer dos explicaciones. En primer lugar el dogma de que el efecto fundamental de una serie de convenciones es que todos los participantes paguen un precio bajo y obtengan un beneficio alto, siendo la noción implícita la de que cualquier convención que facilite la coordinación servirá, siempre que se pueda inducir a todos a aceptarla, sin que las diferentes convenciones tengan valor por sí mismas. (Esa es la forma en la que uno define en principio las «convenciones», por supuesto.) En segundo lugar, la interacción ordenada se considera un producto del consenso normativo, según la visión sociológica tradicional en la que los individuos dan por sentadas, sin planteárselas, normas que consideran intrínsecamente justas. A propósito, ambas perspectivas asumen que las restricciones que se aplican a los demás se aplican también a uno mismo, que los demás adoptan la misma perspectiva sobre las restricciones de su conducta y que todo el mundo entiende lo que se obtiene con esta autosumisión.

Estas dos explicaciones —la del contrato social y la del consenso social— plantean dudas e interrogantes obvios. El motivo de sumarse a una serie de acuerdos no tiene por qué decirnos nada sobre el efecto de hacerlo. La cooperación efectiva para mantener las expectativas no implica ni creencia en la legitimidad o justicia de cumplir un contrato convencional (cualquiera que éste sea)
ni
creencia personal en el valor supremo de las normas concretas implicadas. Los individuos continúan con los acuerdos de interacción presentes por una amplia gama de motivos, y uno no puede concluir de su aparente apoyo tácito que, por ejemplo, se opondrían o resistirían al cambio. Es muy frecuente que tras la comunalidad y el consenso se escondan motivos heterogéneos.

Nótese también que los individuos que violan sistemáticamente las normas del orden de interacción pueden, no obstante, depender de él todo el tiempo, incluso el que pasan violándolas. Después de todo, la mayoría de actos de violencia son mitigados por la oferta de algún tipo de intercambio —no deseado por la víctima— por parte del agresor y, por supuesto, éste presupone que el mantenimiento de las normas sobre el habla y sobre los gestos amenazadores cumple esta función. En el caso de la violencia no negociada sucede lo mismo. Los asesinos tienen que depender y aprovecharse del tráfico y de las normas convencionales sobre la apariencia física si quieren tener oportunidad de atacar a su víctima y huir de la escena del crimen. Los vestíbulos, ascensores y callejones pueden ser sitios peligrosos porque pueden estar ocultos a la vista y ocupados sólo por la víctima y el agresor; pero detrás de la oportunidad que ello proporciona al delincuente está su dependencia de las normas, que le permiten entrar y salir de allí sin levantar sospechas. Todo ello debería recordarnos que, en casi todos los casos, los acuerdos de interacción pueden resistir una violación sistemática, al menos a corto plazo, y por lo tanto que si bien es beneficioso para el individuo convencer a los demás de que su cumplimiento es fundamental para el mantenimiento del orden y mostrar una conformidad aparente con ellos, no lo será soslayar sus sutilezas.

Hay motivos aún más profundos para poner en tela de juicio los dogmas referentes al orden de interacción. Podría resultar conveniente creer que los individuos (y las categorías sociales de éstos), al manipular los diferentes aspectos del orden de interacción, obtienen siempre un beneficio sustancialmente mayor que lo que les cuestan las cortapisas concomitantes. Pero esto resulta cuestionable. Lo que, desde la perspectiva de unos, significa un orden deseable puede ser considerado exclusión y represión desde el punto de vista de otros. Saber que ciertos consejos tribales de África Occidental reflejan (entre otras cosas) adhesión a una regla o rango hablando ordenadamente no plantea interrogantes sobre la neutralidad del término orden. Tampoco lo hace el hecho de que (como Burrage y Corry han mostrado recientemente) en las procesiones ceremoniales a través de Londres, desde los Tudor a los tiempos de los Jacobitas, los representantes de los oficios y profesiones mantuvieran una jerarquía tradicional respecto a su posición al marchar y al observar la procesión. Pero cuando consideramos el hecho de que hay categorías —muy amplias en nuestra sociedad— de personas que pagan continuamente un precio considerable por su existencia interaccional sí se plantean interrogantes.

Sin embargo, al menos a corto plazo histórico, las categorías más desfavorecidas continúan cooperando, cosa que queda oculta ante la evidente mala voluntad que manifiestan sus miembros respecto a unas pocas normas a la vez que comparten todas las demás. Detrás de la disposición a aceptar la forma en la que se ordenan las cosas está, quizás, el hecho brutal de la posición propia en la estructura social y el coste real o imaginario de permitir que se nos señale como descontentos. En cualquier caso, no cabe duda que ciertas categorías de individuos, en todo tiempo y lugar, han demostrado una capacidad descorazonadora para aceptar abiertamente formas de interacción lamentables.

En resumen, si bien es adecuado destacar la distribución desigual dé los derechos (como en el caso del uso segregacionista de los servicios locales de una ciudad) y los riesgos (como, por ejemplo, entre personas de diferente edad o sexo) en el orden de interacción, el tema central sigue siendo el uso y las disposiciones que permiten que una gran diversidad de proyectos se lleve a cabo mediante el recurso inconsciente a formas de procedimiento. Por supuesto, aceptar las convenciones y normas tal como son (y guiar la acción de acuerdo con ello) significa,
en efecto,
confiar en los que nos rodean. De lo contrario uno apenas podría manejar sus asuntos; de hecho apenas tendría ningún asunto que manejar.

La doctrina de que ciertas reglas básicas conforman el orden de interacción y permiten el tránsito de su empleo plantea la cuestión de las medidas políticas y éstas, por supuesto, suscitan consideraciones políticas una vez más.

El moderno Estado nacional, casi como forma de definir su propia existencia, reclama para sí la autoridad final sobre el control de las amenazas a la vida y las propiedades en toda su jurisdicción territorial. El Estado posee (en teoría siempre y en la práctica muy a menudo) mecanismos seguros de intervención cuando las formas locales de control social no consiguen mantener las alteraciones del orden de interacción dentro de ciertos límites; especialmente en lugares públicos, pero no sólo en ellos. Sin duda, la prevalencia del orden de interacción incluso en los lugares más públicos no es creación del aparato estatal. La mayor parte de este orden, ciertamente, se origina y se mantiene desde abajo, por así decir; en ciertos casos a pesar de la autoridad superior y no debido a ella. Sin embargo, el Estado ha establecido efectivamente su legitimidad, monopolizando el uso de armas potentes y personal entrenado militarmente como forma extrema de sanción.

En consecuencia, algunas de las formas corrientes de interacción —discursos, reuniones, procesiones, por no hablar de formas más especializadas como piquetes o manifestaciones de huelguistas— pueden ser interpretadas por los gobernantes oficiales como una afrenta a la seguridad del Estado y disueltas por la fuerza debido a ello aunque, de hecho, no contengan nada evidentemente amenazante para el orden público en un sentido sustantivo. Por otra parte, las violaciones del orden público pueden llevarse a cabo no sólo por interés propio, sino como reto claro a la autoridad del Estado, como actos simbólicos interpretados a modo de afrenta y utilizados para anticipar tal interpretación.

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