Los hijos de los Jedi (50 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los hijos de los Jedi
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—Esto es un hervidero de intrigas, querida. Es sencillamente terrible… —Después había lanzado una rápida mirada de soslayo a las esbeltas y exquisitas concubinas—. Me han dicho que todas se odian a muerte, querida. ¿Y sabes por qué? Pues porque la que pueda proporcionarle un hijo tiene la seguridad de que ese niño será su heredero, naturalmente.

Leia guardaba un recuerdo particularmente vivido de Roganda, como una imagen esmaltada de carmesí y oro, yendo de un dignatario a otro envuelta en esa misma aureola de timidez vulnerable que había empleado con ella.

Leia se dijo que por aquel entonces Irek ya debía de tener como mínimo cuatro años de edad, y que Roganda ya estaba creando su propia base de poder y trazando sus planes. A juzgar por algunas de las cosas que contaba Magrody en sus anotaciones, ya debía de haber estado adiestrando a su hijo en los secretos del lado oscuro de la Fuerza.

Palpatine no podía haber permitido que un poder semejante existiera sin utilizarlo para sus fines, y el haber actuado anteriormente en nombre suyo algunas veces haría que hubiese resultado muy fácil afirmar que aquellas órdenes procedían de él.

Leia se preguntó cómo y en qué circunstancias habría conocido Roganda al anciano y si era él quien había encaminado sus pasos hacia el lado oscuro, tal como había hecho con Vader y durante un tiempo con Luke, o si Roganda se volvió hacia él cuando presenció el destino de los Jedi que habían tratado de seguir siendo libres. Leia no hubiese podido explicar por qué, pero sospechaba que se había tratado de eso último.

Recordar aquella recepción y volver a verla con los ojos de la mente hizo que tuviera una sensación repentina y tremendamente intensa de estar contemplando otro palimpsesto, otro conjunto de circunstancias que iban surgiendo unas a través de otras en una compleja jungla de dobles sentidos que habían escapado por completo a la percepción de la joven que era entonces, aquella Leia que tenía dieciocho años y estaba llena de los ideales republicanos de su padre.

La respuesta que había dado a las palabras de Celly hizo que torciera el gesto ante su increíble ingenuidad cuando recordó que le había recitado con gran indignación una docena de puntos concernientes a la transferencia de poder de la Constitución del Senado, como si Palpatine no fuera a rasgar en mil pedazos aquel documento un poco más avanzado ese mismo año.

Pero de hecho, en el vacío de poder que se había producido después de la caída de Palpatine los generales, con unas cuantas notables excepciones, se habían limitado a defender su propia causa privada. Ninguno había querido una regencia, y especialmente no una regencia que gobernara en nombre de un niño.

Ahora el chico tiene trece años [había escrito Magrody en su último párrafo]. El grado de control que puede ejercer sobre los androides y sistemas mecánicos se va incrementando a cada día que pasa, y su manipulación de los distintos artefactos de los Jedi que le trae su madre se va volviendo cada vez más diestra. Puede alterar sensores y campos de sensores, percibiendo y controlando todas las pautas de cableado de los modelos estándar, y se divierte provocando averías en la maquinaria menor. Su madre le exige mucho, y como consecuencia de ello temo que el muchacho haya empezado a explorar el consumo de sustancias que Roganda desaprueba, diciéndose que incrementan sus percepciones y su capacidad para utilizar la Fuerza, pero creo que en realidad lo hace sencillamente porque sabe que su madre lo desaprobaría en el caso de que llegara a enterarse.

Soy plenamente consciente de qué he creado. En cuanto a ti, Mon Mothma, y a ti, mi querido amigo Bail, como a todos aquellos que intentaron convencerme de que les prestara mi apoyo y mi ayuda contra la ascensión del poder de Palpatine, ahora lo único que puedo hacer es suplicaros vuestra comprensión, pues sé que lo que he hecho no es algo que pueda ser perdonado.

Intentaré hacerle llegar estas anotaciones de alguna manera. En el caso de que no lo consiga, temo que todos pensarán lo peor de mí. Intenté tomar las mejores decisiones posibles, pero sus resultados… Rezo para que nunca tengáis ocasión de verlos.

Me despido de ti, sintiéndome el ser más desgraciado del universo.

Nasdra Magrody.

Leia dobló las anotaciones y guardó el delgado fajo en el bolsillo de su traje térmico.

Temo que todos pensarán lo peor de mí…

A pesar de todo su poderío, en cuanto el Emperador hubo muerto Roganda no se unió a la lucha general por el poder que estalló al instante, posiblemente porque lrek todavía era demasiado joven para utilizar sus poderes, y posiblemente porque señores de la guerra como el Gran Almirante Thrawn disponían de algo que podían utilizar contra ella y que Roganda consideraba imposible de superar: una comparación de ADN, por ejemplo, entre el Emperador y el joven lrek que habría demostrado que el muchacho no era hijo de Palpatine.

Y también cabía la posibilidad de que Thrawn sencillamente la odiara.

Era un punto de vista con el que Leia podía simpatizar.

Roganda había vuelto al hogar de su infancia, donde sabía que podría educar y adiestrar a su hijo pasando totalmente desapercibida, y donde sabía que los Jedi habían dejado unos cuantos artefactos que podrían serle útiles en ese adiestramiento. Allí podría educar y adiestrar a lrek hasta que el muchacho no pudiera ser ignorado.

Leia se preguntó si Roganda había estado preparando a su hijo para que sustituyese a Palpatine, o si tenía otra meta.

Y Leia, cada vez más inquieta, pensó que parecía mucho más probable que Roganda hubiera estado concentrando todos sus esfuerzos en la tarea de crear no otro Palpatine…, sino otro Darth Vader.

CAPÍTULO 19

—¿Amo Luke?

Era muy importante.

—¿Amo Luke?

Tenía que despertar. Tenía que salir de aquella negrura y volver al mundo consciente, abandonando la apacible oscuridad subsuperficial de los sueños.

—Por favor, amo Luke…

¿Por qué?

Sabía que al otro lado de ese frágil muro de vigilia acechaba el calor abrasador de un dolor que era casi insoportable. La perspectiva de seguir sumido en la inconsciencia resultaba infinitamente preferible. Estaba agotado, y su cuerpo anhelaba desesperadamente el descanso. Sin un poco de reposo, toda la Fuerza que pudiera aportar al proceso de autocuración se desperdiciaría tan irremisiblemente como si estuviera intentando llenar una jarra con agua antes de haber taponado el agujero que había en su fondo.

La pierna le dolía mucho. Una infección que se estaba extendiendo con gran rapidez, y las pequeñas lesiones producidas por las tensiones musculares estaban exacerbando los efectos de los tendones cortados y la fractura ósea originales. Cada músculo y ligamento parecían haber sido estirados y desgarrados, y cada centímetro de carne le dolía como si le hubieran golpeado con martillos. Los sueños habían sido desagradables. Callista…

¿Qué podía haber tan importante al otro lado que no pudiese esperar?

Después de que Callista se hubiera ido —o tal vez mientras todavía yacía entre sus brazos, con la cabeza apoyada en su hombro después de haber hecho el amor—, Luke se había ido sumiendo gradualmente en un sueño más profundo. La había visto a lo lejos, en la adolescencia que había quedado olvidada en Chad, cabalgando como una sirena sobre la lustrosa grupa color negro y bronce de un cy'een con su cabellera castaña pegada al cráneo allí donde las olas rompían sobre su cabeza, o sentada en una boya para contemplar cómo el sol se ahogaba en el mar. La conversación volvió a discurrir en su mente. «Oyéndote hablar se diría que los conoces a fondo…»

«Bueno, podríamos decir que fueron los vecinos de al lado durante mi infancia y mi juventud.»

Pero él y Callista ya no estaban en el despacho sumido en la oscuridad, y no había palabras anaranjadas surgiendo de la negrura de la pantalla como estrellas en el crepúsculo; sino que se encontraban sentados el uno al lado del otro en el viejo T-70 que Luke había vendido como alimento de banthas para pagar su pasaje y el de Ben a bordo del Halcón Milenario, algo que había ocurrido ya hacía muchas lejanas eternidades.

Le sorprendió un poco no haber conocido a Callista por aquel entonces, y que no fuera alguien a quien había conocido desde siempre.

Estaban en los acantilados que se alzaban por encima del Cañón del Mendigo, con los viejos macrobinoculares de Luke pasando de sus manos a las de Callista para contemplar el asombrosamente sigiloso y callado avance de una hilera de banthas por entre las rocas del borde opuesto. Las gigantescas y desgarbadas bestias se movían bastante más deprisa de lo que se podría haber imaginado por su aspecto, y el viento seco y cálido hacía ondular los velos cubiertos de arena de sus jinetes mientras los rayos de sol que caían en un ángulo muy pronunciado sobre ellos arrancaban un sinfín de cegadores destellos a los metales y el cristal.

—Hasta ahora nadie tiene ni idea de cómo se puede distinguir un grupo de caza, de una tribu que está desplazando su hogar a otro sitio —dijo Luke mientras Calista hacía un pequeño ajuste en el foco—. Nadie ha visto nunca crías ni jóvenes, y nadie sabe si algunos de esos guerreros son hembras o ni siquiera si hay dos sexos en el Pueblo de las Arenas. Cuando ves un grupo del Pueblo de las Arenas, o incluso cuando oyes los rugidos de sus banthas, lo que haces es alejarte en dirección opuesta lo más deprisa posible.

—¿Sabes si alguien ha intentado hacerse amigo suyo?

Callista le devolvió los binoculares y apartó un mechón de cabellos de sus ojos. Seguía vistiendo el holgado mono gris que había llevado puesto en algún sueño anterior, pero su rostro estaba limpio y libre de señales y cicatrices, y parecía menos tensa y agotada que antes. Luke se alegró de ello, y se alegró de verla feliz y relajada.

—Si alguien lo ha intentado, no sobrevivió para hablar de ello. —La fuerza de la costumbre hizo que echara un rápido vistazo a su lado del cañón y a las rocas que se extendían por debajo de ellos. No vio ni rastro de tuskens, pero después de todo eso era algo que ocurría con frecuencia incluso cuando estaban allí—. Un posadero de Cabeza de Ancla tuvo la brillante idea de utilizarlos como socios comerciales, ¿sabes? Creo que quería meterse en el negocio de la piratería del desierto…. Bien, se había dado cuenta de que sólo atacaban los huertos de pika y deb-deb, que son unos frutos dulces que crecen en algunos oasis, y destiló agua azucarada en un alambique para averiguar si podía emplearla para llegar a algún tipo de acuerdo con ellos. Se supone que la destilación les provocó una embriaguez tan intensa que no podían ni moverse, y la experiencia pareció gustarles. El posadero preparó otra remesa de licor, y los tuskens volvieron y le mataron.

Luke se encogió de hombros.

—Quizá sea sencillamente que no les gusta pasarlo bien —concluyó.

Callista se volvió hacia él con los ojos grises muy abiertos, como alguien que acaba de tener una revelación.

—Pero… ¡Oh, eso lo explica todo! —exclamó—. ¡Es una pista que nos indica de dónde han salido!

—¿Qué? —replicó Luke, muy sorprendido.

—Son parientes de mi tío Dro. Odiaba cualquier clase de diversión, ¿entiendes? Estaba convencido de que como a él no le gustaba pasarlo bien, nadie debía pasarlo bien.

Luke se echó a reír, y toda la dureza diamantina y la fortaleza Jedi de su corazón forjado y templado en las tinieblas quedaron transfiguradas y se convirtieron en luz. Puso en marcha el deslizador de superficie y lo lanzó a gran velocidad sendero abajo.

—¡Uf! Eso significa que tu tío Dro es pariente de mi tía Coolie…

—¡Lo cual significa que somos primos lejanísimos!

Luke llevó a cabo una exagerada pantomima de reconocimiento repentino, y los dos rieron a carcajadas como un par de adolescentes mientras descendían por el sendero.

—Vamos —dijo Luke—. Llegaremos tarde. Ya es más de mediodía, y tenemos que estar allí a las dieciséis horas.

La sombra del deslizador revoloteaba detrás de ellos como un pañuelo gris azulado arrastrado sobre las rocas.

«Las dieciséis horas —pensó Luke—. Las dieciséis horas. Ya es más de mediodía, y tenemos que estar allí a… ¡A las dieciséis!»

Recobró el conocimiento con un grito ahogado, como si acabaran de sumergirle en un baño ácido de dolor. Toda la rigidez y los dolores resultado de su lucha con los androides cayeron sobre él como un muro que se desmorona, y tuvo que reprimir el gemido que intentaba escapar de su garganta.

—¡Alabado sea el Fabricante! —exclamó Cetrespeó—. ¡Temía que no despertaría nunca!

Luke consiguió volver la cabeza, aunque tuvo la sensación de que se estaba rompiendo el cuello al hacerlo. Yacía sobre un montón de mantas y lo que parecía material aislante encima de un banco de trabajo en el laboratorio de montaje al lado de sus antiguos cuarteles generales en el despacho del contramaestre de la Cubierta 12, un recinto sumido en la penumbra, iluminado únicamente por la vacilante claridad amarillenta de las luces de emergencia. El trineo antigravitatorio flotaba cerca del suelo junto a la pared del fondo. Cetrespeó estaba inmóvil al lado de su lecho improvisado, contemplándole con la tensa inmovilidad de un androide muy preocupado que ya llevaba cincuenta kilómetros de paseos por aquella habitación de cuatro metros, y sostenía la caja negra de un equipo médico de emergencia en las manos.

—¿Qué hora es?

—Son las trece horas y treinta y siete minutos, señor. —Cetrespeó puso el equipo médico en el suelo al lado de Luke y lo abrió—. La señorita Callista me informó de que había tenido un pequeño tropiezo con los androides de mantenimiento de la nave, señor, y debo decir que me anonada y me escandaliza que ni siquiera la Voluntad sea capaz de inducir una conducta tan reprochable en unos sistemas mecánicos, y me proporcionó las coordenadas para encontrarle. Además de cambiar el vendaje de su pierna, y siguiendo sus instrucciones, le he administrado un antishock y un estimulante metabólico suave. Pero… Francamente, señor, incluso con un tratamiento de primeros auxilios adecuado, considero que no se encuentra en condiciones de enfrentarse a los gamorreanos, aunque al no ser un androide médico sólo puedo hablar basándome en la observación personal. ¿Qué tal se encuentra, señor?

—Como si estuviera en el último tercio de una carrera de cien kilómetros con un estabilizador averiado. —Luke bajó el faldón de la pierna de su mono sobre los tres últimos parches de perígeno que él o Cetrespeó habían conseguido encontrar—. Creo que necesito otro parche de esos, pero tendría que ser tan grande como una manta.

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