La habitación en la que metieron a Leia era una gran sala tallada en la roca y equipada —asombrosamente— con una ventana formada por tres grandes paneles a través de los que se filtraba una pálida claridad diurna incluso antes de que Lord Garonnin diera un manotazo al interruptor mural para activar los paneles luminosos del techo.
—Si eso os divierte, Alteza, podéis tratar de romperla cuando lo deseéis —dijo, observando la dirección hacia la que se orientó el interés de Leia apenas vio la ventana—. Fue instalada mucho antes de que se erigiese la cúpula, y los cerrojos han sido diseñados para resistir casi cualquier cosa.
Leia fue hasta la ventana dejando a Lord Garonnin, Irek y Roganda en el umbral. Estaba incrustada en una especie de pequeña alcoba que sobresalía de la roca del risco, ocultando cualquier señal de su existencia a quien se encontrara debajo. Una protuberancia de mayores dimensiones colgaba desde arriba y, como todas las irregularidades del risco, estaba recubierta por gruesos telones de lianas que impedían que la luz de la ventana pudiera ser vista desde ningún punto del risco durante la noche. Leía echó un vistazo por entre las plantas trepadoras que descendían a lo largo del risco, y pudo ver la parte superior de la torre en ruinas a unos diez o doce metros debajo de ella y a su derecha.
Se acordó de que había visto aquel pequeño promontorio festoneado de lianas desde la torre, uno más entre los muchos esparcidos a lo largo de la pared del acantilado que se alzaba detrás de la Casa de Plett. Leia se preguntó cuántos promontorios como ese ocultarían las ventanas de aquel complejo de túneles y habitaciones. Si inclinaba la cabeza, podía contemplar el recinto de piedra en el que había percibido los ecos de los niños Jedi absortos en sus juegos. Más allá el risco se convertía en un lago de neblina y copas de árboles, con los jardines suspendidos flotando por encima de él como una armada de aeronaves cuyas cubiertas estuvieran adornadas con flores. Leia podía ver a los alimentadores —casi todos ellos alienígenas de las razas más ágiles, como chadra-fans o verpines, pues el uso de mecanismos quedaba totalmente descartado en aquellas circunstancias— yendo y viniendo a lo largo de las cuerdas y pasarelas que iban de un parterre a otro, o desde los parterres hasta la estación de suministros, aferrándose a la pared del risco por entre las exuberantes cascadas de tallos de moradulce.
—Sigo diciendo que deberíamos llevarla a una de las habitaciones inferiores —insistió Irek.
El muchacho sacudió la cabeza para echar hacia atrás su larga cabellera, que le llegaba hasta los hombros y era tan negra como una medianoche de invierno y más rizada que la de su madre. Su piel era ligeramente dorada, como la de Roganda, pero el suave tono dorado estaba empalidecido por la lividez de una existencia mayoritariamente subterránea. Su vestimenta era tan sencilla como la de Roganda, pero se movía con la altiva arrogancia de quien cree ser el centro alrededor del cual gira el universo.
Leia estaba familiarizada con aquel porte gracias a los días que había pasado en el mercado matrimonial de la Corte del Emperador. Muchos jóvenes, sabedores de que el universo giraba alrededor de ellos y única y exclusivamente de ellos, lo tenían.
—Eso suponiendo que decidamos tenerla aquí— añadió, lanzándole una mirada cuidadosamente concebida como un insulto que recorrió a Leia desde la cabeza hasta los pies.
—Sea cual sea su posición actual en la República, Lord Irek —replicó Lord Garonnin en voz baja y suave—, Su Alteza merece ser tratada con toda la consideración a la que tiene derecho la hija de una de las Grandes Casas.
Irek abrió la boca para soltar una seca réplica y el labio de Drost Elegin se curvó levemente en una mueca entre sarcástica y satisfecha, como si la nada elogiosa opinión que se había formado del muchacho y de su madre estuviera siendo confirmada una vez más. Roganda se apresuró a poner la mano sobre el hombro de su hijo.
—Y por el momento es nuestra invitada, hijo mío —dijo—, y esto es lo que debemos a nuestros invitados.
Las palabras y el tono podrían haber surgido de los labios de la tía Rouge. Leia se dio cuenta de que Roganda miraba fijamente a Elegin mientras hablaba, y comprendió que su pequeño discurso tenía como objetivo impresionarle con su conocimiento de Cómo Debían Hacerse Las Cosas, y que no surgía de ninguna verdadera preocupación por su bienestar.
—Pero…
Los ojos de Irek fueron del rostro de su madre al de Garonnin primero y al de Leia después, y acabó decidiendo callarse. Pero sus carnosos labios se tensaron en una hosca curva, y los ojos azules chisporrotearon con un descontento secreto.
—Ya va siendo hora de que nos ocupemos del resto de nuestros invitados.
Irek lanzó una mirada altiva a Leia.
—Supongo que siempre podemos matarla luego, ¿verdad? —dijo con deliberada malicia, y volvió la cabeza hacia Garonnin—. ¿Todavía no habéis capturado a ese androide suyo? —añadió.
—Los hombres están registrando todos los túneles entre este punto y la pista —respondió Lord Garonnin—. No conseguirá llegar muy lejos.
—Más vale.
El muchacho giró sobre sus talones y salió de la habitación, seguido por Roganda entre un susurrar de sedas.
Garonnin se volvió hacia Leia.
—No son más que un par de plebeyos arribistas —dijo, y la simple falta de disculpas que impregnaba su tono despreocupado y puramente descriptivo encerraba algo abismalmente más profundo que el desprecio hacia quienes no pertenecían a las Antiguas Casas—. Pero incluso esa clase de personas tienen su utilidad. Con el muchacho como punta de lanza, podremos negociar desde una posición de poder dentro de las jerarquías militares que luchan por controlar los restos del Nuevo Orden de Palpatine. Confío en que Su Alteza estará cómoda.
Leia podía ser la Jefe de Estado de la Nueva República y la arquitecto de la Rebelión, pero enseguida se dio cuenta de que a los ojos de Lord Garonnin seguía siendo la hija de Bail Organa…, y la última superviviente de la Casa Organa y, por lo tanto, la última princesa de Alderaan. —Gracias —dijo, reprimiendo la irritación que siempre había sentido ante la vieja aristocracia de Senex, y decidiendo hablar con él de aristócrata a aristócrata al comprender que Garonnin era un eslabón potencialmente débil en las cadenas que la envolvían—. Aprecio vuestra amabilidad, mi señor. ¿Voy a morir?
Leia hizo cuanto pudo para mantener alejado el sarcasmo de su voz y sustituirlo por esa digna combinación de martirio y noblesse oblige que, según le habían enseñado, era empleada por las damas de la aristocracia para superar cualquier adversidad imaginable, desde el genocidio hasta una mancha en el mantel de la mesita del té.
Garonnin titubeó durante unos momentos antes de responder.
—En mi opinión, Alteza, resultaríais mucho más útil como rehén que como ejemplo.
Leia inclinó la cabeza, velándose los ojos con las pestañas. Lord Garonnin procedía de una clase social que no mataba a los rehenes.
En cuanto a si podía decirse lo mismo de Roganda y su hijo, eso era un asunto totalmente distinto.
—Gracias, mi señor.
«Y muchísimas gracias a ti, querida tía Rouge», añadió en silencio mientras el corpulento aristócrata se inclinaba ante ella y cerraba la puerta a su espalda.
Leia empezó a examinar la habitación cuando los cerrojos todavía no habían acabado de tintinear.
Por desgracia había muy poco que examinar. La estancia era grande, pero apenas contenía mobiliario: sólo había una cama hecha con troncos de ampohr recuadrados y equipada con un colchón relleno que era toda una antigüedad y una almohada de espuma tan vieja que la espuma estaba empezando a amarillear; una mesa de trabajo, también de troncos de ampohr bellamente unidos y tallados pero cuyos cajones no contenían nada; una silla de plástico ultraligero de un tono lavanda verdaderamente repulsivo. Un cubículo separado del resto de la habitación por un mamparo encerraba las instalaciones sanitarias, y una varilla sin cortina con unos ganchos clavada en la pared del cubículo indicaba el lugar en el que alguien había colgado sus ropas en el pasado.
Leia observó de manera automática que todo el mobiliario había sido concebido para las proporciones humanas, y que los sanitarios también se adaptaban a las exigencias de la anatomía humana.
La cámara había sido excavada en la piedra sin tomarse excesivas molestias en lo referente al acabado final, y las paredes no habían sido alisadas de una manera muy concienzuda. La puerta era de metal, y parecía bastante nueva. Las señales dejadas por otras bisagras indicaban que había sustituido a una puerta anterior, que probablemente sería menos sólida. Se encontraban bastante por encima de los manantiales de aguas termales que calentaban las cavernas, y Leia habría tenido frío sin su traje protector.
Deslizó las yemas de los dedos por los sitios en los que habían estado las bisagras de la puerta sustituida. «Han hecho cambios en este lugar para convertirlo en una prisión —pensó mientras lo hacía—. ¿Cuándo?» Leia lamentó no tener ni idea de cuánto tiempo tardaba en ponerse amarilla la espuma de las almohadas, ya que eso habría podido darle alguna pista.
«¿Y para quién?»
Los cerrojos de la puerta emitieron un chasquido metálico.
En ese mismo instante Leia sintió un sordo zumbido dentro de su cabeza y una profunda somnolencia, y durante un momento nada tuvo la más mínima importancia salvo la idea de ir a la cama y acostarse.
La Fuerza. Un truco de la Fuerza.
Lo rechazó —con una cierta dificultad-, y retrocedió hasta estar lo más lejos posible de la puerta, sabiendo quién iba a entrar por ella.
—Sigues despierta.
Irek parecía un poco sorprendido.
Iba armado con un desintegrador y una espada de luz. Leia se mantuvo inmóvil junto a la ventana, sabiendo que echar a correr hacia la puerta no le serviría de nada.
—No eres el único que sabe usar la Fuerza por aquí.
Irek volvió a recorrerla de arriba abajo con la mirada. Sus ojos azules estaban llenos de desprecio, y Leia pensó que debía de tener catorce o quince años. Se preguntó si había construido la espada de luz que colgaba de su flanco o si la había sacado de algún sitio…, o se la había quitado a alguien.
—¿A eso le llamas tú usar la Fuerza?
Irek giró sobre sus talones y clavó los ojos en un punto de la pared de roca ligeramente a la derecha de la cama. Leia sintió lo que hacía con su mente, con la Fuerza; y sintió, tal como lo había percibido en los túneles, el poderío bien adiestrado de su voluntad y la capa de negrura que manchaba todos los usos que hacía de ella.
Un agujero de medio metro cuadrado acababa de aparecer donde antes sólo había piedra de color rojo oscuro.
Irek dejó escapar una carcajada estridentemente infantil.
—Nunca habías visto nada parecido antes, ¿verdad?
Fue hasta el sitio en el que se había formado el agujero, pero Leia siguió sintiendo que la observaba. La mano de Irek se mantenía muy cerca de su desintegrador, y Leia se acordó de lo que había dicho en la sala del arroyo subterráneo.
«Sin ella, la República se desmoronará.»
No le había gustado que le llevaran la contraria y, lo que era todavía más importante, Irek no creía estar equivocado. Leia sospechó que el muchacho era sencillamente incapaz de pensar que pudiera llegar a equivocarse.
Le habría encantado disparar contra ella mientras intentaba escapar.
Irek sacó una bolsita de plasteno negro del agujero. Después inclinó la cabeza y la piedra volvió a aparecer, exactamente tal como estaba antes. Irek miró a Leia y sus labios se curvaron en aquella sonrisa altiva y encantadora.
—Ni siquiera mi madre sabe que existe —dijo, muy complacido consigo mismo—. Y si se enterara de que existe, no sabría cómo abrirlo.
Hizo sallar la bolsita en la palma de su mano. Leia la reconoció: era la gemela de la que había encontrado en la antigua sala de los juguetes, y de la que Tomla Id había sacado del bolsillo de Drub.
—Mi madre piensa que lo sabe lodo, pero hay muchas cosas que ignora. Por ejemplo, cree que no puedo hacer lo que acabo de hacer… Está convencida de que no puedo utilizar la Fuerza para convertirla en otra fuente de energía.
Los ojos azules chispearon.
—Pero con la Fuerza de mi lado, todo es una fuente de energía…, y no tardarán en saberlo.
Leia le observó en silencio mientras Irek iba hacia la puerta. Un instante después el muchacho se detuvo delante del umbral y se volvió bruscamente hacia ella con el rostro repentinamente ensombrecido.
—¿Por qué tu androide no se detuvo? —preguntó—. ¿Por qué no me obedeció?
—¿Qué te hacía pensar que lo haría? —replicó Leia, cruzándose de brazos.
—El que tengo la Fuerza. Tengo el poder.
Leia inclinó la cabeza unos centímetros hacia un lado y le estudió en silencio. No necesitaba decir en voz alta hasta qué punto resultaba obvio que eso no ocurría siempre.
Y Leia pensó que Irek no podía decirle que se equivocaba sin explicarle cómo había adquirido ese poder.
—¡Cerda! —siseó Irek pasados unos momentos, y salió hecho una furia dando un ruidoso portazo y activando los cerrojos detrás de el.
Leia necesitó quince minutos de sudor y grandes esfuerzos para volver a abrir el agujero de la pared. Había percibido con toda claridad lo que hizo Irek, y sabía que el compartimento oculto en la pared había sido construido con un segmento de la roca que lo cubría sintonizado de tal manera que pudiera ser literalmente trasladado a otra dimensión mediante el poder de la Fuerza. Leia también había percibido que era muy antiguo, y que había sido diseñado y construido por un Jedi de vastos poderes, e incluso un desplazamiento tan pequeño requería un control y una fortaleza que casi se encontraban más allá de sus capacidades. Cuando el desplazamiento por fin tuvo lugar, Leia se sentía tan exhausta como si hubiera estado practicando durante una hora con la espada de luz o hubiera corrido varios kilómetros sin parar. Las manos que metió en el hueco estaban temblando.
Había un poquito de polvo de roca mental de un color cremoso esparcido en el fondo.
La roca mental resultaba bastante fácil de obtener en cualquier espaciopuerto, desde luego. Si Irek se parecía aunque sólo fuese un poco a los espíritus más autodestructivos de la Academia Selecta para Jóvenes Damas de Alderaan, entonces tendría paquetitos de la sustancia escondidos por todas partes. Eso explicaría cómo Drub McKumb había conseguido encontrar roca mental y, con ella, la cordura temporal que traía consigo.