Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (23 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—Eres un hombre honesto —dijo ella—. Es un gusto salir a la ventura contigo.

—Gracias, mi señora. ¿Adónde vamos ahora? Tú debes guiarme.

—Las mujeres que salen a correr aventuras deben estar informadas. Por esta época suele ofrecer sus torneos Lady de Vawse. Vive en un castillo solitario a dos días de aquí. Y todos los años ofrece un hermoso trofeo y una gran fiesta para rodearse de buena compañía. Es una reunión honorable y placentera. Tengo por costumbre llevar a ese torneo a los caballeros que me acompañan. Creo que allí encontrarás dignos oponentes. Después de eso, yendo más al sur, están los dominios del conde Fergus. Y he oído que un gigante lo tiene preocupado. ¿Sabes arreglártelas con los gigantes?

—Señora, he tenido alguna experiencia con ellos. Veremos cómo nos encontramos al llegar allí. Entretanto, vayamos a esta Lady de Vawse. El albergue de ese duque furibundo era más peligroso que sus armas. Estoy de ánimo para buenos campeones y buenos alojamientos.

—Me gustaría lavarme el pelo. No me has visto, mi señor, como seria de mi agrado. Tengo una túnica de finísima seda y hebras de oro en el fondo de mi bolsa, y unos zapatos delgados y pequeños.

—Tal como estás me pareces encantadora —dijo él—, pero las mujeres bonitas me vuelven invencible.

—Ojalá todos los caballeros andantes fuesen como tú —suspiró ella.

Llegaron al castillo de Lady de Vawse antes del torneo, y como era temprano pudieron elegir gratos aposentos que daban a los jardines interiores. La dama de Vawse los acogió amablemente y condujo a la doncella a los baños y ungüentos y a los dedos expertos de sus criadas. Sir Marhalt tuvo a su disposición un escudero que lustró y reparó su equipo, un palafrenero que cuidó de su corcel, y hasta un artesano que pintó la insignia de su escudo con brillantes colores, mientras él departía con otros caballeros visitantes, comentando épocas pasadas, evocando ardorosas lides, jactándose un poco a través de supuestos, comprobando el estado del césped del campo de torneos y contemplando el cielo una y otra vez, mientras elevaban breves plegarias para que el tiempo no los defraudase. Y durante la tarde celebraban en el salón, escuchaban y referían historias y se deleitaban con la dulce voz de jóvenes y apuestos trovadores, cuyos cantares evocaban hazañas y prodigios, dragones y gigantes, castas doncellas claras como el aire, amantes caballeros que llevaban el rayo en el brazo derecho, trovadores que evocaban lo que a todos les habría gustado creer. Y examinaban el galardón del vencedor de las justas, una diadema de oro maravillosamente labrada cuyo valor se estimaba en mil besantes.

La dama de Sir Marhalt deslumbraba a su caballero con su cabello lustroso y su tez de pétalo de rosa. Envuelta en la túnica azul y oro, avanzaba con la morosa dignidad de la música, y vestía un alto capirote azul y una ondeante toca de satén del blanco más puro. Y cuando vio el dorado trofeo, sus ojos brillaron tanto que Sir Marhalt dijo:

—Señora, si la fortuna y mi denuedo caballeresco están a la par de mis deseos, lucirás ese galardón.

Ella sonrió y se sonrojó, y sus manos, aptas para tejer una guirnalda y cocinar un guiso en el bosque, aletearon como pálidas mariposas, con lo cual Sir Marhalt comprendió que ser una buena dama requiere tanta habilidad como ser un buen caballero.

En la mañana del torneo, mientras encantadoras doncellas ocupaban su sitio en el estrado y los caballeros arreaban sus corceles y elegían cuidadosamente sus lanzas, un paje trajo a la liza un envoltorio para Sir Marhalt. Al abrirlo, encontró una manga de seda azul bordada con hebras de oro, y la sujetó a la cimera del yelmo para que al cabalgar flotara como un pendón. Y cuando los caballeros avanzaron para escoger sus puestos, su dama vio el paño azul que ondeaba en la cimera de Marhalt y sintió gran contento, y más aún cuando él irguió la enorme lanza para saludarla.

Fue una lid prolongada y gloriosa, pues en ella se trabaron dignos varones, y los jueces y las damas, bajo el dosel multicolor, juzgaban las sutilezas y sopesaban los méritos, pues eran gente experta que sabia discernir la petulancia de la destreza sólida y caballeresca Y con el transcurrir del día, un único y sosegado caballero, sin alardes ni exhibiciones, fue arrancando de sus sillas a cuantos lo enfrentaban, y a tal punto llegaba su pericia que todo parecía fácil y casual. Los observadores consignaban los puntos en tablas de madera, y cuando la trompeta anunció el final, no hubo discusión alguna. Le llevaron a Marhalt la diadema dorada, y él, con la cabeza descubierta, se hincó de hinojos frente a la dama de Vawse. El trofeo relumbró sobre su pelo corto y grisáceo, y luego Sir Marhalt dio gracias a su anfitriona y se dirigió a su señora y públicamente le ofreció el premio. Ella se quitó la toca con un gesto y, sonrojándose, se inclinó para que Sir Marhalt le ciñera la diadema en la frente, y los presentes aplaudieron al diestro caballero y a su dama, igualmente diestra.

Siguieron tres días de festejos y música y amor, con discursos y petulancias y unas pocas y encarnizadas disputas y muy poco sueño: el mejor torneo y el mejor festín de que todos tuvieran memoria.

Al cuarto día, cuando el sol rodaba en lo alto del cielo, Sir Marhalt, acompañado por su dama, cruzó melancólicamente las puertas del castillo y cabalgó hacia el sur a través de la verde campiña. La dama vestía sus ropas de viaje, y su bolsa de domésticas maravillas iba sujeta al estribo.

—Es bueno alejarse —observó Marhalt—. Celebrar es más duro que combatir. Me duelen los huesos.

—Unas cuantas noches al descampado, mi señor, un poco de paz y reposo. Si, admito que me alegra irme. Fue hermoso, pero también es hermoso estar a solas. No hay necesidad de apurarse. Al final del camino hay una tumba. ¿Necesitamos precipitarnos hacia ella? No va a dejar de esperarnos.

—Tienes razón —dijo Sir Marhalt—. Cuando hayamos recorrido un trecho buscaremos un sitio tranquilo cerca del agua y yo cortaré un helecho para que descansemos, y quizá hasta construya una pequeña choza donde podamos recobrarnos de las rondas del placer.

—En la bolsa tengo un pollo asado y una buena hogaza de pan, mi señor.

—Llevo un tesoro cabalgando en ancas —dijo él.

En un pequeño claro junto a un manantial de aguas frías y rumorosas, Marhalt construyó una discreta cabaña con ramas que cortó a estocadas, y armó un mullido lecho con helechos secos de dulce aroma. Apiló piedras para apoyar la marmita, recogió un haz de leña seca arrancada al tronco de un árbol caído y ató el caballo en un pastizal cercano. Colgó la armadura del roble que había junto a la choza, y al lado el escudo y la lanza. La doncella no permaneció ociosa. En cuanto Marhalt se cambió, ella le lavó la ropa interior y la puso a secar en un arbusto de grosella blanca. Llenó la marmita de grosellas y, observando y escuchando, siguió el vuelo de unas abejas y de un tronco hueco trajo miel silvestre para endulzar las grosellas. Y en la choza, se ocupó de dispersar tomillo silvestre para perfumar el lecho, de envolver dulces hierbas en su paño impermeable para hacer una blanda almohada, de darle un orden doméstico a su pequeña provisión de enseres, y con su cuchillo, pequeño y eficaz, cortó y limpió vástagos para colgar las ropas. Su caballero le pidió el alfiler dorado que le sujetaba el pelo, armó una línea con crines del caballo, y se dirigió a un estanque donde caía el rumor del agua, recogiendo efímeras al pasar. Al poco tiempo regresó con cuatro hermosas truchas manchadas, enderezó el alfiler y se lo devolvió. Luego envolvió las truchas en una servilleta de helechos y las dejó a un costado, para cocerlas a la brasa cuando cayera la tarde.

—No, descansa, mi señor —dijo ella—. Ya has cumplido tus menesteres. No me prives de mi colaboración. Mira, hice un blando asiento de helecho. Descansa, señor, reclinado en el árbol, y observa cómo tu dama se afana por complacerte.

Él sonrió y se sentó y olfateó las grosellas que burbujeaban en la miel caliente. Estiró las piernas y alzó los brazos por encima de la cabeza.

—Hace falta tan poco para ser dichoso, y a la vez tantas cosas —dijo—. Observa el diáfano cielo estival sonrosado por el crepúsculo, y la estrella del atardecer. No pocos trabajos se requieren para crear todo eso que nos hace felices. Y ahora hablemos del futuro, querida mía.

—Preferiría gozar en silencio del presente, mi señor.

—Si, sí —dijo él—. No me refería a ese lejano futuro que nos está reservado y nos aguarda. Vamos a la ventura. Salí muchas veces a la ventura, pero nunca fui tan feliz. Pero hay ciertos requisitos, y debemos cumplirlos. Hemos derrotado a los enemigos del rey y hemos combatido en un torneo. Tenemos un año a contar desde nuestra partida y no hay necesidad de apurarse. Ahora podemos tomarnos con calma nuestras aventuras y dejar que se multipliquen, o bien darlas por terminadas y encontrar un sitio agradable y dejar que el tiempo transcurra inadvertido.

Ella revolvió las grosellas con una vara, sonriendo con satisfacción y buen humor.

—Como doncella andante tengo bastante experiencia —dijo—. Una aventura es un puntaje razonable. Dos es mejor, tres digno de memoria, y cuatro… nadie pondrá en duda el mérito que hay en cuatro aventuras. Ya hemos corrido dos aventuras importantes. Algunos incluirían la del hombre de la jabalina, pero nosotros no lo haremos. Tenemos por delante el gigante que te mencioné. ¿Qué experiencia has tenido con gigantes, mi señor?

—He luchado con un par de ellos —dijo él—. Siempre me dieron lástima. Nadie los quiere tener cerca, y al estar solos se enfurecen y a veces son peligrosos.

—¿Pero sabes luchar contra ellos?

—Por eso no te preocupes —dijo Sir Marhalt—. Claro que no sé cómo será este gigante, pero los que enfrenté eran estúpidos en relación a su tamaño, y cuanto más grandes más estúpidos. Hay un modo de combatirlos que suele dar buenos resultados.

—Lo cierto es que matan y capturan a muchos caballeros, mi señor.

—Lo sé, y no es un cumplido para los caballeros. Los caballeros tienen cierta tendencia a emplear las mismas armas contra todos sus enemigos. No les gusta cambiar. Armadura pesada y escudo contra un gigante es una locura total.

Un chillido vibró en la oscuridad del monte que se cernía sobre ellos. Marhalt tranquilizó a la doncella.

—Es una liebre —dijo—. Tendí una trampa, de modo que mañana por la mañana tendremos carne. Si has terminado con el fuego, pondré las truchas sobre la ceniza caliente.

—Yo me encargo de hacerlo, señor. No debes privarme del orgullo de servirte.

Cuando el dulce vapor se elevó ociosamente de las brasas y las truchas cocidas, Marhalt dijo:

—Ven a sentarte a mi lado, querida mía. —Y cuando ella se reclinó sobre el árbol, él le apartó los cabellos rojizos de la pequeña oreja, y trazó con el dedo el perfil del lóbulo y contempló las estrellas del atardecer reflejadas en sus ojos—. Hace falta tan poco para ser dichoso —dijo—, y a la vez tantas cosas.

Ella lanzó un profundo suspiro y, extasiada, se tendió en la hierba como un gatito.

—Mi señor —dijo—, mi querido señor.

El joven conde Fergus les dio la bienvenida frente al puente levadizo y los condujo, a través del rastrillo doble y las puertas, al patio interior de su castillo. Luego hizo alzar el puente, bajar el rastrillo y cerrar las puertas.

—Más vale ser precavido —dijo con inquietud—. Bienvenido, caballero. Espero que hayas venido por lo del gigante. Caramba, señora mía, bienvenida seas. Al principio no te reconocí. Estás más bella. Espero que tengas más suerte que la última vez. Tu caballero aún sigue preso en la guarida del gigante, si es que ya no ha muerto.

—Te equivocas de caballero, mi señor —dijo ella—. Mi último caballero andante cabalgó contra el gigante armado hasta los dientes, y el monstruo aferró su lanza y lo arrancó de su montura como a un insecto, y luego lo recogió y lo arrojó a la copa de un árbol.

—Lo recuerdo —dijo Fergus—. Tuvimos que esperar a que anocheciera para llevarle una escalera y bajarlo de allí.

—Después de eso no resultó una buena compañía —dijo la dama—. Refunfuñaba y hablaba de su honra y me hizo prometer que jamás lo contaría a nadie. Y hasta ahora no lo hice. Conde Fergus, Sir Marhalt es de otra pasta. Tiene experiencia con los gigantes.

—Querida mía —dijo Marhalt—, no es apropiado hablar así. Además, cantar victoria antes del combate trae mala suerte.

—Espero que puedas matarlo —dijo Fergus—. Al principio era una atracción y todos los años venía gente a verlo. Pero ahora, por el contrario, ha vuelto peligrosas estas tierras. Su guarida está llena de prisioneros y él asalta y despoja a las caravanas de tal modo que es imposible conseguir una pieza de paño o una nueva espada. Su torre debe de estar colmada de bienes y de joyas y de oro y de armas ajenas. Espero que podamos librarnos de él, señor. Ya me tiene harto.

—Haré lo que pueda —dijo Marhalt—. ¿Pelea a caballo?

—Oh, no. Es demasiado enorme. No hay montura que pueda soportarlo. En realidad, puede tomar a un caballo en brazos como si fuera un cachorro.

—¿Cómo se llama?

—Se llama Taulurd.

—He oído hablar de él. Tiene en Cornualles un hermano llamado Taulas. Una vez le hice frente y no salí bien parado, pero en esa época yo era joven. Algo aprendí con él.

—No me importaría —dijo Fergus— si él se limitase a tomar lo que necesita. Pero lo que no puede usar, Taulurd lo destruye como un chico enfurecido.

—En fin —dijo Marhalt—, supongo que es un chico, pese a su tamaño. ¿Viste armadura?

—No, sólo pieles de animales, y usa mazas para defenderse. Troncos de árboles y barras de hierro, lo que pueda encontrar.

—Bien, veremos —dijo Marhalt—. Supongo que ahora podría salir en su busca, pero más vale que espere la mañana. ¿Puedo usar una piedra molar para mi espada, señor?

—Llamaré a un sirviente para que te la afile.

—No —dijo Marhalt—. Preferiría hacerlo yo mismo. Quiero un filo muy especial. Y ahora, mi señor, ¿podríamos desarmarnos y ponernos cómodos?

—Mil disculpas —dijo Fergus—. Entren al salón, por favor…, o mejor aún, cenemos en mi pequeño cuarto junto al fuego. Allí no hay nadie. Taulurd ha vuelto impopular toda esta región. Vamos, caballero. Espero que no les disguste la comida rústica. Los lechos, no obstante, son confortables. Haré colocar sobre ellos piedras calientes para secarlos y entibiarlos. Ha sido una primavera lluviosa.

El pequeño castillo del conde Fergus era un sitio agradable en las márgenes del río Cam. El castillo configuraba una isla lamida por las frescas aguas del río. Y como el foso que la circundaba era profundo, las murallas podían ser bajas. Era un sitio alegre y aireado donde podía penetrar el sol, tal como en esa mañana cuando Sir Marhalt se alistó para combatir al gigante. Vistió una ligera chaqueta de cuero y pantalones como los que de ordinario llevaba debajo de la armadura, pero ese día no se cubrió el cuerpo ni la cabeza con artefactos metálicos. Calzó medias de piel de ciervo, vendadas hasta la altura de la rodilla.

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