Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (42 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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No podía decirse esto de Lanzarote, quien permanecía sentado con la cabeza gacha en su sitial de la Tabla Redonda, donde su nombre estaba inscripto en caracteres de oro. Algunos decían que cabeceaba y acaso dormitaba, pues eran muchos los testimonios de su grandeza, y la monótona letanía de sus victorias se prolongó durante horas. La inmaculada fama de Lanzarote tanto había medrado que los hombres se enorgullecían de que él los derrotase, hasta esta noticia era un honor. Y como había triunfado en tantas lides, es posible que caballeros que él nunca había visto proclamaran que él los había derribado. Era un modo de atraer la atención por un instante. Y mientras dormitaba y anhelaba estar en otra parte, escuchaba cómo se exaltaban sus hazañas hasta hacerlas irreconocibles, y algunos hechos de armas antes atribuidos a otros hombres eran añadidos con nuevas tintas a la reluciente lista de sus proezas. Hay un sitial en la dignidad no tocado por la envidia, cuyo ocupante cesa de ser un hombre para transformarse en receptáculo de los anhelos del mundo, un sitial generalmente reservado a los muertos, de quienes no pueden esperarse rechazos ni recompensas, pero en este momento Sir Lanzarote era su indiscutido poseedor. Y vagamente escuchaba cómo su fuerza era favorablemente comparada con la del elefante, su ferocidad con la del león, su agilidad con la del ciervo, su sagacidad con la del zorro, su belleza con la de los astros, su justicia con la de Solón, su severa probidad con la de San Miguel, su humildad con la del cordero recién nacido; su monumento militar habría sorprendido al mismo Arcángel Gabriel. A veces los huéspedes dejaban de masticar para oír mejor, y un hombre que hacía ruido al beber atraía miradas ceñudas.

Arturo se sentaba muy erguido en su escaño, sin siquiera juguetear con el pan, y junto a él estaba la adorable Ginebra, rígida como una estatua pintada. Solamente sus ojos ensimismados denunciaban lo errático de sus pensamientos. Y Lanzarote estudiaba las páginas abiertas de sus manos de caballero. No eran manos grandes, pero donde no tenían los nudos y cicatrices de viejas heridas eran delicadas y de fina textura, de piel suave y muy blanca, protegida por la tela de cuero flexible de sus guanteletes.

No había quietud en el gran salón, no todos se dedicaban a escuchar. Por todas partes había gente que iba y venia, algunos sirviendo grandes tablas llenas de carne y canastos de pan, redondos y chatos como una fuente. Y había los inquietos que no podían estarse tranquilos, mientras todos, urgidos por la carne a medio masticar y los torrentes de hidromiel y cerveza, se veían obligados a reiteradas entradas y salidas.

Lanzarote agotó el tema de sus manos y miró de reojo el largo salón y observó los movimientos con ojos tan entrecerrados que casi no distinguía las caras. Y pensó que en verdad a todos los conocía por su aspecto. Los caballeros, con sus ricas y largas túnicas que barrían el piso, caminaban con ligereza o apenas creían tocar el suelo porque sus cuerpos estaban libres de los agobiantes caparazones de hierro. Los pies eran largos y delgados porque, siendo jinetes, jamás los habían ensanchado y achatado caminando. Las damas, con sus amplias faldas, se movían como el agua, pero esto era algo aprendido y premeditado, algo que las muchachas pequeñas aprendían con la ayuda de azotes en los tobillos desnudos, en tanto que sus hombros eran echados hacia atrás con arneses tachonados de clavos, y sus cabezas adquirían altura y rigidez mediante dolorosos collares de sauce entretejido, o, para las negligentes, con soportes de alambre pintado, pues aprender a alzar la cabeza con el orgullo de un cisne, aprender a fluir como el agua, no es fácil para una muchachita a punto de convertirse en una dama. Pero tanto las damas cuanto los caballeros adecuaban sus movimientos a sus vestiduras; el balanceo y el ritmo de una larga túnica bastan para dar cuenta de quién la usa. Es innecesario mirar de cerca a un siervo o un esclavo, para reconocerlo con esos hombros anchos e hinchados de llevar cargas, las piernas cortas, gruesas y curvas, los pies grandes y achatados, toda la figura lentamente abrumada por pesos innumerables. En el gran salón, los servidores soportaban sus pesos con la tarda lentitud del buey o aplastados como cangrejos, encorvados y nerviosos aun cuando se hubiesen librado de su carga.

Una pausa en la enumeración de sus virtudes atrajo la atención de Lanzarote. Acababa de hablar el caballero que había intentado darle muerte en un árbol, y entre los bancos se incorporó Sir Kay. Lanzarote pudo escuchar su voz, contando hazañas como si fueran hojas, sacos o toneles. Antes de que su amigo llegara al centro del salón, Lanzarote se levantó y se acercó al escaño del rey.

—Mi rey y señor —le dijo—, perdóname si solicito permiso para retirarme. Se me ha abierto una vieja herida.

Arturo le sonrió.

—Padezco esa misma herida —respondió—. Iremos juntos. Quizá vengas al aposento de la torre cuando hayamos velado por nuestras heridas.

Y con un gesto, ordenó a los trompetas que dieran por terminada la reunión, y a los guardias que despejaran el lugar.

La escalera de piedra que conducía a la cámara del rey estaba labrada en los gruesos muros del torreón. A breves intervalos, una profunda aspillera o una tronera larga y biselada mostraban una parte de la ciudad.

No había hombres armados en esta escalera. Estaban abajo y habían consentido el paso de Lanzarote. La habitación del rey era redonda, una tajada horizontal de la torre, sin ventanas salvo las troneras, y se entraba por una puerta arqueada y angosta. Era una habitación exiguamente amueblada, alfombrada de juncos. Una cama ancha, y a sus pies un cofre de roble tallado, un escabel frente al hogar, y varios taburetes completaban el mobiliario. Pero la tosca piedra de la torre estaba revocada y pintada con solemnes fieras de hombres y de ángeles tomados de la mano. Dos velas y el aromático fuego eran la única luz.

Cuando entró Lanzarote, la reina se incorporó del escabel que había frente al hogar, diciendo:

—Me retiro, señores.

—No, quédate —dijo Arturo.

—Quédate —dijo Lanzarote.

El rey estaba cómodamente tendido en la cama. Sus pies desnudos, que sobresalían de una larga túnica azafrán, se acariciaban entre sí, los dedos curvados hacia adentro. La reina se veía adorable a la luz del fuego, una esbelta cascada de brocado verde. Como de costumbre, sonreía con las comisuras de los labios, ocultando su aire divertido. Como sus penetrantes ojos dorados eran del mismo color que el cabello, resultaba extraño ver las pestañas y las finas cejas de color oscuro, una rareza lograda merced a los afeites que un caballero había traído de lejanas tierras en un pequeño frasco esmaltado.

—¿Cómo andan tus cosas? —preguntó Arturo.

—No muy bien, mi señor. Es mas duro que las aventuras.

—¿De veras hiciste todo lo que te atribuyen?

Lanzarote rió entre dientes.

—En verdad, no lo sé. Suena diferente cuando lo cuentan. Y la mayor parte de ellos se siente obligada a hacer algún añadido. Cuando recuerdo que salté cuatro metros, ellos dicen treinta, y francamente no me acuerdo de todos esos gigantes.

La reina le dejó un lugar en el escabel y él se sentó de espaldas al fuego.

—Una doncella, no recuerdo su nombre, habló de cuatro hermosas reinas hechiceras, pero estaba tan excitada que sus palabras se tropezaban unas con otras. No pude entender qué había sucedido.

Lanzarote apartó nerviosamente los ojos.

—Tú sabes, mi señora, cómo suelen excitarse las muchachas —dijo él nigromancia campestre en una meseta.

—Pero ella enfatizó el hecho de que fueran reinas.

—Mi señora, creo que para ella todas son reinas. Es como con los gigantes cuento.

—¿Entonces no eran reinas?

—Bueno, si es por eso, cuando uno se interna en el mundo de los encantamientos, todas son reinas o bien creen serlo. La próxima vez que lo cuente, la doncella misma será una reina.

—Creo, mi señor, que se abusa demasiado de esas cosas. Es una mala señal, un indicio de insatisfacción, que la gente se dedique tanto a predecir la fortuna y cosas semejantes. Quizá debiera haber una ley que lo prohíba.

—La hay —dijo Arturo—. Pero no está en manos seculares. Se supone que la Iglesia se encarga de eso.

—Si, pero algunos conventos se han entrometido.

—Bien, ya me encargaré de comentárselo al arzobispo.

—Entiendo que has rescatado doncellas por docenas —observó la reina, rozándole el brazo con los dedos. Una helada convulsión atravesó el cuerpo de Lanzarote, que abrió la boca asombrado al sentir un dolor hueco que le apretaba las costillas y le dificultaba la respiración—. ¿Cuántas rescataste? —dijo la reina al cabo de un momento.

—Claro que hubo algunas, señora —dijo él, con la boca reseca—. Siempre las hay.

—¿Y todas te hicieron el amor?

—De ningún modo, señora. En eso tú me proteges.

—¿Yo?

—Si. Pues del momento en que, con la venia de mi señor, juré servirte toda la vida y te consagré mi amor cortés de caballero, tu nombre me pone a cubierto de las doncellas.

—¿Y deseas estar a cubierto?

—Sí, mi señora. Mi oficio es la guerra. No tengo tiempo ni inclinación hacia otra clase de amor. Espero que esto sea de tu agrado, señora. Envié muchos prisioneros a solicitar tu gracia.

—Nunca vi una cantidad tan grande —dijo Arturo—. Debes de haber barrido unos cuantos condados.

Ginebra volvió a rozarle el brazo y, mirándolo con el rabillo de sus ojos dorados, advirtió el espasmo que lo estremecía.

—Ya que hablamos del tema, quiero mencionarte a una dama que no salvaste. Cuando la vi era un cadáver decapitado que no estaba en óptimas condiciones, y el hombre que la traía estaba a punto de perder el seso.

—Estoy avergonzado de ello —dijo Lanzarote—. Estaba bajo mi protección y le fallé. Supongo que fue mi vergüenza lo que me incitó a imponerle ese castigo al hombre. Lo lamento. Espero que lo hayas liberado de su carga.

—En absoluto —dijo ella—. Quería alejarlo antes de que el hedor llegara al cielo. Lo envié con su carga al Papa. Su amiga no mejorará durante el camino. Y en cuanto a él, si progresa su falta de interés en las damas, es posible que se transforme en un santo, un eremita o algo por el estilo, si antes no se convierte en un maniático.

El rey se apoyó sobre los codos.

—Tendremos que elaborar algún sistema —dijo—. Las normas de la caballería andante son muy flexibles y las aventuras se superponen entre sí. Además, me pregunto cuánto tiempo podemos dejar la justicia en manos de hombres que de suyo son inestables. No me refiero a ti, amigo mío. Pero puede que llegue el tiempo en que la corona deba imponer el orden y la organización.

La reina se levantó.

—Señores, ¿ahora me concedéis permiso para retirarme? Sé que hablaréis de asuntos ajenos y acaso tediosos a los oídos de una dama.

—Por cierto, señora —dijo el rey—. Vé a descansar.

—No, señor… a descansar no. Si no preparo los diseños para las costuras, mis doncellas mañana no tendrán trabajo.

—Pero éstos son días de fiesta, querida.

—Me gusta darles algo que hacer todos los días, mi señor. Son criaturas perezosas y algunas tienen la mente tan estrecha que de un día para otro olvidarían cómo enhebrar una aguja. Excusadme.

Salió de la habitación con paso firme y altivo, y la brisa que alzó en el aire quieto envolvió a Lanzarote en un extraño aroma, un perfume que le endiosaba el cuerpo con una exaltación estremecedora. Era un aroma que él no conocía ni podía conocer, pues era el olor destilado por la piel de Ginebra. Y mientras ella atravesaba el portal y bajaba por las escaleras, se vio saltando y corriendo tras ella pese a estar inmóvil.

Y en cuanto la reina salió, la habitación fue lúgubre y perdió todo su encanto, y Lanzarote se sintió muerto de fatiga, exhausto casi hasta las lágrimas.

—Qué reina —dijo en voz baja el rey Arturo—. Y qué mujer. Merlín estaba conmigo cuando la elegí. Trató de disuadirme de ello con sus ominosas y habituales profecías. Fue una de las pocas veces que disentí con él. Bien, mi elección ha demostrado que el mago era falible. Ginebra le ha demostrado al mundo qué reina podía ser. Todas las otras mujeres palidecen en su presencia.

—Si, mi señor —dijo Lanzarote, y sin que él supiera a qué atribuirlo, como no fuera al desmesurado tedio de la fiesta, se sintió perdido y el frío puñal de la soledad se apretó contra su pecho.

El rey reía entre dientes.

—Es costumbre de las mujeres repetir que sus señores tienen que comentar asuntos muy importantes cuando, si fueran sinceras, dirían que las aburrimos. Y yo espero que nunca sean sinceras. Caramba, qué mal aspecto tienes, amigo mío. ¿Estás afiebrado? ¿A eso te referías cuando hablaste de tu vieja herida abierta?

—No. La herida era lo que tú pensabas, mi señor. Lo cierto es que puedo combatir, viajar, alimentarme de bayas, volver a combatir y pasar noches insomnes sin que flaqueen mis fuerzas ni mi bravura, pero estar sentado en un festín de Pentecostés me ha matado de cansancio.

—Me doy cuenta —dijo Arturo—. Otra vez hablaremos de la salud del reino. Ahora vé a acostarte. ¿Tienes tu viejo aposento?

—No… uno mejor. Sir Kay ha echado a cinco caballeros de las bellas y suntuosas habitaciones que hay sobre la puerta norte. Lo hizo en rememoración de una aventura que todos, Dios nos ayude, tendremos que escuchar mañana. Acepto tu venia, mi señor.

Y Lanzarote se hincó de rodillas y apresó entre sus manos la de su amado rey y la besó.

—Buenas noches, mi natural señor, mi amigo natural —le dijo, y salió a los tumbos de la habitación y bajó tanteando los curvos escalones junto a las ranuras de piedra.

Cuando llegó al próximo rellano, Ginebra salió calladamente de una entrada en penumbras. Pudo contemplarla a la brumosa luz de la tronera. Ella le tomó el brazo y lo condujo al oscuro aposento y cerró la puerta de roble.

—Algo extraño sucedió —dijo en voz baja la reina—. Cuando me fui, me pareció que me seguías. Estaba tan segura que ni siquiera me di vuelta para verificarlo. Estabas allí, detrás de mi. Y cuando llegué a mi puerta, te dije buenas noches, tan convencida estaba de que venias conmigo.

Él pudo ver su perfil en la oscuridad e inhalar el aroma que despedía su piel.

—Mi señora —dijo—, cuando dejaste la habitación, me vi salir detrás de ti como si el que estaba sentado fuese otra persona.

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