Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (18 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—No, señora, no es verdad.

—¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu nombre? —preguntó ella.

—Soy de la corte del rey Arturo —dijo él—. Mi nombre es Manessen. Soy primo de Sir Accolon.

—Yo amé a Sir Accolon —dijo Morgan le Fay—. En memoria de él, te daré libertad para que hagas con este hombre lo que él habría hecho contigo.

Los hombres de Morgan lo desataron y sujetaron al otro con las mismas ligaduras. Sir Manessen vistió la armadura y las armas de su captor, lo llevó a un profundo manantial y lo arrojó al agua de un empujón. Luego volvió junto a Morgan.

—Ahora regreso a la corte de Arturo. ¿Tienes algún mensaje para él?

—Sí —respondió ella con amargura—. Dile a mi querido hermano que te rescaté no por amor de él sino por amor de Accolon. Y dile que no le tengo miedo, pues puedo hacer que yo y mis hombres nos convirtamos en piedra. Por último, dile que puedo hacer mucho más que eso y que se lo demostraré en el momento oportuno.

Morgan le Fay se dirigió a las tierras que poseía en el país de Gore y fortificó sus castillos y ciudades y los armó y avitualló, pues no obstante sus arrogantes palabras, vivía temerosa del rey Arturo.

Gawain, Ewain y Marhalt

E
l rey Arturo regresó a Camelot enfermo de ira y pesadumbre, pues no hay defensa contra la deslealtad y sólo el furor y la suspicacia pueden medirse con las heridas que inflige.

La ira del rey se propagó al hallar eco en los caballeros de la corte. Ultrajar a la persona del rey es un acto de traición que afecta a todos sus vasallos. Proclamaban que Morgan le Fay merecía la hoguera, y su crimen era aún más horrible por tratarse de la hermana del rey. Cuando Sir Manessen trajo el altivo mensaje de Morgan, los caballeros refunfuñaron a la espera de que Arturo diera orden de tomar las armas, pero el rey comentó con amargura:

—Ahora veis de cuánto sirve una hermana buena y cariñosa. Ya lo resolveré a mi manera, y os prometo que mi venganza será el comentario del mundo entero. —Por lo cual supieron sus vasallos que el rey estaba confundido y no tenía planes a la vista.

Como muchas mujeres crueles y malignas, Morgan le Fay conocía las debilidades de los hombres y se mofaba de sus virtudes. Y también sabia que los actos más improbables pueden llevarse a cabo siempre que se los ejecute con firmeza y sin vacilación, pues los hombres, por mucho que sean testigos de lo contrario, creen que la sangre es más espesa que el agua, y que la belleza femenina está reñida con la maldad. Así, Morgan jugó una partida mortal con la honestidad y la inocencia de Arturo. Preparó un obsequio para su hermano, una capa tan hermosa que sin duda le haría brillar los ojos. Flores y hojas rizadas recamadas de joyas hacían de la capa un objeto precioso y deslumbrante, y Morgan le Fay le envió este presente a Arturo por mediación de una de sus doncellas, a quien impartió instrucciones precisas en cuanto a su mensaje.

Cuando la doncella se presentó ante Arturo, se estremeció al verlo tan enfurecido.

—Señor —le dijo al rey—, tu hermana ahora comprende su abominable crimen y sabe que no puede ser perdonada. Está resignada a su destino, pero quiere que sepas que no obró por cuenta propia, sino a instancias de un espíritu maligno que la capturó y la dominó. —Advirtió que los ojos del rey titilaban de incertidumbre y reforzó sus argumentos—. Tu hermana Morgan te envía este presente, mi señor, un obsequio apropiado a la fama que conquistaste por tu justicia, clemencia y sabiduría. Te suplica que lo vistas al juzgarla, y quizá recuerdes no al perverso espíritu que la dominó sino a la hermana entrañable que confortaste con tu cariño.

La doncella desplegó la brillante capa y la tendió ante el rey observándole el rostro y conteniendo el aliento. Notó el destello de placer que la belleza del manto encendía en sus ojos.

—Bien…, hay espíritus malignos —dijo Arturo—. Todo el mundo sabe que los hay.

—Tu hermana confeccionó esta capa con sus blancos dedos, mi señor. Engarzó cada una de estas joyas sin ayuda de nadie.

—Siempre fue habilidosa —dijo Arturo admirando la capa—. Recuerdo que una vez, cuando era niña… —Tendió la mano hacia el objeto que lo deslumbraba.

En eso se oyó un chillido.

—Mi señor, no la toques. —Y Nyneve del Lago se adelantó y dijo—: Señor, ya una vez te salvé de la traición. —Los ojos del rey volvieron a posarse sobre el manto, pero Nyneve añadió—: Señor, aunque yo esté equivocada, nada se pierde con comprobarlo. Que la mensajera de Morgan la vista antes que tú.

—Si es inofensiva, nadie se ofenderá por ello —dijo el rey, volviéndose a la trémula doncella—. ¡Póntela!

—Imposible —dijo la doncella—. Seria inapropiado vestir el manto del rey. Mi señora se pondría furiosa.

—Yo perdonaré tu falta. ¡Póntela!

Entonces, mientras la muchacha retrocedía, Nyneve tomó la capa por el borde con las puntas de los dedos y la echó sobre los hombros de la doncella, cuya piel enrojeció y luego ennegreció. La doncella rodó por el suelo entre contorsiones, mientras la corrosiva sustancia devoraba sus carnes y las marchitaba.

Arturo contempló, maravillado y afligido por la traición, a esa enjoyada y convulsa criatura.

—Mi hermana me preparó esta muerte con sus propias manos —suspiró—. Mi propia hermana. — Y miró con suspicacia a cuantos lo rodeaban. Luego solicitó a Sir Uryens, el esposo de Morgan, que lo viera en privado.

Cuando estuvieron a solas, le dijo:

—Señor, la traición es el delito más triste. Aunque fracase, su veneno penetra muy hondo. Antes de morir, Sir Accolon confesó su culpa y juró que tú eras inocente… tú, mi amigo y mi hermano. Pero la inocencia no es un antídoto. Sé que rehusaste conspirar contra mi, pero cómo olvidar que sabias que existía una conspiración. Nada me cuesta perdonarte, pues no ignoro que mi hermana también intentó matarte a ti. Trataré de no quitarte mi confianza… ¿pero es posible enmendar la confianza deteriorada? Lo ignoro. En cuanto a tu hijo y sobrino mío, Sir Ewain, no puedo olvidar que lo alimentó un pecho ponzoñoso. Las manos que modelaron su juventud engarzaron joyas para mi muerte. La suspicacia es algo nauseabundo. Ewain debe abandonar esta corte. No tengo tiempo para vigilarlo todo y recelar aun de los actos más inocentes.

—Te comprendo —dijo Sir Uryens—. Si se te ocurre un modo de poner a prueba mi lealtad, estoy dispuesto.

—Despide a tu hijo —dijo Arturo.

Ewain aceptó el destierro.

—Sólo hay un modo de dar fe de mi mismo —declaró—. Saldré a la aventura y dejaré que mis actos hablen por mi. Las palabras pueden ser traicioneras, pero los hechos son irrecusables.

Su primo y amigo, Sir Gawain, no era tan paciente.

—Quien te destierra a ti me destierra a mi —dijo—. Iré contigo. Esto es una injusticia.

Y Arturo, al ver que dos buenos y jóvenes caballeros se preparaban para una prolongada travesía, dijo cavilosamente:

—Cuando tenía a Merlín, no sospechaba de nadie. Él todo lo sabia y me salvaba de la incertidumbre. Ojalá volviese a tenerlo conmigo. —Luego recordó las profecías de Merlín con respecto a Ginebra y dudó de su interés en conocer el futuro—. Con el conocimiento no hay esperanzas —dijo—. Sin esperanzas permanecería inmóvil, herrumbrándome como una armadura en desuso.

Antes del amanecer, los jóvenes caballeros oyeron misa y se confesaron, y sus almas quedaron tan limpias como sus pulidas y relucientes espadas. Luego se alejaron de Camelot y se internaron animosamente en un nuevo mundo de prodigios. Contemplaron desde la distancia los viejos muros de Camelot, cuyas altas torres se erguían sobre la inexpugnable colina recortándose contra el alba, y las cuatro profundas fosas que protegían las murallas. Aceptaban con satisfacción, orgullo y humildad el oficio de hombres en un mundo donde los hombres eran valiosos. Atravesaron valles circundados por altas paredes de roca, observando las enmohecidas defensas de fortalezas que se habían derrumbado antes que naciera el mundo. En una extensa pradera vieron círculos de piedras gigantescas, acaso erigidos por pueblos de otrora, aunque más bien parecían obra de duendes del presente, pero como esas cosas nada tenían que ver con sus afanes, se alejaron dando un amplio rodeo.

Luego, a la vista de un bosque, se aproximaron a una colina cónica coronada de pinos oscuros, y los caballos se detuvieron y temblaron con las orejas erguidas y los ojos blancos de miedo. Sir Ewain y Sir Gawain reconocieron las señales y volvieron grupas para eludir ese túmulo. Aquél no era su oficio ni su mundo. Bastantes prodigios había en el que habitaban.

No sin alivio se internaron en un tupido robledal y se alejaron de esa comarca encantada. Los troncos de los árboles, gruesos como caballos, se alzaban oscuros y ensombrecían el cielo con una maraña de hojas inquietas apenas traspasada por una luz verde y porosa. Un tapiz de musgo apagaba el retumbar de los cascos, ningún pájaro cantaba en la enramada. Sólo el golpeteo del escudo contra el peto, el arenoso susurro de los correajes y el tintinear de las rodajas de las espuelas delataban su paso por el bosque. Los caballos lograban abrirse paso, pues se sabe que un caballo con la rienda suelta suele internarse por los caminos que otros siguieron antes. En lo alto, las hojas de roble se agitaban estremecidas por un viento que ni rozaba el suelo. La calma y la penumbra impregnaron el ánimo de los jóvenes caballeros y los dos guardaron silencio. Mucho se contentaron al llegar a la cima de una colina y ver desde allí una planicie alfombrada de hierba y, en sus limites frondosos y distantes, una oscura torre de piedra almenada y fortificada, pues ese sitio, aunque estuviera erizado de peligros, debía albergar formas comprensibles.

Gawain y su primo se irguieron en las sillas, inclinaron los escudos hacia delante y llevaron la mano derecha a la empuñadura de la espada. De la pradera llegaban voces femeninas estridentes y coléricas. Los caballeros verificaron la firmeza de sus correajes y antes de proseguir rumbo a la torre bajaron sendas viseras.

En el linde de la planicie se detuvieron, pues vieron a doce damas que corrían frente a un árbol pequeño del que pendía un escudo blanco. Y al pasar ante el escudo, cada una de ellas le tiraba barro y lo maldecía. Luego se alejaban para buscar más barro. Desde la cima de la torre cercana, dos caballeros armados observaban el curioso espectáculo.

Los primos se acercaron y Sir Ewain preguntó con sequedad:

—¿Por qué mancháis e insultáis a un escudo indefenso?

Las damas soltaron una carcajada y una de ellas respondió:

—Te lo diré, ya que lo preguntas. El caballero dueño de este escudo aborrece a las damas. Eso es un insulto para nosotras, y para responderle insultamos su escudo. Es un modo de hacernos justicia. —Y sus compañeras lanzaron una desagradable risotada.

—No es propio de un caballero escarnecer a las damas —dijo Sir Gawain—, convengo en ello, pero quizás haya un motivo para semejante conducta. O quizás esté enamorado de alguna otra dama. ¿Conocéis su nombre?

—Por cierto que sí. Se trata de Sir Marhalt, hijo del rey de Irlanda.

—Lo conozco muy bien —dijo Sir Ewain—. Es tan buen caballero como el que más y lo he visto hacer alarde de ello en una justa, donde conquistó el trofeo triunfando sobre todos.

—Creo que vuestra conducta es reprochable —dijo con severidad Sir Gawain—. No conviene a una dama deshonrar el escudo de un hombre. Él volverá en defensa de su escudo y dejará de amar a las damas cuando vea lo que habéis hecho. No es de mi incumbencia, pero no me quedaré aquí para ver cómo deshonran el escudo de un caballero… Vamos, primo, sigamos adelante. A damas como éstas tampoco yo puedo amarlas.

Cuando se aproximaban al linde del bosque, apareció Sir Marhalt sobre un enorme corcel y galopó hacia las doncellas, quienes chillaron aterradas y huyeron hacia la torre entre caídas y tropezones.

Sir Marhalt miró su escudo embarrado y se lo colgó del hombro, y en ese momento uno de los caballeros de la torre salió al galope.

—Defiéndete —le gritó.

—Con gusto —dijo Marhalt, y reclinándose con fiereza sobre su lanza en ristre, embistió tan violentamente a su adversario que montura y jinete rodaron a los tumbos en un torbellino de arreos y de cascos. Antes que Sir Marhalt pudiera volver grupas, arremetió sobre él el otro caballero de la torre, pero Marhalt, volviéndose sobre la silla, desvió la punta de la lanza y derribó a su oponente.

Entonces Marhalt invirtió el escudo y raspó la suciedad de su blanca superficie. Luego lo exhibió frente a la torre, donde las doncellas temblaban atemorizadas.

—Parte del insulto está vengado —gritó Marhalt—. Una dama me obsequió este escudo blanco. Y lo usaré tal como está. Sucio y todo, es más limpio que vosotras. —Luego vio a los primos en el linde del bosque y se les acercó cautelosamente y les preguntó qué estaban haciendo.

—Somos de la corte del rey Arturo —dijo Sir Gawain—, y cabalgamos en busca de aventuras. ¿Tienes algo para sugerimos?

—No —dijo Marhalt—, pero si llamáis aventura a un pequeño lance, yo no rehusaría, siempre que lo pidáis cortésmente. —Y volvió grupas y ocupó su puesto en el centro de la planicie.

—Déjalo en paz —dijo Ewain—. Es un buen hombre. ¿Qué podemos ganar? No tenemos pendencia con él.

—Aún no es mediodía —dijo Sir Gawain, mirando el sol. Mis fuerzas vienen con la mañana, como sabes, y se desvanecen con la tarde. Seria vergonzoso no lidiar con él, pero debe ser pronto o nunca.

—Quizá podamos irnos de aquí —dijo Ewain.

—No después del reto. Se reirían de nosotros y seriamos objeto de burla.

—Muy bien, primo —dijo Ewain—. No soy tan fuerte ni tan experto como tú. Déjame la primera acometida. Si me derriba, te cedo el gusto de vengarme.

—Muy bien —asintió Gawain—, pero si permites que te lo diga, tu actitud no es la más propicia al entrar en batalla.

Sir Ewain arremetió y Marhalt lo derribó y le desgarró el flanco. Sir Marhalt trotó de regreso a su posición de batalla y, rígido y erecto sobre su montura, aguardó el encuentro con su próximo oponente.

Sir Gawain se cercioró de que su primo no estuviese malherido y luego miró el sol y comprobó que había tiempo. Era hijo de la mañana, y su fuerza y coraje despuntaban con el sol y con él declinaban. Su corazón brincaba de júbilo. Acomodó la lanza y echó su caballo al trote, luego al paso largo y por fin a un furibundo galope, Sir Marhalt lo encontró en la mitad del campo. Cada lanza acertó en el centro del escudo contrario y se dobló por la fuerza de la embestida. El asta de fresno luchó con el asta de fresno, hasta que la lanza de Gawain se astilló y el caballo y su jinete se precipitaron al suelo.

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