Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (7 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—¿Por qué estás triste? —le preguntó el anciano.

—Son muchas las causas de mi tristeza y mi estupor —respondió el rey—, pero recién se acercó un joven y me habló de cosas que no podía ni debía saber.

—El joven te dijo la verdad —dijo el anciano—. Debes aprender a escuchar a los niños. Te hubiese dicho mucho más si se lo hubieses permitido. Pero tu alma está negra y cerrada porque cometiste un pecado y Dios está disgustado contigo. Has amado a tu hermana y engendrado un hijo en ella. Y ese hijo crecerá para destruir a tus caballeros, a tu reino y a ti.

—¿Qué estás diciendo? —exclamó Arturo—. ¿Quién eres tú?

—Soy Merlín el viejo. Pero también era yo, Merlín el niño, quien quiso enseñarte que escucharas a todo el mundo.

—Eres un hombre prodigioso —dijo el rey—. Siempre te envuelve el misterio, como a un sueño. Aclárame tu profecía: ¿es verdad que debo morir en batalla?

—Es voluntad de Dios que seas castigado por tus pecados —dijo Merlín—. Pero debes alegrarte, pues tendrás una muerte digna y honorable. Yo soy el único que debe estar triste, pues mi muerte será vergonzosa, fea y ridícula.

Un nubarrón manchó el cielo y el viento silbó velozmente en la enramada.

—Si sabes cómo vas a morir —dijo el rey—, quizá puedas evitarlo.

—No —dijo Merlín—. Es tan imposible de alterar como si ya hubiese ocurrido.

Arturo observó el cielo.

—Es un día negro —dijo—, un día turbulento.

—Es un día, un día como cualquier otro. Es tu alma la que está negra y turbulenta, mi señor.

Y mientras hablaban, llegaron los palafreneros con caballos de refresco, y el rey y Merlín montaron y se dirigieron a Caerleon. Bajo el cielo tenebroso, los hostigó una lluvia acerada y huraña. En cuanto pudo, el atribulado monarca llamó a Sir Ector y Sir Ulfius y los interrogó con respecto a su cuna y ascendencia. Le dijeron que el rey Uther Pendragon era su padre, e Igraine su madre.

—Eso es lo que me dijo Merlín —dijo Arturo—. Mandadme a Igraine. Debo hablar con ella. Y si también ella dice que es mi madre, no podré menos que creerlo.

La reina fue llamada sin tardanza y acudió acompañada por su hija Morgan le Fay, una dama de extraña hermosura. El rey Arturo las recibió y les dio la bienvenida.

Cuando estuvieron en el gran salón, con toda la corte y todos los vasallos sentados en las largas mesas, Sir Ulfius se incorporó e interpeló a la reina Igraine en voz alta, para que todos pudieran oírlo:

—Sois una dama indigna —exclamó—. Habéis traicionado al rey.

—Cuidado con lo que dices —dijo Arturo—. Haces una acusación seria, de la que no podrás retractarte.

—Mi señor, me doy perfecta cuenta de lo que digo —dijo Ulfius—, y aquí está mi guante para retar al varón que me contradiga. Acuso a la reina Igraine de ser la causa de tus tribulaciones, la causa del descontento y la rebelión que cunden en tu reino y la verdadera causa de la terrible guerra. Si mientras vivía el rey Uther ella hubiese admitido que era tu madre, las tribulaciones y mortíferas guerras no habrían sobrevenido. Tus súbditos y tus barones nunca han estado seguros de tu parentesco ni han creído del todo en tu derecho al trono. Pero si tu madre se hubiese prestado a padecer un poco de vergüenza por tu causa y por la causa del reino, no habríamos sufrido tantos desastres. Por lo tanto, la acuso de deslealtad hacia ti y hacia el reino, y estoy dispuesto a luchar contra cualquiera que opine lo contrario.

Todas las miradas se volvieron a Igraine, quien estaba sentada al lado del rey. La reina guardó silencio un instante, sin alzar los ojos. Luego irguió el rostro y habló gentilmente:

—Soy una mujer solitaria y no puedo luchar por mi honra. ¿Hay acaso algún hombre capaz de defenderme? Ésta es mi respuesta a esa acusación. Bien sabe Merlín, y también Sir Ulfius, cómo el rey Uther vino a mí, merced a los artificios mágicos de Merlín, bajo el aspecto de mi esposo, quien había muerto tres horas antes. Esa noche concebí un hijo del rey Uther, y al decimotercer día él me desposó y convirtió en su reina. Por mandato de Uther, el niño me fue arrebatado al nacer y fue entregado en manos de Merlín. Nunca me dijeron qué se había hecho de él, y nunca supe su nombre, nunca vi su cara ni me enteré de su suerte. Juro que digo la verdad.

Entonces Sir Ulfius se volvió hacia Merlín.

—Si la reina dice la verdad, eres más culpable que ella.

—Tuve un hijo de mi señor el rey Uther —exclamó la reina—, pero nunca supe qué le había ocurrido… jamás.

Luego el rey Arturo se incorporó y se dirigió a Merlín. Tomándolo de la mano, lo condujo frente a la reina Igraine y le preguntó con serenidad:

—¿Esta mujer es mi madre?

A lo cual Merlín respondió:

—En efecto, mi señor. Es tu madre.

Entonces el rey Arturo abrazó a su madre y la besó llorando, y ella lo consolaba. Al cabo de un rato el rey irguió la cabeza y sus ojos centellearon. Proclamó que se realizaría una fiesta para celebrar, una gran fiesta que duraría ocho días.

Era costumbre entonces que todos los barones, caballeros y vasallos que festejaban en el gran salón se sentaran a ambos lados de dos largas mesas, según el orden impuesto por su rango e importancia, mientras que el rey, los altos dignatarios y las damas ocupaban una mesa elevada que desde un extremo dominaba toda la corte. Y mientras festejaban y bebían, vinieron hombres para entretener al rey —trovadores y músicos y narradores de historias— y éstos se ubicaban entre las mesas largas y quedaban frente al elevado escaño del rey. Pero también acudieron a las fiestas gentes dispuestas a tributarle obsequios u homenajes, o a suplicar justicia del rey contra los malhechores. Aquí también se ubicaban los caballeros que solicitaban la venia para partir en busca de aventuras, y al regresar ocupaban el mismo sitio y relataban sus peripecias. Una fiesta consistía en algo más que comer y beber.

Al festín de Arturo llegó un escudero que entró a caballo en el salón, llevando en brazos a un caballero muerto. Refirió que un caballero había alzado un pabellón en el bosque, junto a una fuente, y desafiaba a cuantos caballeros pasaban por allí.

—Ese hombre ha matado a este buen caballero, Sir Miles —dijo el escudero—, quien era mi amo. Te suplico, mi señor, que Sir Miles reciba honrosa sepultura y que algún caballero vaya a vengarlo. —Hubo un gran alboroto en la corte y todos vociferaron su opinión.

El joven Gryfflet, quien era apenas un escudero, se adelantó hasta el rey y solicitó que Arturo lo armase caballero en reconocimiento por los servicios prestados durante la guerra.

—Eres demasiado joven —protestó el rey—, y de muy tierna edad para acometer empresa tan alta y dificultosa.

—Señor —dijo Gryfflet—, te ruego que me armes caballero.

—Seria una lástima hacerlo y enviarlo a la muerte —dijo entonces Merlín—; será un buen guerrero cuando tenga edad suficiente y te será leal toda la vida. Pero si acomete contra el caballero del bosque, es posible que jamás vuelvas a verlo, puesto que ese caballero es uno de los mejores y más fuertes y más sagaces del mundo.

Arturo reflexionó y dijo:

—A causa de los servicios que me has prestado, no puedo rechazarte aun si así lo deseara —y tocó con la espada el hombro de Gryfflet y lo armó caballero. Y luego dijo Arturo—: Ahora que te he concedido el don de la caballería, pediré un don de tu parte.

—Haré lo que me pidas —dijo Sir Gryfflet.

—Debes prometerme, por tu honor —dijo el rey Arturo—, que sólo una vez acometerás contra el caballero del bosque, sólo una vez, y que luego regresarás aquí sin entablar más contiendas.

—Lo prometo —dijo Sir Gryfflet.

Gryfflet se armó con rapidez, montó a caballo, tomó el escudo y la lanza y se lanzó al galope hasta que llegó al arroyo próximo a la senda del bosque. En las cercanías vio un rico pabellón y un caballo de guerra con la silla y los arreos listos. De un árbol pendía un escudo de brillantes colores y sobre el árbol vecino había apoyada una lanza. Entonces Gryfflet golpeó el escudo con el cabo de la lanza y lo arrojó por tierra. Un hombre armado salió de la tienda y le preguntó:

—¿Por qué has volteado mi escudo?

—Porque quiero batirme contigo —dijo Gryfflet.

El caballero suspiró.

—Es mejor que no lo hagas —dijo—. Eres muy joven e inexperto. Soy mucho más fuerte que tú y más templado en las armas. No me fuerces a luchar contigo, joven caballero.

—No tienes opción —dijo Sir Gryfflet—. Soy un caballero y acabo de retarte.

—No es equitativo —dijo el caballero—, pero las normas caballerescas me obligan a hacerlo si insistes en ello. —Luego preguntó—: ¿De dónde vienes, joven caballero?

—Soy de la corte del rey Arturo —dijo Gryfflet—, y exijo que aceptes el reto.

El caballero montó de mala gana y ocupó su sitio en el campo. Ambos enristraron las lanzas y se acometieron a la carrera. Con el impacto la lanza de Sir Gryfflet se hizo pedazos, pero la lanza del forzado caballero hendió escudo y armadura y penetró en el flanco izquierdo de Gryfflet antes de quebrarse y dejarle el asta rota hundida en el cuerpo. Sir Gryfflet cayó por tierra.

El caballero miró con tristeza al joven caído, se acercó y le desató el yelmo. Comprobó que se hallaba malherido y le tuvo compasión. Alzó en brazos a Gryfflet y lo depositó en su montura, rogando a Dios que cuidara del joven.

—Tiene un corazón viril —dijo el caballero—, y si llega a salvarse alguna vez probará su valía. —Luego envió al caballo por donde había venido. El caballo llevó al ensangrentado Gryfflet a la corte, donde hubo gran congoja por él. Le lavaron la herida y lo cuidaron y pasó mucho tiempo antes que recobrara el sentido.

Mientras Arturo sufría tristeza y consternación por la herida de Sir Gryfflet, doce caballeros de edad irrumpieron en la corte. Exigieron un tributo en nombre del emperador de Roma y declararon que, de no serles entregado, Arturo y todo su reino serían destruidos.

Arturo se encolerizó y les dijo:

—Si no tuvierais el salvoconducto de mensajeros os haría matar ahora mismo. Pero respeto vuestra inmunidad. Llevad esta respuesta. No debo tributo al emperador, pero si me lo exige, le pagaré un tributo en lanzas y espadas. Lo juro por el alma de mi padre. Llevad ese mensaje.

Los mensajeros se alejaron enfurecidos. Habían llegado en mal momento.

El rey estaba airado y resentido a causa de la herida de Sir Gryfflet. Se sentía responsable, pues si hubiese escuchado el consejo de Merlín, negándole el titulo de caballero, Gryfflet no habría retado al caballero de la fuente. De manera que, sintiéndose culpable de la herida, el mismo Arturo decidió asumir las consecuencias. Al caer la noche ordenó a un criado que tomara el caballo, la armadura, el escudo y la lanza del rey, y los trasladara a un sitio fuera de la ciudad y que allí lo aguardara. Antes del alba, el rey salió en secreto, se encontró con su servidor y se armó. Montó a caballo y le ordenó al hombre que lo esperara allí mismo, y así fue cómo el rey Arturo cabalgó a solas dispuesto a vengar a Sir Gryfflet o a pagar por su juicio erróneo, pues valoraba más su condición de hombre que su condición de rey.

Se alejó silenciosamente de la ciudad y entró al bosque con las primeras luces del alba. Y entre los árboles vio a tres labradores rústicamente ataviados que perseguían a Merlín con garrotes en las manos, ansiosos de matarlo. Arturo galopó hacia los labradores, que al ver a un caballero armado se volvieron y corrieron por sus vidas y se ocultaron en la espesura. Arturo se acercó a Merlín y le dijo:

—Ya ves, pese a tu magia y tu ciencia, te habrían matado si no llego para salvarte.

—Te place creerlo así —replicó Merlín—, pero no es verdad. Pude haberme salvado en cualquier momento de haberlo deseado. Tú corres más peligro del que corría yo, pues cabalgas en dirección a tu muerte y Dios está enemistado contigo.

Avanzaron hasta llegar a la fuente junto al sendero y vieron el rico pabellón que relucía bajo los rayos del sol. Un caballero armado estaba tranquilamente sentado en una silla próxima a la tienda. Arturo lo interpeló.

—Caballero —le dijo—, ¿por qué custodias este camino y retas a todo caballero que pasa?

—Es mi costumbre —dijo el caballero.

—Entonces te aconsejo que cambies de costumbre —dijo el rey.

—Es mi costumbre —repitió el caballero— y me aferraré a ella. Quien no esté de acuerdo, es libre de modificarla si puede.

—Yo la modificaré —dijo Arturo.

—Y yo la defenderé —dijo el caballero. Y montó a caballo y tomó el escudo y aferró una larga lanza. Los dos se chocaron con gran ímpetu y con tal destreza que ambas lanzas dieron en el centro de cada escudo y se hicieron pedazos. Entonces Arturo desenvainó la espada, pero el caballero lo contuvo—: ¡Así no! Hagamos una nueva justa con lanzas.

—No me quedan lanzas —dijo Arturo.

—Puedes usar una de las mías, tengo bastantes —dijo el caballero, y su escudero trajo dos nuevas lanzas de la tienda y le dio una a cada uno. Picaron espuelas una vez más y se acometieron con gran fuerza y velocidad, y una vez más las dos lanzas dieron en el centro y se despedazaron. Arturo volvió a echar mano a la espada. Pero el caballero dijo—: Señor, eres el mejor de cuantos me han enfrentado. Por la honra de la caballería, midámonos una vez más.

—De acuerdo —dijo Arturo.

Les trajeron otras dos lanzas y volvieron a acometerse, pero esta vez el asta de Arturo se despedazó en tanto que la de su oponente resistió el impacto y echó por tierra al caballo y al caballero. Arturo se desembarazó del caballo y desenvainó la espada.

—Dado que a caballo he perdido —dijo—, lucharemos a pie.

—Yo todavía estoy montado —se mofó el caballero.

Entonces el rey montó en cólera y, cubriéndose con el escudo, avanzó hacia el caballero.

Cuando éste vio tan recia bravura desmontó de inmediato, pues era hombre honorable y no le gustaban las ventajas injustas. Desenvainó la espada y los dos lucharon con ferocidad, mientras las espadas, entre tajos, golpes y acometidas, astillaban los escudos y hendían los hierros, y la sangre manaba y fluía y les escurría por las manos embadurnadas. Al cabo de un rato descansaron, jadeantes de fatiga y debilitados por la pérdida de sangre. Luego, con renovada furia, arremetieron como carneros. Los aceros chocaron en el aire y la espada de Arturo se partió en dos. El rey retrocedió, bajó la mano y permaneció triste y silencioso.

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