Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (2 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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Habló en privado con su esposo el duque, y le dijo:

—Creo que no te mandaron llamar a causa de una trasgresión. El rey ha planeado deshonrarte a través de mí. Por lo tanto te ruego, esposo mío, que evitemos este peligro y cabalguemos hacia nuestro castillo al caer la noche, pues el rey no ha de tolerar mi negativa.

Y, según los deseos de Lady Igraine, huyeron tan subrepticiamente que ni el rey ni el consejo notaron la fuga.

Cuando Uther descubrió que habían huido montó en cólera. Convocó a los señores y les refirió la traición del duque. Los nobles vieron y temieron su furia, y aconsejaron al rey que despachara mensajeros ordenando al duque que él y su esposa regresaran en el acto, pues dijeron:

—Si se niega a obedecerte, tendrás el deber y el derecho de hacerle la guerra y destruirlo.

Y así se hizo. Los mensajeros galoparon en pos del duque y volvieron con la lacónica respuesta de que ni él ni su esposa retornarían.

Entonces el airado Uther le envió un segundo mensaje aconsejando al duque que armara sus defensas, porque en el lapso de cuarenta días el rey lo desalojaría del más fortificado de sus castillos.

Así advertido, el duque aprovisionó y armó sus dos mejores fortalezas. Envió a Igraine al castillo de Tintagel, sobre los altos riscos a orillas del mar, mientras él se disponía a defender Terrabil, una fortaleza de gruesas murallas con muchas puertas e innumeras entradas secretas.

El rey Uther reunió un ejército y marchó sobre el duque. Alzó sus tiendas en las cercanías del castillo de Terrabil e inició el sitio. Muchos hombres perecieron durante los asaltos y la enconada defensa sin que ningún bando aventajara al otro, y al fin Uther cayó enfermo de furia y frustración y por añoranza de la bella Igraine.

Entonces el noble caballero Sir Ulfius fue a la tienda de Uther y lo interrogó con respecto a la índole de su enfermedad.

—Te lo diré —dijo el rey—. Estoy enfermo de furia y de amor, y para eso no hay remedio alguno.

—Mi señor —dijo Sir Ulfius—. Iré en busca de Merlín el Mago. Ese hombre sabio y sagaz puede elaborar un remedio para dar contento a tu corazón. —Y Sir Ulfius partió en busca de Merlín.

Este Merlín era un hombre sabio y sutil con extraños y secretos poderes proféticos capaz de esos trastornos de lo ordinario y lo evidente que reciben el nombre de magia. Conocía los tortuosos senderos de la mente humana y sabía además que un hombre simple y abierto es muy receptivo cuando algo misterioso lo confunde, y Merlín se complacía en el misterio. Así fue como el caballero Sir Ulfius se encontró, como por casualidad, con un mendigo en harapos que le preguntó a quién buscaba.

El caballero no estaba habituado a que lo interrogaran gentes de tan baja ralea y no se dignó responderle. Entonces el hombre en harapos rió y le dijo:

—No es necesario que me lo digas. Buscas a Merlín. No busques más. Yo soy Merlín.

—¿Tú…? Tú eres un mendigo —dijo Sir Ulfius.

—También soy Merlín —dijo el mago, riéndose de su propia broma—. Y si el rey Uther me promete la recompensa que deseo, le daré cuanto anhela su corazón. Y la gracia que deseo redundará más en su honra y beneficio que en el mío.

Sir Ulfius, maravillado, declaró:

—Si es verdad lo que dices y tu demanda es razonable, puedo prometerte que lo obtendrás.

—Entonces vuelve junto al rey; te seguiré tan rápido como pueda.

Sir Ulfius quedó satisfecho, volvió grupas y cabalgó a todo galope hasta que al fin llegó a la tienda donde Uther yacía enfermo, y le comunicó al rey que había encontrado a Merlín.

—¿Dónde está? —inquirió el rey.

—Mi señor —dijo Ulfius—, viene a pie. Llegará tan pronto como pueda. —Y en ese momento vio que Merlín ya estaba parado a la entrada de la tienda, y Merlín sonrió pues le complacía causar asombro.

Uther lo vio y le dio la bienvenida y Merlín dijo con brusquedad:

—Señor, conozco cada rincón de tu corazón y tu mente. Si estás dispuesto a jurar como rey ungido, que me otorgarás cuanto deseo, obtendrás lo que sé que anhela tu corazón.

Y tan grande era la ansiedad de Uther que juró por los cuatro Evangelistas cumplir con su promesa.

—Señor —dijo entonces Merlín—, éste es mi deseo. La primera vez que hagas el amor con Igraine ella concebirá un hijo de tu sangre. Cuando nazca el niño, debes entregármelo para que yo haga con él mi voluntad. Pero prometo que esa voluntad obrará en favor de tu honra y en beneficio del niño. ¿Estás de acuerdo?

—Se hará como tú digas —dijo el rey.

—Entonces levántate y prepárate —dijo Merlín—. Esta misma noche yacerás con Igraine en el castillo de Tintagel junto al mar.

—¿Cómo es posible? —preguntó el rey.

Y Merlín dijo:

—Mediante mis artes la induciré a creer que tú eres su esposo el duque. Sir Ulfius y yo iremos contigo, aunque bajo el aspecto de dos de los caballeros de confianza del duque. Debo advertirte, no obstante, que cuando llegues al castillo hables lo menos posible para evitar que te descubran. Di que estás fatigado y enfermo y acuéstate de inmediato. Y en la mañana cuídate de levantarte hasta que yo venga en tu busca. Ahora prepárate, pues Tintagel está a diez millas de aquí.

Se prepararon, montaron a caballo y partieron. Pero el duque, desde las murallas del castillo de Terrabil, vio que el rey Uther se alejaba de las filas de los sitiadores y, enterado de que las fuerzas del rey no tenían quién las capitaneara, aguardó la caída de la noche para atacar con todas sus mesnadas desde las puertas del castillo. El duque murió en el combate, unas tres horas antes de la llegada del rey a Tintagel.

Mientras Uther, Merlín y Sir Ulfius cabalgaban hacia el mar a través de las tinieblas rasgadas por la luna, la niebla flotaba imprecisa sobre las ciénagas, como una turba de tenues fantasmas envueltos en ropas vaporosas. Esa amorfa multitud los escoltaba, y las formas de los jinetes eran tan cambiantes como las imágenes dibujadas por las nubes. Cuando llegaron a las puertas de Tintagel, erguido sobre un peñasco abrupto y filoso asomado al rumoroso mar, los centinelas saludaron a las conocidas figuras del duque, Sir Brastias y Sir Jordanus, dos de sus hombres de confianza. Y en los penumbrosos pasadizos del castillo, Lady Igraine acogió a su esposo y puntualmente lo condujo a su cámara. Entonces el rey Uther yació con Igraine y esa noche ella concibió un niño.

Cuando llegó el día, Merlín se presentó tal como lo había prometido. Y bajo la brumosa luz, Uther besó a Igraine y se apresuró a partir. Los centinelas somnolientos abrieron las puertas a su presunto señor y sus acompañantes, y los tres se perdieron en las nieblas del amanecer.

Y más tarde, cuando Igraine tuvo noticia de que su esposo había muerto, y de que ya estaba muerto cuando su imagen vino a yacer con ella, la invadió la consternación y quedó tristemente perpleja. Pero ahora estaba sola y atemorizada, y lloró a su señor en privado y no hizo comentario alguno.

Muerto el duque, no se justificaba la guerra, y los barones del rey le suplicaron que hiciese las paces con Lady Igraine. El rey sonrió para sus adentros y se dejó persuadir. Solicitó a Sir Ulfius que gestionara un encuentro, y la dama y el rey no tardaron en reunirse.

Entonces Sir Ulfius habló a los barones en presencia del rey de Igraine.

—¿Qué motivo de disputa hay aquí? —declaró—. Nuestro rey es un caballero fuerte y fogoso y no tiene mujer. Mi señora Igraine es discreta y hermosa… —hizo una pausa y luego prosiguió—, y libre de contraer matrimonio. Seria una alegría para todos nosotros que el rey consintiera en convertir a Igraine en su reina.

Entonces los barones vocearon su consentimiento y urgieron al rey a realizar ese acto. Y Uther, siendo un fogoso caballero, consintió que lo persuadieran, y con apresuramiento y alegría y júbilo se casaron por la mañana.

Igraine tenía tres hijas del duque y, por voluntad y sugerencia de Uther, cundió la fiebre nupcial. El rey Lot de Lothian y Orkney desposó a la hija mayor, Margawse, y el rey Nentres de Garlot casó con la segunda hija, Elaine. La tercera hija de Igraine, Morgan le Fay, era demasiado joven para el matrimonio. La internaron en un convento para que la educasen, y allí aprendió tanto de magia y nigromancia que se convirtió en una experta en dichos arcanos.

Luego, al cabo de medio año, la reina Igraine engrosó del niño que estaba por nacer. Y una noche, cuando Uther yacía junto a ella, puso a prueba su lealtad y su inocencia. Le preguntó, por la fe que le debía, quién era el padre de su hijo. La reina, profundamente consternada, vaciló en responder.

—No desfallezcas —dijo Uther—. Dime sólo la verdad, sea cual fuere, y te amaré más que antes por ello.

—Señor —dijo Igraine—. Por cierto te diré la verdad, bien que yo no la comprendo. Durante la noche en que murió mi esposo, y después que él fue muerto en batalla, si no mienten los informes de sus caballeros, se introdujo en mi castillo de Tintagel un hombre exactamente igual a mi esposo en su habla y figura, así como en otras cualidades. Y con él venían dos de sus caballeros, de mí conocidos: Sir Brastias y Sir Jordanus. De modo que me acosté con él, según me cumplía hacerlo con mi señor. Y esa noche, lo juro por Dios, concebí este niño. Estoy perpleja, mi señor, pues no puede haber sido el duque. Y no sé y no comprendo otra cosa que esto.

Uther quedó satisfecho al comprobar la sinceridad de la reina.

—Esa es la verdad —exclamó—, es tal como dices. Pues fui yo mismo quien llegó a ti con la figura de tu esposo, por obra de los secretos artificios de Merlín. Por lo tanto, renuncia a tu perplejidad y tus temores, pues yo soy el padre de tu hijo.

Y la reina se sosegó, pues ese enigma la había perturbado profundamente.

Al poco tiempo Merlín se presentó ante el rey, diciéndole:

—Señor, el momento se acerca. Debemos planear la entrega de tu hijo cuando nazca.

—Recuerdo mi promesa —dijo Uther—. Todo se hará según tus consejos.

—Propongo pues a uno de tus señores —dijo entonces Merlín—, un hombre fiel y honorable. Se llama Sir Ector y posee tierras y castillos en muchas partes de Inglaterra y Gales. Haz que este hombre se presente ante ti. Y si te satisface, requiérele que ponga a su hijo al cuidado de otra mujer, para que su esposa pueda amamantar al tuyo. Y cuando nazca tu hijo, debe serme entregado, según me lo prometiste, sin bautizar y sin nombre; y yo se lo llevaré secretamente a Sir Ector.

Cuando Sir Ector se presentó ante Uther le prometió hacerse cargo del niño, y a causa de esto el rey le dio por recompensa vastas heredades.

Y cuando la reina Igraine dio a luz, el rey ordenó a los caballeros y a dos damas que envolvieran al niño en tela de oro y lo sacaran por una poterna para entregárselo a un pobre hombre que aguardaba a las puertas.

Así el niño le fue entregado a Merlín, quien se lo llevó a Sir Ector, cuya esposa le dio de mamar de su propio pecho. Luego Merlín trajo un sacerdote para bautizar al niño, a quien llamaron Arturo.

A los dos años del nacimiento de Arturo, un mal implacable se abatió sobre Uther Pendragon. Entonces, viendo la impotencia del rey, sus enemigos saquearon el reino y derribaron a sus caballeros y mataron a muchos de sus hombres. Y Merlín despachó un mensaje al rey, urgiéndolo con aspereza: «No tienes derecho a yacer en tu cama, sea cual fuere tu enfermedad. Debes salir a batallar al frente de tus hombres, aunque debas hacerlo tendido sobre una litera, pues tus enemigos nunca serán derrotados hasta que tú mismo les hagas frente. Sólo entonces obtendrás la victoria».

El rey Uther escuchó estas palabras y sus caballeros lo llevaron fuera y lo depositaron sobre una litera entre dos caballos, y en esas condiciones condujo a sus mesnadas contra las del adversario. En St. Albans chocaron con un gran ejército de invasores del norte y presentaron batalla. Y ese día Sir Ulfius y Sir Brastias realizaron grandes hechos de armas, y los hombres del rey Uther cobraron ánimos y atacaron con reciedumbre y ultimaron a muchos enemigos y obligaron al resto a darse a la fuga. Concluido el combate, el rey regresó a Londres para celebrar su victoria. Pero había perdido las fuerzas y cayó en un sopor profundo, y por tres días y tres noches estuvo paralítico y sin habla. Sus barones, contristados y temerosos, le preguntaron a Merlín qué convenía hacer.

Entonces dijo Merlín:

—Sólo Dios posee el remedio. Pero si es vuestra voluntad, venid ante el rey mañana por la mañana, y con la ayuda de Dios intentaré devolverle el habla. —Y por la mañana comparecieron los barones, y Merlín se acercó al lecho donde yacía el rey y dijo en voz alta—: Señor, ¿es tu voluntad que tu hijo Arturo sea rey cuando tú hayas muerto?

Entonces Uther Pendragon se volvió y tras duros esfuerzos dijo al fin, en presencia de todos sus barones:

—Le doy a Arturo la bendición de Dios y la mía, y pido que él ruegue por mi alma. —Luego Uther reunió sus fuerzas para gritar—: Si Arturo no reclama la corona de Inglaterra con justicia y honor, sea indigno de mi bendición. —Y con esas palabras, el rey cayó hacia atrás y no tardó en morir.

El rey Uther fue sepultado con toda la pompa digna de un soberano, y su reina, la bella Igraine, guardó luto por él junto a todos sus barones. La pesadumbre invadió la corte, y durante mucho tiempo el trono de Inglaterra permaneció vacante. Entonces surgieron peligros por todas partes: pueblos enemigos asediaron las fronteras y señores ambiciosos hostigaron el reino. Los barones se rodearon de gentes armadas y muchos ansiaron adueñarse de la corona. En medio de esta anarquía nadie estaba a salvo y las leyes no eran respetadas, de manera que Merlín finalmente se presentó al Arzobispo de Cantórbery y le aconsejó que convocara a todos los señores y caballeros armados del reino para que se reunieran en Londres en Navidad, amenazando con la excomunión a quien se negara a concurrir. Puesto que Jesús había nacido en Nochebuena, creíase que quizás en esa noche sagrada les ofreciera una señal milagrosa para indicar a quién le correspondía el trono del reino. Cuando el mensaje del arzobispo llegó a oídos de los señores y caballeros, muchos de ellos se sintieron llamados a purificar sus vidas para que sus plegarias resultaran más aceptables a Dios.

En la iglesia más imponente de Londres (probablemente la Catedral de San Pablo), los señores y caballeros se reunieron para orar mucho antes del alba. Y cuando concluyeron los maitines y la primera misa, se vio en el patio de la iglesia, en un sitio muy próximo al altar mayor, un gran bloque de mármol, y en el mármol había un yunque de acero atravesado por una espada. Tenía esta inscripción en letras de oro:

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