Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (5 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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Como el enemigo los superaba en número, el rey Arturo y sus aliados franceses consideraron cómo enfrentar a las huestes del norte. Merlín colaboró con ellos para planear la batalla. Cuando los exploradores informaron el trayecto seguido por el enemigo y el lugar donde habían de pernoctar, Merlín argumentó que debían atacarlos esa noche, pues una fuerza móvil y pequeña tiene ventajas sobre un ejército en reposo vencido por las fatigas de la marcha.

Entonces Arturo y Ban y Bors, en compañía de caballeros esforzados y de confianza, partieron sigilosamente y a medianoche lanzaron un ataque contra el somnoliento adversario. Pero los centinelas dieron la alarma y los caballeros del norte lucharon desesperadamente por montar a caballo y defenderse, mientras los hombres de Arturo irrumpían en el campamento, cortaban las cuerdas de las tiendas y sembraban la desolación. Pero los once señores eran militares expertos y disciplinados. Rápidamente ordenaron sus tropas y apretaron sus filas, y la lucha continuó encarnizadamente en la oscuridad. Esa noche murieron diez mil hombres de mérito, pero al cernirse el alba los señores del norte lograron abrir una brecha en las filas del rey Arturo, quien emprendió la retirada para dar reposo a su gente y disponer nuevos planes de batalla.

—Ahora podemos recurrir al plan que he preparado —dijo Merlín—. En el bosque hay ocultos diez millares de hombres de refresco. Que el rey Arturo conduzca a sus hombres a la vista de la hueste enemiga. Cuando ellos vean que sois sólo veinte mil contra sus cincuenta mil, se alegrarán y se confiarán en exceso y penetrarán por el estrecho pasaje donde vuestras fuerzas más pequeñas podrán enfrentarlos en pie de igualdad.

Los tres reyes aprobaron el plan de batalla y ocuparon sus puestos.

A la luz del crepúsculo, cuando ambos ejércitos pudieron contemplarse mutuamente, los hombres del norte se regocijaron al ver cuán escasas eran las fuerzas de Arturo. Entonces Ulfius y Brastias iniciaron el ataque con tres millares de hombres. Arremetieron fieramente contra el ejército del norte, golpeando a diestro y siniestro y causando grandes estragos en el enemigo. Los once señores, al ver que tan pocos hombres hendían tan profundamente sus filas, sintieron menguada su honra y organizaron un encarnizado contraataque.

En medio del combate Sir Ulfius perdió el caballo, pero embrazó el escudo y continuó luchando a pie. El duque Estance de Cambenet se abalanzó sobre Ulfius para ultimarlo, pero Sir Brastias vio a su amigo en peligro y desafió a Estance. Chocaron con tal fuerza que ambos fueron arrancados de sus monturas y las rodillas de los caballos se quebraron en el hueso mientras los dos hombres caían aturdidos al suelo. Entonces Sir Kay y seis caballeros abrieron una cuña en las filas enemigas, hasta que los once señores se les opusieron y Gryfflet y Sir Lucas el Mayordomo fueron derribados. Entonces la batalla se convirtió en un confuso torbellino de alaridos, cargas y caballeros en lucha, y cada hombre escogía un enemigo y se trababa con él en singular combate.

Sir Kay vio que Gryfflet seguía peleando con agilidad y rapidez. Derribó al rey Nentres, le llevó el caballo a Gryfflet y lo ayudó a montar. Con la misma lanza, Sir Kay tocó al rey Lot, abriéndole una herida. Al ver esto, el joven Rey de los Cien Caballeros acometió contra Sir Kay y lo tumbó y le quitó el caballo, dándoselo al rey Lot.

Así proseguía la batalla, pues era orgullo y deber de todo caballero socorrer y defender a sus amigos, y un caballero armado a pie corría doble peligro a causa del peso de su armadura. El furor de la batalla crecía sin que ningún bando cediera terreno. Gryfflet vio a sus amigos Sir Kay y Sir Lucas sin montura y les devolvió el favor. Escogió al buen caballero Sir Pynnel y con su enorme lanza lo arrojó fuera de la silla, cediéndole el caballo a Sir Kay. La lucha continuaba y muchos hombres caían de sus monturas, que a su vez pasaban a manos de otros derribados anteriormente. Entonces los once señores rebeldes se vieron colmados de furia y frustración, pues su ejército más numeroso no podía abrirse paso hacia Arturo y sufría grandes pérdidas en muertos y heridos.

Entonces el rey Arturo se lanzó al combate con ojos fieros y fulgurantes, y vio a Brastias y Ulfius caídos y en gran peligro de sus vidas, pues estaban apresados en el arnés de sus caballos heridos y hostigados por el golpeteo de los cascos. Arturo arremetió contra Sir Cradilment como un león y su lanza penetró el flanco izquierdo del caballero. Tomó las riendas y le cedió el caballo a Ulfius, diciéndole, con ese humor feroz y solemne típico de los hombres de guerra:

—Amigo mío, creo que más te valdría ir a caballo. Hazme el favor de usar éste.

—En buena hora —replicó Ulfius—. Gracias, mi señor.

Luego Arturo se arrojó al combate, repartiendo mandobles y volviendo grupas a uno y otro lado, luchando con tal destreza que los hombres lo observaban maravillados.

El Rey de los Cien Caballeros vio a Cradilment en tierra y se volvió hacia Sir Ector, el padre de leche de Arturo, lo derribó y se adueñó del caballo. Cuando Arturo vio que Cradilment, a quien antes había derrotado, montaba el caballo de Sir Ector, se enfureció y volvió a trabarse con él, asestándole un golpe tan vigoroso con la espada que el tajo hendió el yelmo y el escudo y el cuello del caballo, de modo que jinete y montura cayeron derribados en el acto. Entretanto, Sir Kay fue al rescate de su padre, derribó a un caballero y ayudó a Sir Ector para que volviera a montar.

Sir Lucas yacía sin sentido debajo del caballo, mientras Gryfflet virilmente intentaba defender a su amigo contra catorce caballeros. Entonces Sir Brastias, quien había vuelto a montar, acudió para socorrerlos. Golpeó al primer caballero con tal fuerza en la visera que la hoja penetró hasta los dientes. Al segundo lo alcanzó en el codo con un tajo que le cortó limpiamente el brazo, tirándolo al suelo. A un tercero le asestó una estocada en el hombro, donde la coraza se une a la gorguera, despojándolo a la vez del hombro y el brazo. El suelo estaba cubierto de cuerpos mutilados y de heridos que luchaban, de cadáveres y caballos caídos, y la sangre enlodaba la tierra. El fragor de la batalla retumbaba desde la colina hasta el bosque: el clamor de las espadas y los escudos, el sordo crujido de los lanceros al entrechocarse con parejo vigor, los gritos de guerra y los alaridos de triunfo, los airados juramentos y los chillidos de las bestias agonizantes, el triste gemir de los caídos.

Ocultos en el bosque, Ban y Bors observaban la contienda y procuraban conservar el orden y el sosiego en sus filas, pese a que muchos caballeros temblaban y se movían anhelosos de entrar en batalla, pues el ardor de la lucha resulta contagioso entre hombres de armas.

Entretanto, la mortal batalla proseguía. El rey Arturo advirtió que no podría vencer a sus enemigos. Furioso como un león enloquecido por sus heridas, iba de un lado al otro derribando a cuantos se le oponían y maravillando a cuantos lo contemplaban.

Dando mandobles a diestro y siniestro, mató a veinte caballeros e hirió al rey Lot en el hombro, tan severamente que lo obligó a retirarse del campo. Gryfflet y Sir Kay seguían luchando junto a su rey y ganaron grandeza con sus espadas merced a los cuerpos de sus enemigos.

Luego Ulfius y Brastias y Sir Ector cabalgaron contra el duque Estance, Clarivaus, Grados y el Rey de los Cien Caballeros, forzándolos a retirarse del campo; se reunieron en la retaguardia para considerar su posición. El rey Lot tenía graves heridas y su corazón estaba contristado a causa de las terribles pérdidas y desanimado al ver que la batalla no parecía tener fin. Habló con los otros señores, diciéndoles:

—A menos que cambiemos nuestro plan de ataque, nos destruirán poco a poco en el desfiladero. Que cinco de nosotros tomen diez millares de hombres y se retiren a descansar. Al mismo tiempo, los otros seis seguirán luchando en el pasaje causando tantos estragos como sea posible y fatigando al adversario. Cuando los venza el cansancio, iremos a la carga con diez millares de hombres frescos y descansados. No veo otro modo de derrotarlos.

Así se acordó y los seis señores regresaron al campo de batalla y lucharon encarnizadamente para desangrar al enemigo y menoscabar sus fuerzas.

Ahora bien, sucedió que dos caballeros, Sir Lyonse y Sir Phariance, eran guardias de avanzada del oculto ejército de Ban y Bors. Vieron al rey Idres solo y fatigado y, desobedeciendo órdenes, los dos caballeros franceses salieron de su escondite para atacarlo. El rey Anguyshaunce vio lo que ocurría y acometió contra ellos seguido por el duque de Cambenet y un grupo de caballeros, cercándolos e impidiéndoles regresar al bosque. Los caballeros franceses se defendieron con tenacidad pero al fin dieron con sus cuerpos en tierra.

Cuando el rey Bors, desde el bosque, comprobó la necedad de sus caballeros, sintió aflicción por su desobediencia y por el peligro que corrían. Reunió una mesnada y atacó con tal rapidez que pareció trazar una estría negra en el aire. Y el rey Lot lo vio y lo reconoció por el blasón de su escudo.

—Jesús nos proteja de la muerte —exclamó Lot—. Allá veo acudir a uno de los mejores caballeros de todo el mundo con un grupo de hombres descansados.

—¿Quién es? —preguntó el joven Señor de los Cien Caballeros.

—Es el rey Bors de Galia —dijo Lot—. ¿Cómo puede haber desembarcado en este país sin que nos enterásemos?

—Quizá fue obra de Merlín —dijo un caballero.

Pero Sir Carados declaró:

—Por muy grande que sea, enfrentaré al rey Bors de Galia, y podéis enviarme ayuda en caso necesario.

Entonces Carados y sus hombres avanzaron con lentitud, hasta que estuvieron a un tiro de arco del rey Bors y se dispusieron a acometerlo. Bors los vio acercarse y le dijo a su ahijado, Sir Bleoberis, quien oficiaba de portaestandarte:

—Ahora veremos si estos britanos del norte saben usar las armas. —Y ordenó cargar sobre ellos.

El rey Bors traspasó con su lanza a un caballero y la punta asomó por el otro lado. Entonces desenvainó la espada y luchó salvajemente, mientras los caballeros que lo acompañaban seguían su ejemplo. Sir Carados cayó a tierra y fue necesario que el joven Señor y un buen número de hombres acudieran a su rescate.

Entonces el rey Ban y los suyos abandonaron su escondite; el escudo de Ban lucía bandas verdes y doradas. Cuando el rey Lot vio su emblema, dijo:

—Ahora corremos doble peligro. Allá veo venir al caballero más valeroso y afamado del mundo, el rey Ban de Benwick. No hay quien equipare a esos dos hermanos, el rey Ban y el rey Bors. Debemos emprender la retirada o morir, y a menos que nos retiremos con prudencia y sepamos defendernos, moriremos de todas formas.

Ban y Bors irrumpieron con tal fiereza al mando de sus diez mil hombres, que las reservas del norte debieron volver al combate pese a no haber descansado. Y el rey Lot sollozaba conmovido al ver muertos a tantos y tan buenos caballeros.

Ahora el rey Arturo y sus aliados Ban y Bors luchaban hombro a hombro, y mataban y herían, y muchos guerreros, dominados por la fatiga y el pavor, dejaban el campo y huían para salvar la vida.

En el bando rebelde, el rey Lot y Morganoure y el de los Cien Caballeros mantuvieron el orden en sus filas y lucharon con bravura y firmeza. El joven señor vio los estragos que causaba el rey Ban y se propuso dejarlo fuera de combate. Puso la lanza en ristre y acometió contra Ban, golpeándolo en el yelmo y dejándolo aturdido. Pero el rey Ban meneó la cabeza, poseído por el furor de la lucha, y espoleó a su montura en persecución de su oponente, quien, viéndolo venir, embrazó el escudo y afrontó la carga.

La gran espada del rey Ban atravesó el escudo y la cota de malla y las guarniciones de acero del caballo. La hoja penetró en el espinazo de la bestia, que al caer arrancó el arma de la mano del rey Ban.

El joven señor se libró del caballo caído y hundió la espada en el vientre del caballo de Ban. Entonces Ban brincó en busca de su acero y le asestó al joven señor una estocada en el yelmo, tan vigorosa que lo derribó. Entretanto, proseguía la matanza de buenos caballeros y peones.

En medio de la confusión apareció el rey Arturo y halló al rey Ban de pie entre cadáveres de hombres y brutos, luchando como un león herido y trazando con su espada un círculo que ningún hombre podía penetrar con impunidad.

El rey Arturo ofrecía un espectáculo formidable. Su escudo estaba a tal punto cubierto de sangre que el emblema resultaba irreconocible; la sangre y los sesos se escurrían por su hoja embadurnada. Cerca de él, Arturo vio a un caballero bien montado en un hermoso caballo, y atacándolo con su espada le hendió el yelmo, partiéndole los dientes y los sesos. Luego tomó el caballo y se lo dio al rey Ban, diciéndole:

—Hermano, aquí tienes un caballo. Lamento tus heridas.

—No tardarán en cerrar —dijo Ban—. Confío en que Dios no permita que las que recibí sean tan grandes como algunas de las que abrí.

—Sin duda —dijo Arturo—. Vi desde lejos tus proezas, aunque no pude acudir antes en tu auxilio.

La carnicería continuó y al fin el rey Arturo ordenó un alto, y no sin dificultad los tres reyes obligaron a sus hombres a dejar el combate y retirarse al bosque. Luego vadearon un riacho y los hombres se tendieron a dormir en la hierba, pues no habían reposado durante dos días y una noche.

Los once señores del norte se reunieron en el ensangrentado campo de batalla, abrumados por la tristeza y la pesadumbre. No habían perdido, pero tampoco habían triunfado.

El rey Arturo se maravilló de la bravura de los caballeros del norte, y también él se enfureció por no haber perdido ni ganado.

Pero los reyes franceses le hablaron cortésmente, diciéndole:

—No debes culparlos. No han hecho sino cuanto incumbe a un buen guerrero. —Y el rey Ban añadió—: A fe mía, son los caballeros más valerosos y los señores más dignos. —Y luego—: Si fueran tus hombres, ningún rey en el mundo podría alardear de contar con semejante ejército.

—Aun así —dijo Arturo—, no esperéis que los ame por ello, pues tienen el propósito de destruirme.

—Eso lo sabemos bien, pues lo hemos visto —dijeron los reyes—. Son tus enemigos mortales y así lo han demostrado. Pero son tan buenos caballeros que es una lástima que estén en tu contra.

Entretanto, los once señores se congregaron en el campo de sangre y destrucción y el rey Lot los interpeló hablándoles de esta manera:

—Señores míos, debemos descubrir un nuevo modo de atacar o la guerra proseguirá como hasta ahora. Veis en derredor a nuestros hombres caídos. Creo que buena parte de nuestro fracaso se debe a nuestros peones. Se mueven con excesiva lentitud, de modo que los jinetes deben aguardarlos o bien ser muertos al procurar salvarlos. Soy de la opinión que durante la noche despidamos a los soldados de a pie. Los bosques los ocultarán y el noble rey Arturo no se molestará en perseguir peones. Bien pueden ponerse a salvo. Mientras tanto, apretemos filas e impongamos la norma de que quien trate de huir será ejecutado. Es mejor matar a un cobarde que ser muerto por su culpa. ¿Cuál es vuestro parecer? —concluyó Lot—. Respondedme… todos.

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