Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (25 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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Por la tarde, cabalgando hacia el norte con el tamborileo de un tenue granizo en el escudo y el gimoteo del viento contra la visera, Sir Marhalt se encontró con tres caballeros de la corte de Arturo. Dejó a su doncella en el hueco de un roble, a cubierto del viento, y con cuatro embestidas derribó a los gallardos caballeros. Luego volvió en busca de su dama y la ayudó a montar en ancas.

—Abrígate bien, querida mía —le dijo—. Es posible que esta noche no encontremos refugio.

—Si, mi señor —dijo ella, y se cubrió la cabeza con la capucha de su manto de viaje y se reclinó contra el ancho espaldar de hierro.

Cuando las suaves lluvias de abril habían penetrado en las raíces de marzo, llegaron al lugar de la cita, allí donde el sendero se partía en tres y donde habían jurado encontrarse.

—Un buen año —dijo él—. Y no es un regreso vergonzoso.

—¿Qué harás ahora, mi buen señor? ¿Volverás a tu morada, irás a la corte de Arturo? No me lo digas, señor. Lo sé. De uno u otro modo, un dardo primaveral hará blanco en ti, y entonces caminarás inquieto de un lado a otro, y un día, sin avisarle a nadie, montarás y saldrás en busca de aventuras.

—Quizás —dijo él—. No es eso lo que me preocupa. ¿Tú qué harás? ¿Quieres venir a mi morada? Quizá podamos construir un pequeño castillo.

Ella rió y se apeó y desató su bolsa de la silla de montar.

—Adiós, mi señor —le dijo. Subió por la cuesta hasta el sitio tapizado de musgo donde burbujeaban las claras aguas de la fuente, tendió su manto en el suelo y se sentó con mucha elegancia. Luego hurgó en su bolsa, extrajo una diadema de oro y se la ciñó en la cabeza. Miró hacia donde se encontraba Marhalt; le sonrió y agitó la mano.

En eso se acercó un joven caballero.

—¿Es una dama la que está allí sentada, caballero? —preguntó.

—Así es.

—¿Qué hace en ese lugar?

—¿Por qué no le preguntas a ella?

—¿Cómo se llama, señor?

—Nunca se me ocurrió preguntarle —dijo Marhalt, y aferrando las bridas se dirigió a la triple encrucijada para esperar.

Ahora debemos volver atrás las páginas del año y seguir a Sir Ewain mientras cabalga con su dama sexagenaria rumbo al oeste, en dirección a Gales.

El joven Ewain no podría haber explicado por qué, siendo el primero en elegir, había escogido esta compañera, una mujer de pelo blanco con los años irrecusablemente inscriptos en su rostro con rayas y pequeñas arrugas, con mejillas que a fuerza de afrontar el frío, el calor y el viento tenían la dureza del cuero. La nariz era agresiva y ganchuda como un pico de águila, y también los ojos eran aquilinos, amarillos, penetrantes y feroces, candentes de humor trágico, o, cuando entrecerraba los párpados, filosos como puñales. Cuando Ewain se sorprendió de su propia elección, la mujer ya había tomado las riendas y lo había conducido lejos de los otros como si quisiera impedir cualquier arrepentimiento, pues no había pasado por alto las miradas de la joven doncella. La mujer era flexible como un sauce, pero pronta y robusta como un arco tenso. No esperó a que el joven caballero la asiera de la mano, sino que aferró la silla por el arzón y se acomodó ágilmente en la grupa del caballo. Y en cuanto hicieron el juramento, lo urgió a distanciarse lo más rápido posible.

—Vamos, joven señor —dijo—. Tenemos mucho que hacer. Toma la ruta hacia el oeste… rápido… rápido. —Y se volvió para mirar a los otros, aún parados en la triple encrucijada.

—Señora… debe haber aventuras en las cercanías —dijo Ewain.

—¿Aventuras? Oh, si, aventuras. Ya veremos. Quiero perder de vista a los otros. Temía que no me eligieras. Quise que me eligieras, y lo hiciste… lo hiciste. —Había en su voz una ronca alegría.

—¿Tan pronto te enamoraste de mi, señora?

—Mi nombre es Lyne —dijo ella—. Tú eres Ewain, hijo de Morgan le Fay, sobrino del rey. ¿Enamorarme de ti? —Soltó una carcajada—. No, te comparé con los otros. Marhalt, un caballero bueno y confiable, un soberbio guerrero, y hasta podría llamarse grande, salvo porque su bondad supera a su grandeza. Pero Marhalt está definido. Nada cambiará en él. ¿Gawain? Un temperamental, un solterón feo y esbelto que se alimenta de si mismo como esos lagartos que se devoran la cola. Hay días en que Gawain está de buen ánimo y es capaz de alcanzar la luna de un salto, y días en que está tan abatido que un gusano puede aplastarlo.

—Ambos son probados caballeros, señora Lyne. ¿Por qué me elegiste a mí?

—Por esa misma razón. No estás probado y por lo tanto no estás definido. Te armaron caballero por ser sobrino del rey, no por haberlo ganado en batalla. Dime, hijo, ¿eres buen luchador?

—No, mi señora. Soy joven e inexperto y no soy muy fuerte. Gané algunos lances en el campo contra hombres jóvenes, y perdí más de los que gané. Hoy, al combatir contra un caballero templado en las lides, caí como un conejo atravesado por una flecha. Aunque Gawain tampoco pudo derrotarlo.

—Bien —dijo ella—. Muy bien.

—¿Por qué bien, mi señora?

—Porque no has perfeccionado tus defectos, jovencito. Estás bien moldeado pero aún no has endurecido. Observé tus movimientos, y empleas todo tu cuerpo como una dote natural. Hace tiempo que esperaba un material como tú. Mira… donde se divide el sendero toma el camino de la derecha. ¿Te parece inapropiado que una dama de mi edad salga a correr aventuras?

—Me parece poco habitual, señora. —Miró por encima del hombro y vio la cara de la mujer, la boca contraída de gozo y un propósito feroz en los ojos amarillos.

—Te lo diré —dijo ella—, así no tendrás por qué asombrarte ni volver a preguntarme. Cuando niña, como odiaba el bordado, miraba practicar a los muchachos y odiaba estar sujeta a un vestido de mujer. Cabalgaba mejor que ellos, demostré que cazaba mejor que ellos y, acometiendo el estafermo, era más diestra que ellos en el manejo de la lanza. Sólo el accidente de ser una muchacha me impedía igualarlos o superarlos. Como detestaba las limitaciones de mi sexo, vestía a veces ropas de varón, me disfrazaba para evitar situaciones vergonzosas, y esperaba en el claro de un bosque a que pasaran mozos y jovencitos. Cuerpo a cuerpo les ganaba, y con un palo podía vencerlos a ellos, que llevaban espada y escudo, hasta que una vez maté a un joven caballero en una pelea limpia. Entonces me asusté. Enterré el cadáver, oculté la armadura y volví a refugiarme en mis tareas domésticas. Sabes que a una dama que injuria a un caballero la espera la hoguera.

—¿Qué estás contándome? —exclamó Sir Ewain—. Es una historia horrorosa, antinatural.

—Quizás —dijo ella—, pero quién sabe si es tan antinatural. Supe entonces que debía renunciar a la caballería, y observaba con amargura las justas y torneos. Veía los errores de los hombres, que eran muy estúpidos como para admitir correcciones. Mi ánimo estaba templado para la lucha, pero la buena lucha, no la torpe ceremonia de arrancar tajadas de carne al cuerpo del adversario. Veía competir a los grandes caballeros y advertí que su grandeza no era accidental. Acaso no lo sabían, pero conocían sus armas y a sus oponentes. Reconocí la superioridad, la estudié y observé y recordé los errores, hasta que supe del arte de la guerra quizá más que cualquier caballero viviente. Y allí estaba, llena de conocimientos que no podía utilizar, hasta que, cuando se secó la savia de mi vanidad y se endulzó el veneno de mi furia, en una palabra, cuando pasaron muchos años, descubrí el modo de utilizar esos conocimientos. ¿Has visto a algún joven e inexperto caballero alejarse para volver, al cabo de un año, templado como una espada, y firme y mortífero como una lanza de fresno?

—Bueno, sí. El año pasado, Sir Eglan, a quien hasta yo podía derrotar, volvió y ganó el premio en un torneo.

Ella rió de placer.

—¿De veras? Un buen muchacho. Uno de los mejores que he manejado.

—Nunca te mencionó.

—¿Y cómo iba a hacerlo? ¿Qué hombre, en este mundo de hombres, había de admitir que aprendió todo de una mujer? No necesité que ninguno de mis caballeros comprometiera su palabra.

—¿Quieres decir que los instruías?

—Los instruía, los entrenaba, les enseñaba, los templaba, los afilaba y los probaba, y sólo después largaba al mundo un perfecto instrumento de guerra. Esa es mi venganza y mi triunfo.

—¿Adónde vamos ahora? ¿Tendremos alguna aventura?

—Iremos a mi morada, oculta en las montañas de Gales. Aventuras tendrás cuando estés preparado, no antes.

—Pero se supone que salí en búsqueda de ellas.

—¿Y es mala búsqueda procurar ser un perfecto caballero? Basta con decírmelo y me bajo y vuelvo a esperar otro candidato joven, y tú puedes pasarte la vida a los tumbos, como un conejo.

—¡Oh, no! —dijo Ewain—. No, señora.

—¿Entonces te someterás a mis normas y mi régimen?

—Si, señora.

—Así me gusta —dijo ella—. No será fácil, pero te alegrarás de ello.

—¿Pero qué diré cuando regrese sin haber corrido aventuras?

—Durante diez meses te entrenarás y aprenderás —dijo ella—. Y luego, te prometo que correrás más y más provechosas aventuras que los otros en doce meses. Cabalga, hoy empieza la escuela, la escuela de las armas. —Y de pronto su voz adoptó el compulsivo acento del mando—. Llevas cortos los estribos. Los alargaremos. Debes tener los pies lo más abajo posible, para que al erguirte sobre los estribos no peses sobre la silla más que un pelo. Los estribos cortos hacen sumamente pesado a un hombre con armadura. Avanza con laxitud, los hombros hacia atrás. Que el movimiento caiga sobre los muslos y la espalda. Ahora, que tus pies cuelguen en libertad.

—Señora —dijo él—, he cabalgado toda mi vida.

—Hay hombres que han cabalgado mal toda su vida. La mayoría de ellos. Por eso un buen jinete suele destacarse tanto.

—Pero, señora, mi instructor dice…

—Silencio. Tu instructor soy yo. Cuanto más suelto cabalgues, no torpe sino grácilmente, sin ofrecerle un obstáculo a tu caballo, más fácil es para el caballo. Y cuando trotes, échate un poco para un lado y después para el otro. Así descansan los hombros del animal. Oh, sé que hay muchos que, como tienen muchos caballos, los fatigan, los matan de cansancio, y con un día de cacería los dejan jadeantes y exhaustos. No debes hacer eso. Debes entrenar sólo dos caballos, pero entrenarlos como te entrenarás a ti mismo, y confortarlos y cuidarlos. Te digo que un buen caballo vale más que una buena armadura. Un jinete es una sola cosa, una unidad, no un hombre echado a lomos de un bruto. Debes confortar y complacer a tu caballo antes que a ti mismo, alimentarlo antes de comer tú, velar por sus heridas antes que por las tuyas. Así, cuando lo necesites, tendrás tanto un instrumento como un amigo. ¿Entiendes?

—Te estoy escuchando, señora.

—Harás algo más que escuchar. Ahora, tu armadura. Se la venderemos a algún crédulo idiota.

—Es la mejor armadura, señora. La hizo un gran artista de las montañas de Alemania. Costó una fortuna.

—Me imagino. En un desfile atrae todas las miradas. Las mujeres revuelven los ojitos y la ponderan como si el hábito hiciera al hombre, como sucede con frecuencia, pero en el combate no sirve para nada.

—¿Qué tiene de malo? Viene de Innsbruck.

—Te diré qué tiene de malo. Es demasiado gruesa y pesada. El metal nunca puede reemplazar a la destreza. Protege zonas que no necesitan protección. Está llena de cortes y agujeros vulnerables a una punta de lanza o fáciles de penetrar con la espada. No puedes inclinar el brazo derecho para dar un tajo de costado, y cuando alzas el brazo, la pequeña rosa de metal se corre y expone tres pulgadas de tu bonita y pequeña axila. ¿Me explico? En una palabra, no sirve para nada. Te mueves dentro de ella como un burro cargado de canastos. Hasta yo, con falda larga, podría vencerte con una espada, mientras tú vistes esa armadura. Es una armadura para lucirla, no para usarla.

—Te gusta criticar, señora —dijo Ewain, con cierta irritación en la voz.

—¿Te parece? Este es un arrullo de paloma. Espera a que me oigas criticarte en serio. Y si te molesta, yo me bajo y tú sigues tu camino.

—Señora, no tuve la intención…

—Entonces cállate la boca hasta que tengas alguna intención. No sólo te sacarás esta frutera que tienes puesta en la cabeza sino toda la basura que has juntado en la mente. Empiezas desde cero, hijo, como un bebé colgado de los talones a quien acaban de darle las primeras palmadas. ¿Por dónde iba? Ah, sí. La armadura. Abre tus lindas orejitas y escúchame, y recuérdalo. Hasta te convendría repetirlo conmigo. El propósito de la armadura es proteger sólo lo que no pueden cubrir la destreza, la agilidad y la precisión. Debe ser lo más ligera posible, y ofrecer sólo ángulos para desviar los golpes. No hay por qué ponerla a prueba con impactos directos. Su propósito es desviar. El yelmo tiene que estar diseñado para que una espada resbale sobre él, no para que la resista. Esa visera te cubre tanto que no ves nada. ¿Cómo vas a luchar si no ves? Un yelmo anguloso es mejor que una placa metálica gruesa, porque aunque tengas un cuenco de hierro forjado en la cabeza, un buen mazazo te deja seco como un conejo. Ahora, veamos los guanteletes… y la gorguera… y… de la silla hablaremos después. Ahora… enunciaré la ley y tú la aprenderás palabra por palabra, y cada palabra debe quedar marcada a fuego. Esta es la ley. El propósito de la lucha es la victoria. No hay victoria posible con la mera defensa. La espada es más importante que el escudo, y la destreza más importante que ambos. El arma definitiva es el cerebro, todo lo demás un complemento. —Y de pronto guardó silencio. Luego dijo—: Te abrumé de cosas, ¿no es cierto, hijo? Pero si pudieses aprender sólo lo que te dije hasta hoy, pocos hombres en el mundo podrían luchar contigo y menos derrotarte. Viene la noche. Dirígete a esas matas en la ladera. Mientras secas la transpiración de tu caballo te traeré algo de cenar.

Cuando Ewain terminó de desensillar el caballo, ella preguntó:

—¿Le secaste la piel?

—Si, señora.

—¿Y colgaste la manta para secarla?

—Si, señora.

—Muy bien, aquí tienes la cena. —Y le ofreció una tajada de pan de centeno, dura y desabrida como una teja… Y mientras él la mordisqueaba sin quejarse, Lyne se puso de cuclillas en el suelo y se refugió bajo su enorme manto como si fuera una tienda—. El aire de la noche me hace doler los tendones. Supongo que la edad está acabando conmigo. En fin, el mundo no se acordará de mí, pero detrás de mí quedarán ciertos hombres. Mi campo es vientre de caballeros. Dime, joven caballero, ¿cómo es tu madre? Se cuentan muchas viejas historias sobre Morgan le Fay.

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