Giovanni no era capaz de decir nada. Sólo parpadeaba.
—Como primera medida, yo mismo retiré el legajo Balzani del archivo histórico —explicó el profesor—. Son documentos ya muy estudiados. No iban a aportarle nada decisivo si se decidía a consultarlos. Y pensé que su ocultación sería un acicate para usted si se daba cuenta de que el legajo no estaba en su lugar. Desde el primer momento imaginé que el edificio Balzani le llamaría poderosamente la atención. Luego, supe por Lena y Paolo que se había sentido extrañamente atraído por la atmósfera del palazzo. Los cimientos estaban puestos. Entonces decidí llevar el experimento adelante. Todo empezó con la carta inacabada: la introdujimos subrepticiamente en la habitación.
—El profesor la escribió de su puño y letra —dijo Paolo, muy atento a la reacción de Giovanni, como temiendo que el napolitano se sintiera decepcionado.
—Su respuesta fue formidable —prosiguió Amadio—. A partir de ahí empezó usted a arrastrarnos y a llevarnos mucho más lejos de lo que habíamos previsto. Nosotros seguimos proporcionándole estímulos hasta el asombroso final, pero usted fue siempre por delante de manera admirable. Los espejos venecianos del palazzo, por ejemplo. Yo tenía conocimiento de su existencia, pero nunca me habían llamado la atención de manera especial. Usted, con su interés hacia ellos, me abrió los ojos.
Giovanni empezaba a comprender. Pero aún estaba atónito. En su mente se mezclaban muchas preguntas. Se decidió a hacer la primera:
—¿Alessandra ha formado parte del plan?
—Desde luego. Su contribución ha sido muy importante. Hablé con ella al principio, cuando usted apenas llevaba un día en su casa.
Luego, con la introducción de la carta, le expliqué mejor nuestras intenciones.
—¿Por qué me pidió que desocupara la habitación?
—Un movimiento táctico, Conti. Necesitábamos alejarlo de allí para tener libertad de movimientos. Confiábamos en que de un modo u otro se las ingeniaría para entrar en el palazzo, aunque no viviera junto a él. La buena de Alessandra entendió sólo a medias el plan, pero aceptó colaborar. Luego, usted la puso en serios aprietos con sus astucias y sus insistencias. Ella se me lamentaba amargamente. En dos ocasiones estuvo a punto de renunciar. Por fortuna, pude persuadirla para que aguantara. Se le hizo a usted terriblemente sospechosa, ya lo sé.
—Le creía envuelta en una tenebrosa conspiración —dijo Giovanni, que tan sólo empezaba a vislumbrar la cara oculta de los hechos—. Sobre todo desde que vi a aquel hombre que parecía un cadáver.
El catedrático sonrió.
—Me hace usted poco favor describiéndome de esa manera, muchacho. Aunque, dado el momento y las circunstancias en que me vio, no puedo reprochárselo.
El napolitano quedó paralizado en su butaca.
—¿Era usted?
—Sí. Estábamos preparando algo que luego no ha resultado necesario. Desde la ventana, yo dirigía un simulacro de aparición espectral que Lena, caracterizada como Beatrice, hacía en el patio, junto a las estatuas. Era una especie de ensayo. Después, ese efecto quedó descartado. Todo se centró en los espejos. Pero lo cierto es que Usted me cogió de improviso aquella noche. Alessandra me previno por un respiradero. Estaba siempre muy atenta a todo, y muy nerviosa. Había visto que usted entraba furtivamente. Entonces no se me ocurrió otra cosa que tenderme boca abajo en el colchón y cubrirme con la sábana. Me pareció demasiado grotesco esconderme en el armario. Y tuve suerte: logré que usted se marchara sin darse cuenta de que era yo. Como ve, Conti, aquel cadáver sigue vivo y coleando: aquí me tiene.
—¿Estaba usted también esta mañana en la habitación, con Alessandra?
—Sí, hijo. Tratábamos de ver si ya había vuelto en sí después de su desvanecimiento en la cámara de los espejos.
—Entonces, lo del viaje a Venecia…
—La partida de los tres carruajes fue un simulacro necesario —dijo Lena, escogiendo las palabras con cuidado para que Giovanni no se enojara al conocer el engaño—. No pasamos de las afueras de Padua.
—Y el regreso, lo mismo —explicó Paolo, animado al ver que Giovanni no parecía tomarse a mal lo que estaba oyendo—. Volvíamos de un viaje de tan sólo unos minutos.
La memoria de Giovanni buscaba sin cesar muchos aspectos que aún tendrían que ser aclarados. Preguntó entonces:
—La sustracción del libro de los espejos, ¿también formó parte de la trama?
—El posadero lo retiró de su cuarto a petición mía —declaró el catedrático.
—¿Había sido colocado antes en la biblioteca para que yo lo encontrara allí?
—No. Fue un hallazgo inesperado, fruto de su voluntad indagadora, Conti. Nunca Había visto ese librito. Ni siquiera conocía su existencia.
—¿Por qué, entonces, le pidió al posadero que lo sustrajera?
—Sabíamos que le estaba influyendo mucho a usted. Se había convertido en un elemento importante. Necesitábamos conocer su contenido con detalle para no quedar a ciegas. Nosotros estábamos trabajando para usted en la sombra. Le suministrábamos estímulos, incitaciones, datos. No podíamos desconocer la aportación del libro a la trama.
—En él obtuve la confirmación de que los espejos de Forlani poseen un poder muy especial.
—Para nosotros también fue revelador, aunque la tesis central del libro es en parte falsa. Esos espejos no tienen ninguna propiedad sobrenatural. Provocan difracciones al reflejarse mutuamente. De ahí esos fulgores extraños.
—Profesor, disiento —opuso Giovanni con firmeza—. Yo puedo dar fe de que…
—Déjeme explicarle, muchacho. Ese libro le permitió hacer el primer descubrimiento: la odiosa actuación de Carlo Balzani-Ponti, el tío aspirante a marido. Ahora bien, en las afirmaciones del texto hay exageraciones interesadas. Esa obrita fue publicada anónimamente por un consorcio de anticuarios que tenían en su poder varios lotes de espejos Forlani para la venta. Atribuyéndolas cualidades prodigiosas, pretendían hacer subir su cotización y despertar el interés de ricos coleccionistas de objetos extraordinarios. He investigado el asunto. Mis conclusiones son sólidas y exactas.
—Pero, profesor, mis ojos no me engañaron. Creía haberlo explicado con claridad —porfió Giovanni—. No sólo vi fulgores en los espejos, sino también formas y figuras que no tenían explicación natural, hasta que se produjo la inaudita aparición de Beatrice.
—Lo que vieron sus ojos, Conti, fueron difracciones y efectos catóptricos. perfectamente explicables con ayuda de las leyes de la óptica.
—¿Efectos… catóptricos?
—Tampoco dimanan de ningún poder misterioso. Los espejos del palazzo están hábilmente trucados, como muchos Forlani lo estuvieron. De ahí su fama. Un refinado sistema de lentes camuflado en los muros los comunican con un cuarto que está encima, en la planta superior. Desde allí pueden crearse imágenes y luces supuestamente inexplicables e incluso producir la ilusión de que salen volúmenes o figuras de los espejos. Ésta fue la obra secreta de Carlo Balzani-Ponti. El truco con el que quiso adueñarse de la voluntad de Beatrice, disfrazándolo como regalo de petición de mano. Debió de contar con algún cómplice entre la servidumbre del momento, claro. El dispositivo había permanecido ignorado desde entonces. Y, al atraer nuestra atención hacia esos espejos, fue usted, Conti, quien nos llevó a descubrir lo que son en realidad. Después no nos resultó difícil servirnos del teatro catóptrico. Con sus sorprendentes efectos le preparamos los impulsos finales. Y ahora le descubriré un detalle que tal vez le agradará: la Beatrice que usted vio surgir del fondo de los espejos era la imagen de su compañera Lena, aquí presente, caracterizada como la última Balzani. Como recordará, no olvidamos el prendedor de diamantes; conseguimos uno parecido, para que la semejanza con los retratos de Beatrice fuera lo mayor posible.
Giacomo Amadio se detuvo un momento y observó la expresión de perplejidad de Giovanni. Luego, solemnemente dijo estas palabras:
—Pero después le dejamos solo. Cuando en su sueño se obró el milagro de la revelación, nosotros ya no estábamos allí. Su sensibilidad y sus deseos de saber la verdad hicieron posible el fenómeno. Nosotros le ayudamos, pero lo decisivo lo logró usted solo, y justo es reconocerlo y ensalzarlo.
Giovanni se había sentido decepcionado al principio, al darse cuenta de que su creencia en un prodigio sobrenatural obrado por Beatrice Balzani carecía de fundamento. Pero, poco a poco, le ganaba la idea de que la explicación verdadera no hacía menos extraordinario lo ocurrido, sino acaso más aún.
El catedrático lo expreso así:
—Los hilos de lo tangible y lo intangible se han unido en su mano. Atravesó el miedo y lo dejó atrás. Aceptó todos los riesgos del desafío. La clarividencia onírica ha sido su gran recompensa. La tenía merecida.
—Quedan algunos detalles por aclarar —dijo Lena.
—Sí, es verdad —confirmó el profesor—. Hacedlo vosotros. Os corresponde por derecho. Habéis sido los participantes más notables, sin desmerecer al resto de alumnos del curso.
Giovanni se alarmó:
—¿También los otros estaban enterados?
—Todos hemos tenido parte en el experimento — dijo Paolo—. Incluso tu poco estimado Giorgio.
Giovanni hizo una clara mueca de desprecio y exclamó:
—¡El y los otros estuvieron a punto de estropearlo todo!
—Espera —pidió Lena, conciliadora—. Lo de la invasión nocturna con cirios y sábanas también formaba parte de la trama.
—Se nos planteaba un problema —explicó Paolo—: necesitamos entrar y salir del palazzo para preparar y ensayar la manipulación catóptrica.
—¿Cómo entrabais?
—Por una pequeña puerta de comunicación que hay en la planta baja de la casa de Alessandra. Había estado cerrada durante muchos años, pero, a instancias del profesor, la abrió para nosotros. Lo del acceso lo teníamos resuelto. No así lo de las huellas. ¿Cómo movernos por el edificio sin dejar pisadas que te pusieran sobre aviso? La entrada de Giorgio y los otros eliminó esa dificultad. El suelo de las estancias se convirtió en un desbarajuste de marcas. Unas cuantas más no se iban a notar. Esa fue la razón del allanamiento nocturno.
—Bien, muchachos —terció Amadio—, tiempo habrá para comentarios. Ahora se impone mover ciertos hilos para asegurarle un lugar de reposo eterno a Beatrice, tan secreto como el actual, pero más adecuado. Yo me encargaré de los preparativos. Todo se hará bajo el mayor sigilo. Sólo divulgaremos lo de la conducta perversa de Carlo Balzani-Ponti y la curiosidad catóptrica de los espejos venecianos. El otro secreto quedará para siempre en nosotros. Hemos jurado respetarlo mientras vivamos. Todos.
Lena, Paolo y Giovanni se despidieron del profesor y abandonaron la casa. Al poco rato de ir caminando por las calles de Padua, Paolo, pretextando cansancio, se despidió:
—Me voy a dormir. Me está haciendo falta. Hasta mañana.
Lena y Giovanni siguieron andando en silencio hasta que ella se decidió a hablar:
—Las corrientes de aire frío fueron idea de Paolo. Como es un poco miedoso, sabe de estas cosas. Utilizamos los conductos de unos viejos respiraderos y unos fuelles que él trajo.
—Fue un efecto muy logrado —dijo Giovanni, recordando el fuerte impacto.
—Supongo que estás muy indignado conmigo, ¿verdad? Yo era quien estaba más cerca de ti, quien más directamente te engañaba. Lo siento, era la misión que tenía asignada.
—No lo sientas. Ha sido formidable. No estoy nada enfadado.
—¿De veras?
—Sí. ¿Quieres que te lo demuestre?
—¿Cómo lo harás?
—Así.
Y la convenció sin emplear ni una palabra.
En lo más denso de una de las noches siguientes, una furtiva comitiva condujo el féretro de Beatrice Balzani a la quietud de un humilde camposanto de la llanura veneciana, cerca de Padua. Fue inhumada bajo el nombre figurado de Leonora Adami. Gracias a la influencia del catedrático, y por tratarse de restos antiguos, las demás diligencias se obviaron.
También en una vasija sellada, descendió a la tierra el pergamino encontrado tras el espejo. Acompañaba a aquel documento un escrito de Giovanni Conti en el que se daba cuenta de todo lo ocurrido. Gracias a ambos textos ha sido posible hoy componer la narración que tienes en las manos. Ha pasado el tiempo suficiente para que la historia de Beatrice pueda ser divulgada. En esta época se comprenderá cómo «La que nunca murió» fue capaz de basar su grandeza en su debilidad. Para ratificarlo, nada mejor que las palabras que acaban la crónica de los acontecimientos del napolitano:
La maldición del astrólogo no surtió ningún efecto. Era corriente en la época que ciertas personas tendieran a ensañarse con sus enemistades, por afrentas o perjuicios, proclamando maldiciones a los cuatro vientos. Sólo eran palabras, nada más. Formas pervertidas del uso del lenguaje.
La mayor parte de ellas, al no cumplirse, fueron olvidadas. Alguna, como la que pesó sobre los Balzani, parecieron cumplirse en todo o en parte. No fue así, claro. Todo se redujo a una coincidencia entre lo que en ellas se auguraba y los hechos posteriores. Pero esas maldiciones aparentemente certeras cobraron prestigio y resonancia.
La de los Balzani fue una de las que parecieron alcanzar más íntegro cumplimiento. Pero los hijos de la razón sabemos que las causas de la decadencia de aquella dinastía de banqueros fueron ajenas a toda fatalidad esotérica. Llegaron demasiado lejos en sus abusos y rapacerías. Su propio castillo de usuras y saqueos encubiertos se desplomó sobre ellos.
Con Beatrice se secó el río de la sangre Balzani. Pero en ella, considerada como persona individual, hubo mucho de admirable. Dotada de esa resistencia interior que sólo ciertas mujeres poseen, venció al astrólogo en la triste confrontación final y conquistó un lugar en la leyenda.
Las circunstancias han querido que yo sea su embajador en el mundo de los vivos. Considero que esta misión me ha ennoblecido. Y me siento afortunado por haber descubierto la verdad de este episodio de la lucha humana por la dignidad.
Padua, marzo de 1792.
Giovanni Conti volvió a ocupar enseguida la habitación desalojada. Dejó de ver a Alessandra como un personaje lleno de retorcidas intenciones. Entre ambos se estableció una amistosa convivencia y ella declaró después no haber tenido nunca un huésped tan gentil. Algunas noches, sin decírselo a nadie, Giovanni volvía a entrar en el palazzo como la primera vez, por la cornisa.