—¿Por qué? —dijeron ambos al unísono, intercambiando una rápida mirada.
—Antes, dime, Lena, ¿has podido averiguar cómo se llamaba el tío aspirante a marido?
—Sí. Se me olvidaba decírtelo: Carlo Balzani-Ponti.
—¡Exacto, concuerda totalmente! —exclamó Giovanni con aire de triunfo—. Las iniciales del libro de los espejos parecen ser CR-P. Pero la R es una B parcialmente borrada. Fue él quien tuvo el libro en su poder, quien subrayó el párrafo que habla de la peligrosidad de los espejos Forlani, de su influencia sobre las personas sensibles.
—Y todo eso, si fuese cierto, ¿qué demostraría? —preguntó Paolo.
—El tío de Beatrice llevó los espejos al palazzo como regalo nupcial anticipado. Seguramente gastó en ellos el último dinero que le quedaba. Fue una especie de inversión. Pensaba utilizar su poder para someter la voluntad de su sobrina. Seguro que ella se resistía a unirse en matrimonio con un hombre viejo que, probablemente, le inspiraba el mayor desagrado. Y él quiso doblegar su voluntad. Soñaba con verse como amo y señor del palazzo Balzani para el resto de sus días. Por eso la expuso a la peligrosa influencia de los Forlani. Pero el sórdido plan no dio el resultado que esperaba. Beatrice se refugió en sus desvaríos, quizá en parte fingidos, para ahuyentarle, y no dio su brazo a torcer.
—¿Y la enfermedad del sueño que la acompañó toda la vida? —preguntó Lena.
—Quizá fue la secuela que le quedó, si no estaba en su naturaleza desde antes. En todo caso, los espejos continuaron en el palazzo y allí siguen hasta hoy. Su poder no se ha apagado. He tenido ocasión de comprobarlo. Por ellos conoceré el resto de la verdad y las causas de la desaparición de Beatrice.
—¿Tan seguro estás? —preguntó Paolo con cara de estar pensando que su impulsivo amigo se estaba forjando excesivas ilusiones.
—Tanto como puedo estarlo —replicó Giovanni, y les explicó sus andanzas nocturnas y el incidente final con los borrachos. Después añadió—: Le he dicho a Amadio que no iré a Venecia. Intentaré hacer mi tercera entrada en el palazzo. Tengo el presentimiento de que será la definitiva, la que me abrirá las puertas del pasado.
LA expedición a Venecia constaba de tres carruajes. Giovanni Conti fue a despedirlos: Al verle allí, el catedrático, arrugando el entrecejo, le preguntó:
—¿Ha cambiado de opinión en el último momento, Conti?
—No profesor. Vengo sólo en misión de despedida.
—¡Ah!, es de agradecer —dijo Amadio distraídamente, mientras consultaba un pesado reloj que llevaba atado al cinto—. Que la renuncia le sea provechosa.
—Así lo espero —repuso el estudiante, sin dejar traslucir sus verdaderas intenciones.
Después ayudó a colocar los equipajes sobre el techo de los vehículos, operación que realizaron los alumnos bajo la dirección de los cocheros.
Lena estaba a un lado, contemplando la escena. Giovanni se le acercó un momento. Hablaron en voz baja.
—Que tengáis buen viaje —le deseó el napolitano.
—Gracias.
—Como espero tenerlo yo.
—¿Adónde piensas ir? —le preguntó extrañada.
—Al interior de los espejos del palazzo.
Lena le miró con cara de preocupada, pero no pudo decirle nada más: la llamaban desde uno de los carruajes.
La comitiva partió poco después. El estrépito de ruedas y cascos sobre las piedras del pavimento se apagó en pocos instantes. Giovanni les vio alejarse hacia las miríficas humedades venecianas. Luego, caminando como un paseante desocupado, guió sus pasos hacia la mansión de los Balzani.
La casa de Alessandra estaba, como de costumbre, sumida en una lacónica quietud. Giovanni, dirigiéndose a la mujer, dijo para sus adentros: «No creas que he olvidado lo que vi. Mi silencio es solamente momentáneo. Una vez que haya acabado lo que tengo que hacer, sabrás de mí. Y no te gustará».
El Concejo paduano había ordenado que se volviera a clausurar el palazzo. Dos hombres estaban reparando los pequeños destrozos causados por los estudiantes. Habían traído más cadenas y argollas para convertir el portón lateral en un acceso inexpugnable.
Los dos operarios trabajaban con parsimonia. Tomándoselo con calma, se paraban a descansar a cada tanto, como si ya dieran por descontado que iban a estar allí todo el día.
A menudo se acercaban ciudadanos a preguntar. Los dos hombres a la vez, con gran entusiasmo, se entregaban a extensas explicaciones acerca de lo ocurrido. No olvidaban adornarlas con detalles inventados, para mejor lucimiento de la crónica.
Giovanni estimó que la situación era esperanzadora. Parecía muy improbable que tan despreocupados individuos se hubiesen dado cuenta de que uno de los ventanales de la primera planta estaba entornado. Seguro que no se molestarían en revisarlos. Se limitarían a ejecutar lo que tenían encomendado: cargar el portón de cadenas, y nada más.
El napolitano se alejó del lugar. Prefería no ser visto por allí. Era mejor que nadie pudiera vincularle con nada que tuviera que ver con el palazzo.
Se dirigió a la hostería. Quería dedicar parte del día a repasar de nuevo el libro de los espejos.
Al entrar en su cuarto, vio enseguida que algunos objetos no estaban como los había dejado. Alguien había entrado allí. Los miembros del escaso personal de la hostería nunca lo hacían. Cada cual se arreglaba la habitación a su gusto. Tenía que haber sido otro estudiante o una persona ajena al establecimiento. Cualquiera podía entrar y salir sin que nadie le preguntara adonde iba.
Parecía que habían registrado sus cosas, como si buscaran algo determinado. Giovanni pensó entonces en la carta inacabada. Se apresuró a comprobar si estaba donde la tenía escondida. La encontró, no había desaparecido.
Seguidamente quiso cerciorarse de que el libro de los espejos seguía donde lo había dejado. Miró en el hueco que servía de armario. No lo vio. Aunque estaba muy seguro de haberlo puesto allí, lo revolvió todo en busca del desaparecido volumen. Pronto acabó: no estaba en ningún sitio. Se lo habían llevado en el poco tiempo que había dedicado a despedir a sus compañeros; apenas una hora.
Giovanni había pensado que sólo Lena y Paolo sabían que tenía el libro. Ahora comprendió que alguien más estaba al corriente. Sus dos amigos no podían habérselo cogido, no tenían ninguna necesidad de hacerlo, en cualquier momento podían pedírselo y, además, no habían tenido posibilidad de entrar en el cuarto en tan poco rato. Además, ya estaban junto a los carruajes antes que él llegara a la puerta de la universidad, y allí habían permanecido hasta el momento de la partida. El autor de la sustracción tenía que ser otra persona. Pero Giovanni no acertaba a adivinar quién podía haber sabido que el libro de los espejos estaba en su poder, ni por qué se lo había llevado. A pesar de ello, se preguntó: «¿Habrán querido eliminar la prueba de que Carlo Balzani-Ponti quería valerse del poder de los espejos para doblegar la voluntad de Beatrice? Sus iniciales y el párrafo subrayado son indicios suficientes. Pero, ¿quién puede estar interesado, un siglo después, en suprimir esa evidencia?».
Se dejó caer en el desordenado camastro. Cerró los ojos. Volvió a visualizar el recóndito fulgor que habitaba en los espejos. Poco a poco, fue notando que lo envolvía. No hizo nada por evitarlo.
Bajo una capa que lo hacía irreconocible, Giovanni recorría las tenebrosas calles de Padua.
Había esperado a la medianoche para mejor asegurarse de que todo estuviera despejado. No quería testigos de su presencia por las cercanías del palazzo. El edificio de Alessandra estaba en apariencia dormido y en calma. Pero él sabía que aquello no significaba nada. Pasó ante él sin detenerse, protegido por el anonimato.
En torno al Balzani todo parecía solitario. Pero podía haber vigilantes apostados.
El portón lateral había sido cerrado con una aparatosa cantidad de cadenas y sujeciones. Por otra parte, la entrada de la fachada principal estaba, como siempre, sólidamente clausurada.
Giovanni fue hacia el fondo de la plazuela. Desde allí, amparado en la oscuridad, observó atentamente el edificio y sus alrededores. No vio nada que le obligara a desistir de sus propósitos.
Trepar hasta el ventanal manipulado no ofrecía mucho riesgo ni dificultad. Los mismos relieves ornamentales de aquella fachada principal proporcionaban los puntos de apoyo necesarios para el escalo.
Se trataba de trepar con la mayor rapidez posible, para reducir al mínimo la posibilidad de ser visto por alguien que pasara por allí casualmente.
A una señal que se dio a sí mismo, atravesó la plazuela y empezó a subir por los salientes que conducían al ventanal.
Cuando estaba a punto de abrirlo, temió encontrárselo atrancado. Llevado por aquel temor, lo empujó con más fuerza de la necesaria. No había obstáculo. Su propio impulso lo hizo caer adentro. Sin pérdida de tiempo, volvió a cerrar el ventanal.
Llevaba una provisión de velas, pero no quiso encenderlas todavía. El resplandor, visto desde fuera, delataría su presencia en el edificio.
Avanzó por la oscuridad, fiado en su sentido de la orientación. Cuando al fin encendió la primera vela, vio que los enviados del Concejo habían retirado los cirios, las sábanas y demás objetos abandonados por la camarilla de Giorgio. Sólo quedaba la enorme confusión de las pisadas en el suelo.
Dejó encendida la vela en una estancia interior y se deslizó hasta una de las galerías para observar su antigua ventana. Estaba cerrada. La cortina, sin embargo, no. Alguien, disimulado en la penumbra, podía estar acechando.
Pero Giovanni no le iba a dar señales de su presencia en el palazzo. Se había propuesto evitarlo. Fue a la cámara de los espejos. Continuaban limpios, brillantes, como los había dejado dos noches antes.
Durante un rato estuvo absorto, con la vela encendida en la mano, mirando sus profundidades. Esperaba el secreto fulgor que, según creía, no iba a tardar en manifestarse.
De pronto, recordó la carta inacabada. En especial cierto párrafo. Tenía la misma sensación inquietante descrita por el caballero.
Sus sentidos le decían que no había nadie más en la cámara de los espejos. Pero el instinto le hacía presentir que no estaba solo, que muy cerca había alguna presencia, alguien… algo.
También creyó notar una amenaza en el aire. Se volvió de improviso, escrutó cada rincón, cada sombra. No vio nada. Luego sintió que de aquella presencia invisible no emanaba amenaza, sino antigüedad, secreto, olvido, muertos ecos de la nada.
Sin darse cuenta, sus labios murmuraron con voz ahogada:
—Lo que sé que no es posible, ¿puede ocurrir aquí por obra de los espejos de Forlani?
Un hálito frío atravesó la cámara. La llama de la vela osciló hasta casi apagarse. No era una corriente de aire procedente del exterior. Fuera, la noche estaba totalmente calma.
Aquella exhalación helada no tenía un origen que él pudiera explicarse. Se estremeció.
En unos segundos, le vinieron a la memoria relatos de fantasmas y aparecidos que, lúgubremente contados por gentes que los daban por ciertos, había oído en su infancia.
El segundo hálito de aire frío fue mucho más intenso. Giovanni quiso proteger la vela con la mano. Sólo consiguió retrasar unos momentos lo que era inevitable: la llama se dobló hasta ahogarse en su misma cera licuada.
La súbita oscuridad le hizo ver una vez más en los espejos venecianos algo que tenía vida propia. Pensó que aquello había roto el equilibrio mental de Beatrice Balzani. Tuvo miedo; más que nunca.
Pero la idea de escapar ni siquiera le vino. Se había olvidado de sí mismo. Estaba renunciando a la razón sin darse cuenta.
Ya sólo esperaba un mensaje de más allá del tiempo. Todo su cuerpo temblaba intensamente. Tampoco de eso se daba cuenta. Sólo tenía ojos y sentidos para lo que estaba apareciendo en las dos lunas a la vez, con perfecta y estremecedora simetría: desde una remota distancia, una figura nebulosa se acercaba.
Antes de verla con claridad, la reconoció por el prendedor de diamantes. Era el mismo que lucía en los dos retratos de la galería de pintores paduanos. Brillaba como un conglomerado de estrellas que se fragmentan para liberar una energía prodigiosa. Beatrice Balzani, la que nunca murió, le estaba invadiendo por los ojos.
Se acercaba desde el lejano fondo de los espejos, muy despacio, con lentitud ominosa, como si nunca fuera a completarse su tránsito desde la muerte hasta el mundo de los vivos.
Cuando la figura empezó a tomar forma en el aire estancado de la cámara, el estudiante, hechizado, tendió los brazos para tocarla.
El frío se hizo entonces tan acusado que lo notó en sus entrañas. Sus piernas se doblaron. Pensó entonces en Lena. Deseó abrazarla. Ella podría devolverle al mundo de la vida. Pero la sabía lejos, en la bahía veneciana. La echó tanto de menos como si una parte de sí mismo le faltara.
La figura inmaterial de Beatrice Balzani ya había emergido por entero de los dos espejos: estaba en el aire.
Giovanni sintió una oleada de vértigos y náuseas. Cayó sobre las losas polvorientas. Respiraba con dificultad. Necesitaba más aire del que había en la cámara. Estaba ya a merced de las fuerzas del pasado. Los espejos venecianos habían capturado una nueva conciencia entre sus aguas.
LA oleada de miedo que le había llevado a desmayarse se desdibujó a su entrada en la inconsciencia.
En su lugar adquirió paz y una forma desconocida de clarividencia. Aunque sus ojos, cerrados en un profundo sueño, no podían verla, la imagen de Beatrice continuaba en él. Estaba muy cerca de lograr lo que ansiaba. Iba a conocer un mensaje que había esperado más de un siglo para revelarse. Fúlgida e impalpable, su autora le acompañaba en aquella cámara. Desde la profundidad de la inconsciencia, tenía visión de sus lentos ademanes, de su pálido rostro de doncella ajena al castigo de los años, de la rara intensidad de su mirada. Ella se desplazó por el aire con la lentitud de un sueño eterno. Parecía saber que Giovanni la veía con los ojos del pensamiento.
Mirándole a él, Beatrice fue entrando en el espejo de las máscaras. En él desapareció, disgregándose, volviendo a la nada. Después, la luna del espejo rezumó agua clara y su revestimiento plateado empezó a derretirse.
El azogue de Forlani estaba licuándose. Se deslizaba por el interior del cristal formando lágrimas vivas de mercurio, ríos de plata.