Sin embargo, aquellas incomodidades, que en otro momento quizá hubieran desmoralizado a Giovanni, apenas le hicieron mella. Era muy distinto lo que en verdad le preocupaba.
Dejó la pesada bolsa en un rincón y se tendió en el crujiente camastro. Con la mirada fija en la suciedad del techo, se centró en la espera que tenía por delante.
A la entrada de la noche, se puso un capote que aún no había usado en Padua. Quería evitar ser reconocido fácilmente y a distancia.
Salió de la hostería y anduvo con rapidez por las calles oscuras. Hacía una noche fría, soplaba un viento helado. Los escasos transeúntes andaban presurosos y encogidos. Padua parecía una ciudad abandonada a toda prisa por sus últimos habitantes.
Giovanni temió que Paolo, acosado por las inclemencias de la intemperie, se hubiese cansado de esperar.
Pero no: aunque aterido, había aguantado a pie firme, refugiado en un soportal desde donde podía vigilar el edificio de la señora Alessandra sin ser visto por ella.
—¿Ha venido? —le preguntó enseguida Giovanni.
—No —repuso el otro con visible fastidio.
—Lo suponía.
—Nadie se ha acercado a la casa —remachó Paolo.
—Y ella, ¿ha salido?
—Dos veces.
—¿Te ha visto?
—No.
—¿Dónde ha ido?
—No lo sé. Me has dicho que no la siguiera, que me quedara aquí por si venía el hombre. —Paolo no parecía estar poniendo mucho entusiasmo en las pesquisas de Giovanni.
—Es verdad. ¿Ha estado mucho tiempo fuera?
—La primera vez, no. Fue poco después de tu marcha. La otra salida sí que ha sido larga, dos horas, o más.
Giovanni hizo una mueca y dijo:
—De modo que está esperando la inminente llegada de su huésped predilecto y, para mejor recibirle, deja la casa sola todo ese tiempo. Ya, ya… Seguro que él no ha venido, ¿verdad?
—Ya te lo he dicho —confirmó Paolo, con ganas ya de marcharse—, la señora está dentro desde hace rato.
—Te debo un buen favor —dijo el napolitano, aprestándose a dar el siguiente paso.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Me las entenderé con ella.
—¿Estás seguro de que te mintió?
—Desde luego. Y ahora lo pondré en claro.
—¿Por qué lo habrá hecho? —preguntó Paolo, aunque sin demostrar mucho interés.
—Eso no lo sé. Y es el aspecto más interesante.
—Me voy a la hostería. ¿Vendrás luego?
—No me esperes.
—Hasta mañana —se despidió Paolo, contento de poder irse.
Giovanni dejó que su amigo se marchara y luego se encaminó lentamente hacia la casa donde había vivido hasta aquella mañana. Tuvo que dar varios golpes con la aldaba hasta que apareció Alessandra.
—No pensaba que fuese usted —dijo ella, hosca.
—Siento molestar a estas horas. Lo hago por necesidad, créame —explicó Giovanni.
—¿Qué ocurre?
—Dígame: ¿ha llegado ya el caballero?
Alessandra, cortante, repuso enseguida:
—Sí, tal como había anunciado. Es una persona de palabra —puntualizó con satisfacción. Y añadió—: Está ya arriba, instalado.
—No sabe cuánto lo lamento, señora.
—¿Por qué? —preguntó ella, en guardia, sin franquearle la entrada.
—El caso es que… —empezó a decir el estudiante, con aire compungido— esta tarde, al recoger, he olvidado algo.
—¿El qué? —inquirió la mujer, impaciente.
—Un libro. Una gramática latina encuadernada en negro.
—Venga mañana por ella, y se la daré.
Alessandra empezó a cerrar la puerta. Giovanni se interpuso.
—¿No podría recuperarla ahora? Me haría usted un gran favor. La necesito esta misma noche. Tenga en cuenta que el traslado me ha ocasionado mucho trastorno. Esto lo agrava. Le ruego que haga cuanto esté en su mano por resolverme el problema.
Ella dudó unos instantes y luego, dejándole entrar al zaguán, decidió:
—Espere aquí. Voy a ver si puedo arreglarlo.
Giovanni la vio desaparecer escaleras arriba. Inmediatamente manipuló una de las ventanas del vestíbulo y la dejó entornada, de modo que pudiera ser abierta desde la calle. La penumbra disimulaba a la perfección el pequeño cambio realizado: en apariencia, la ventana estaba como antes.
—El caballero está descansando ya —aseguró la señora a su regreso de la planta superior—. No se le puede molestar. Ha hecho un viaje largo. Vuelva mañana. ¿Dónde ha dejado el libro?
—Supongo que en lo alto del armario. Creo haberlo puesto allí. Eso explicaría que no lo haya visto al salir.
—Ya lo encontraré. Pero ahora, váyase.
—Vendré mañana muy temprano, se lo advierto.
—No le abriré antes de las ocho. Venga a partir de esa hora.
—El libro me hace mucha falta.
—No habérselo olvidado. Buenas noches.
Giovanni se alejó del edificio. La primera artimaña había resultado. Ahora estaba aún más seguro: lo del regreso del caballero era una invención de Alessandra. Había querido distanciarle. Pero ahora tenía un buen modo de volver a entrar en la casa.
Quizá esa misma noche pudiera sacar conclusiones inesperadas.
EN la quietud de las altas horas de la noche, Giovanni penetró sigilosamente en la casa, a través de la ventana manipulada. Escuchó atentamente. Todo estaba oscuro y en calma. Era lo que necesitaba. Conocía lo bastante el edificio como para moverse por él sin luz.
Tomándose todo el tiempo necesario para cada peldaño, fue subiendo a tientas hacia la planta alta. A cada momento se detenía, con el oído atento al menor ruido que pudiera avisarle de algo. Quería evitar toda posibilidad de ser descubierto por Alessandra.
Llegado sin contratiempo al final de la escalera, pudo moverse a sus anchas. Arriba también reinaban el silencio y la oscuridad. Avanzó hacia la puerta de la que había sido su habitación. Se detuvo ante ella y escuchó.
Ni el más ligero rumor indicaba que hubiese alguien dentro. Permaneció un buen rato en aquella posición: ni ronquidos, ni respiración pesada, ni leves crujidos de la cama; nada.
No le sorprendió. Daba por cierto que la habitación no estaba ocupada. El autor de la carta inacabada no había vuelto allí. Lo que Giovanni empezaba a preguntarse era si alguna vez se había marchado por su propia voluntad y a salvo.
Abrió lentamente la puerta, convencido de que no encontraría a nadie. Tan seguro estaba que tardó unos momentos en darse cuenta de su error. Cuando lo hizo, estaba ya a unos pasos de la cama. ¡Y estaba ocupada!
Quiso retroceder, pero las fuerzas le flaquearon. A través de la cortina entreabierta, entraba la lívida claridad lunar. Acostumbrado como estaba a la oscuridad, tenía bastante con aquella insignificante luz para ver que la cama había sido deshecha. Sobre el colchón no había más que una sábana. Y debajo de ella, enteramente tapado, algo que abultaba exactamente igual que un cuerpo humano.
Recordó que él había amañado un truco la noche antes. Sin embargo, tenía el infausto convencimiento de que no se trataba de nada semejante. No supo de dónde sacó el valor para hacerlo, pero, aunque la tensión del miedo le dominaba, fue hacia la cabecera de la cama y levantó la parte superior de la sábana.
Un hombre mayor yacía boca abajo. Su cuerpo tenía la rígida y abandonada inmovilidad de los cadáveres. Giovanni, horrorizado, se sintió en presencia de la obra de la muerte; de una muerte que aún podía seguir amenazando.
Los latidos del corazón parecían no caberle en el cuerpo al estudiante. Tras él se alzaba el gran armario con las puertas abiertas de par en par. Lo presintió como una tétrica trampa. De pronto, en un esfuerzo desesperado por sortearla, se volvió, se acercó al mueble vacío y, alzándose sobre los pies y estirando un brazo, cogió el libro que había dejado allí. Cuando lo tuvo, lo estrechó fuertemente entre los brazos, como si fuese su tabla de salvación. Y ya sólo se preocupó de abandonar la estancia antes de que ocurriera algo espeluznante.
Caminó hacia atrás, en dirección a la puerta, sin dar la espalda al cuerpo que estaba en la cama, por si se incorporaba súbitamente y se acercaba a él con algún horrible propósito.
Ya fuera, un poco más aliviado, empezó a cerrar la puerta, rogando para que no chirriara.
En el último instante, cuando ya no podía ver la cama ni la presencia inerte que la ocupaba, percibió parte de la imagen nocturna del palazzo a través del cortinaje. De nuevo sintió que allí algo le concernía y le llamaba.
Mientras, a ciegas, caminaba hacia la escalera, tuvo la inquietante sensación de que la señora Alessandra, con una perversa sonrisa triunfal, estaba mirándole desde las tinieblas como si él hubiese caído en una encerrona al penetrar en la casa.
Bajó la escalera a trompicones, como un borracho. Su ebriedad era la del miedo, en un grado supino. El libro estuvo a punto de caérsele de las manos. Absurdamente, consideraba imprescindible llevárselo. Una vez en el zaguán, la proximidad de la ventana de escape le dio esperanza. Su única obsesión consistía en salir de aquella tenebrosa casa cuanto antes.
Con enorme alivio, comprobó que nadie había atrancado la ventana. Tenía la salida despejada. Saltó a la calle como si escapara de un peligro mortal.
Un fuerte temblor interno le siguió acompañando mientras se alejaba. No miró ni una sola vez atrás.
En la mezquina alcoba de la hostería el paso de las horas le fue dando una visión más real de lo ocurrido.
Así pudo considerar algo que en su momento no había asimilado: en su antigua habitación —ahora lo recordaba muy bien— no había ni un solo bulto o equipaje. El armario estaba tan vacío como él lo había dejado. Y, puesto que ningún caballero viajaba sólo con lo puesto, no veía ni la más remota posibilidad de que el hombre que yacía tapado con la sábana fuese el autor de la carta inacabada.
Y si lo era, pensó, no había llegado allí por sus propios pies. Para Giovanni estaba casi fuera de duda que se trataba de un hombre asesinado.
En las horas siguientes estuvo a punto de ir a denunciar el caso varias veces. Luego, cercana ya la madrugada, pensó que antes podía utilizar lo que sabía para llegar al fondo del secreto del palazzo. Sospechaba que la extraña conducta de Alessandra y la presencia del cuerpo desconocido guardaban alguna relación con el misterio de algo ocurrido hacía más de cien años: la desaparición de Beatrice Balzani.
Y no se equivocaba en su presagio.
Con las primeras luces del alba, Giovanni volvió a los alrededores de la casa de Alessandra. No hizo ningún esfuerzo por ocultarse. Aquella mujer debía de estar comprometida en un oscuro asesinato. Eso le dejaba a él un importante as en las manos y estaba dispuesto a utilizarlo.
Cuando los campanarios de Padua llenaban el aire con los tañidos de las ocho de la mañana, Giovanni, casi al mismo compás, llamaba con la aldaba. Paladeaba de antemano su victoria: Alessandra, no tardando, iba a quedar a su merced.
Abrió con cara de no haber dormido nada. El estudiante pensó: «Estamos iguales».
Ambos se miraron largamente. Medían sus fuerzas. Se estudiaban como dos enemigos antes de un enfrentamiento enconado. Giovanni decidió jugar un rato.
—Vengo por el libro —le recordó, como si la recuperación del volumen fuera lo único que le importaba—. Confío en que el caballero ya se encuentre levantado. Los estudiosos como él suelen despertarse temprano, va con su temperamento.
—No hay ningún libro en el armario —replicó ella, con tal sangre fría que Giovanni quedó algo desconcertado.
«Debe de ser una criminal consumada», pensó. Luego, prosiguió su mordaz acoso en voz alta:
—Ah, ¿no? ¿Se lo ha preguntado usted a ese señor?
—Lo he mirado yo. Él salió muy de mañana. El libro no está allí.
El joven estaba cada vez más perplejo ante el cinismo y el aguante de aquella mujer. No obstante, siguió estrechando el cerco sin perder la compostura.
—¿Cuándo volverá su distinguido huésped?
—¿Por qué quiere saberlo? —inquirió, malcarada.
—Por si se ha llevado el libro, creyéndolo sin dueño.
Las palabras de Alessandra sonaron rápidas y tajantes:
—Él nunca haría algo así sin preguntármelo. Está usted confundido. Su dichoso libro no está en esta casa. Nuestra relación terminó ayer. No tiene derecho a molestarme.
—No sería extraño que ese caballero se lo hubiese llevado. Un libro siempre puede despertar la curiosidad de un erudito. No es nada deshonroso si lo ha cogido. Al contrario, es muy natural y comprensible. Yo mismo hablaré con él y quedará todo aclarado. ¿A qué hora volverá el caballero?
La mujer respondió airadamente:
—¡No lo sé ni me importa! Tiene cosas que hacer en varios lugares de la comarca. Acaso no vuelva en unos días. O quizá sí. No me da cuenta de sus actos. No me meto en sus asuntos. Nunca lo he hecho con nadie. ¡Tome usted ejemplo y váyase!
Ella hizo intención de cerrar la puerta bruscamente, pero Giovanni se lo impidió bloqueándola. De todos modos, estaba sorprendido. La desfachatez y el aplomo de Alessandra eran muy superiores a lo que había esperado. Pero creyó que pondría fin a sus disimulos dándole a entender que sabía que en la casa había un hombre muerto:
—Dígame, señora —empezó a decir en tono retador—, ¿sabe qué significa que el cuerpo de un hombre esté cubierto con una sábana de la cabeza a los pies? Para usted la respuesta es muy fácil.
Ella lo miró furiosa. Pero no mostró ningún temor por la alusión. Al contrario, su agresividad aumentó:
—¡No me interesan sus adivinanzas! ¡Váyase y no vuelva! ¡Si me sigue molestando, se lo comunicaré a las autoridades de la universidad!
—¿No cree que es usted quien corre el riesgo de ser denunciada por algo muchísimo más grave?
—¡Fuera de aquí! —gritó Alessandra, empujándole con fuerza y cerrando la puerta como una catapulta.
Giovanni se quedó con el amargo sabor del fracaso. Había salido derrotado de la escaramuza. Se apartó lentamente de la casa. Ya empezaba a dudar si había visto o no el cuerpo sin vida: «Una de dos: o esa mujer tiene una sangre fría diabólica o yo fui víctima de una alucinación incomprensible.»
Pero se negaba a admitir la segunda posibilidad. Aún veía el bulto rígido bajo la sábana y los grises cabellos, caídos sobre la inmóvil cara.
El recuerdo era nítido y claro. No podía atribuirlo a una confusión de los sentidos. Notaba también el tacto de la sábana en la mano. No podía haberse engañado tanto.