Los Espejos Venecianos (2 page)

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Authors: Joan Manuel Gisbert

Tags: #Infantil y juvenil, intriga

BOOK: Los Espejos Venecianos
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LA DESAPARICIÓN DE UN LEGAJO

EL eminente profesor Giacomo Amadio aborrecía las modas masculinas de la época. Siempre había sido enemigo de las pelucas empolvadas y detestaba enfundarse medias blancas en las pantorrillas. A diferencia de otros profesores, lucía en toda ocasión su negra toga de catedrático, que acentuaba su aspecto severo y algo demacrado. El único aderezo que cuidaba era su barba, ya cenicienta, recortada con esmero. Por lo demás, no se preocupaba de su aspecto. Secretamente pensaba que un cierto desaliño le daba la imagen adecuada.

—Llega usted con cinco días de retraso, Conti —reprochó a Giovanni, con expresión áspera, cuando éste se presentó en su despacho—. Espero que pueda justificar tan mal comienzo. Aquí no damos ni un solo día por perdido; todos han de ser de provecho, desde el primero hasta el último. Toda ausencia, si no obedece a causas sólidas y demostrables, es considerada falta grave. Explíquese.

Con cierto apuro, Giovanni refirió las circunstancias familiares que habían demorado su partida de Nápoles, así como diversos percances en ruta que habían hecho aún mayor el retraso. Antes de dar por acabadas sus justificaciones añadió:

—Me costó mucho convencer a mis padres de que sería muy útil para mí hacer este viaje. A pesar de todas las objeciones, lo logré. Aquí estoy y me considero afortunado.

Amadio aprobó en silencio aquellas palabras y preguntó a continuación de un modo algo más amable:

—¿Se ha visto en dificultades para encontrar alojamiento?

—Al principio sí. pero he tenido suerte. Una señora me alquiló una habitación en su casa.

Amadio enarcó las cejas, interesado.

—¿Una señora?

—Mayor —dijo Giovanni, como si fuese necesario aclararlo.

—¿Dónde está esa casa?

—Aún no sé el nombre de la calle. Está algo apartada, al lado de un palazzo en el que no vive nadie.

—¿Tiene tres fachadas completas y una de ellas da a una pequeña plaza?

—Sí, profesor.

—Inconfundible. Es el palazzo Balzani; hoy deshabitado, ciertamente. Se está deteriorando. Una verdadera lástima. Y, casi metido en él, está el otro edificio. Sé de cuál se trata. Nunca he entrado allí, pero puedo imaginar esa habitación. Muy alegre no será, aunque sí amplia y ventilada, y sin ruidos de ninguna clase, ¿verdad?

—Es muy luminosa por la mañana —contestó Giovanni evasivo.

—Bien, Conti, sea usted bienvenido, a pesar de su retraso. Ahora conocerá a sus compañeros. Hoy el grupo al que usted pertenece hará una primera visita a la biblioteca de la universidad. Confío en que este comienzo sea de su agrado.

—Desde luego que lo será, señor catedrático.

Giovanni se sorprendió al ver que en el curso había una estudiante. Era un hecho tan poco común que le llamó imperiosamente la atención.

Se llamaba Lena. No era especialmente hermosa a primera vista, pero tenía un aire que resultaba atrayente. Amadio la presentó con toda naturalidad como uno más de los alumnos, sin ningún comentario específico.

El grupo constaba de un total de catorce estudiantes. Giovanni incluido. Nueve eran de Padua: ocho varones y Lena. Los restantes venían de Venecia, Brescia, Verona y Ferrara. Giovanni era el que procedía de más lejos.

Hecha la sucinta presentación. Amadio condujo al grupo a la biblioteca. Les fue explicando las diversas secciones de que constaba, los criterios de clasificación de los volúmenes y la distinción entre los que podrían ser consultados libremente y los que necesitaban de un permiso especial. También se refirió a los ejemplares considerados intocables, por ser de gran valor y antigüedad, o excesivamente frágiles.

Pasaron después al archivo histórico. Estaba en una sala contigua.

—Aquí es donde más a menudo realizarán ustedes sus ejercicios —dijo el catedrático—. En este lugar se guardan documentos relevantes de la historia de Venecia y de Padua. Una parte está aún por clasificar —anunció, señalando unos montones de pergaminos y papeles que estaban sobre unas mesas taraceadas con placas de nácar—. Haciéndolo, practicarán ustedes. Les será muy útil, y también a la universidad.

Después detalló las diversas clases de documentos que figuraban en el archivo, con indicación precisa de los estantes donde estaban. Uno de ellos contenía material relativo a las más importantes familias paduanas.

Amadio concedió un breve descanso. Los integrantes del grupo salieron a uno de los claustros en el que había un gran número de estudiantes de otras disciplinas. Se formaron corros mezclados. Cada cual iba a su aire. Giovanni quedó un tanto arrinconado. Su talante era más bien tímido y retraído. No le era fácil entablar conversaciones de forma espontánea, por lo que deambuló mientras observaba. Lena seguía despertando su curiosidad. La miraba a distancia. Estaba rodeada de muchachos. No parecía sentirse cohibida por aquella abrumadora mayoría de compañeros varones.

Giovanni reparó en otro muchacho, como él, descolgado. Pertenecía a su curso. Intuyó que también era tímido. Eso le decidió a hablarle.

—Si no recuerdo mal, tú eres Paolo, de Ferrara.

—Buena memoria —dijo el otro, agradeciendo que Giovanni hubiese tomado la iniciativa de dirigirle la palabra.

—¿Cuándo llegaste?

—Hace casi una semana.

—¿Dónde te alojas?

—En la hostería Veneciana. Somos cuatro en la habitación; los otros son de medicina. Tienen vísceras en frascos, les gustan las bromas macabras. El ambiente no es muy grato que digamos.

—Yo encontré sitio en una casa particular; a precio muy barato.

—Puedes considerarte afortunado. La Veneciana es un cuchitril.

Una vez de regreso al archivo histórico, el profesor Amadio propuso una primera actividad práctica.

—Aunque muy por encima, ya conocen ustedes las diversas posibilidades que este lugar les ofrece. Vamos a tantear qué tal se orientan. Será la mejor manera de ir profundizando en el manejo de los documentos. Que cada uno elija un tema y vea de qué manera puede localizar elementos de apoyo o referencia para llevar a cabo un supuesto de indagación histórica. Excuso decir que todo ha de ser devuelto al lugar de donde lo hayan tomado. Su paso por aquí no ha de originar ni un solo caso de extravío o mala ubicación de documentos. Esto es fundamental. Bien, ya pueden empezar. Al final de la sesión comentaremos las dificultades con que se hayan encontrado.

La propuesta cogió desprevenido a Giovanni. El archivo histórico aún le parecía un laberinto. La sola idea de ponerse a rebuscar entre los miles de cartapacios y legajos le causaba agobio.

Sus compañeros también parecían desconcertados. Pero la incisiva mirada de Amadio obró el milagro. Poco a poco fueron dispersándose por pasillos y estanterías. O sabían ya qué hacer, o lo fingían. Giovanni se dijo que no podía quedarse allí, dudando. Eso le causaría mala impresión al catedrático. Enseguida se le ocurrió un tema de búsqueda que podía ser interesante.

Balzani era el nombre del palazzo deshabitado. Seguro que encontraría información acerca de las sucesivas generaciones de aquel apellido en los estantes dedicados a las más importantes familias paduanas.

Miró en el fichero general y la pesquisa dio resultado. En el archivo existía documentación relativa a los Balzani: estante 3, cuerpo 6-B, legajo 16.

Se alegró de que ninguno de sus compañeros estuviese cerca de la estantería indicada. Amadio acababa de marcharse. Seguramente no volvería hasta pasado un buen rato. Giovanni prefería que nadie supiese sobre qué iba a indagar.

Todo quedó en una intención no consumada. El legajo Balzani no estaba en su sitio. Saltaba a la vista el hueco que su ausencia había dejado: tenía más de seis dedos de ancho.

Giovanni volvió a mirar en el fichero. No había ninguna anotación que justificara la ausencia del legajo. Por tanto, según las normas del archivo histórico, tenía que hallarse en el estante 3/6-B. Pero no estaba allí. Y Giovanni no podía ni siquiera imaginarse la causa de su desaparición.

¿UNA VENTANA HIPNÓTICA?

GIOVANNI volvió a su aposento después de media tarde. Estaba bastante cansado. Su primera jornada en la universidad había resultado más agotadora de lo que esperaba. Aunque tenía deseos de dejarse caer en la cama, abrió la ventana. Con la menguante luz del atardecer, la visión no era más alegre que en plena noche. Aún se hacían más evidentes la atmósfera mortuoria del interior del palazzo y el aire desamparado de sus estatuas.

No obstante, se quedó contemplando aquel patio desolado, al que no se aventuraban a bajar ni los pájaros. Algo en aquella visión lo fascinaba. No podía evitarlo.

Acercó a la ventana el único butacón de la estancia y se sentó. Miraba al palazzo ensimismado, como si nunca fuese a dejar de contemplarlo. Sentía una paz remota, extraña.

El tiempo parecía no pasar. Todo estaba quieto y muerto. Sólo la lenta retirada de la luz diurna impedía el estatismo completo. El atardecer fluía suavemente hacia la noche, como un tránsito lleno de presagios y secretos.

Giovanni se encontraba en situación semejante a la de un hipnotizado: toda su voluntad estaba sometida al influjo de la imagen del palazzo.

Unos golpes que sonaron en la puerta le sobresaltaron. Le pareció sentirlos en su propia espalda, pero le ayudaron a sustraerse de la extraña influencia que le había cautivado.

Era la señora Alessandra quien llamaba. Llevaba un manojo de velas en la mano. Quería dárselas. A Giovanni le pareció que la actitud de la mujer era fría y distante.

—¿Está a oscuras? —preguntó ella, escudriñando el interior de la habitación y fijándose de manera muy especial en que la ventana estaba abierta.

—Descansaba —repuso el joven ambiguamente.

La mujer dio un paso adentro y observó la cama intacta. Después, sin expresión en la voz. preguntó:

—¿Se va acostumbrando a la habitación?

Giovanni se limitó a explicar:

—He dormido bien. No he extrañado la cama.

—Se está haciendo tarde. ¿No saldrá a cenar?

—Me disponía a hacerlo —mintió el napolitano.

—Cierre la ventana antes de irse. El fresco de la noche es traicionero, se cuela en los huesos.

—No lo olvidaré —aseguró Giovanni, impaciente por quedarse otra vez a solas.

En cuanto ella se retiró, el joven se apresuró a cerrar la ventana. No lo hizo sólo para evitar que la habitación se enfriara; quería borrar los negros perfiles del palazzo.

El grosor de la cortina ocultó la hipnótica imagen.

Podía ir a cenar a la hostería Veneciana aunque no estuviera alojado allí. Pero aquella noche no le apetecía compartir la mesa con otros estudiantes. Caminó al azar por las callejas, en busca de algún lugar barato donde comer en solitario.

No tardó en encontrarlo. Era un local mugriento en el que algunos hombres bebían en silencio. Ocupó una mesa apartada. No solía beber vino, pero encargó una jarra con la comida.

La sopa estaba aguada y contenía raspas de pescado. El guiso de pollo desmenuzado no resultó mucho mejor: era grasiento y desabrido. Mientras iba masticando con creciente repugnancia, se dio cuenta de que los parroquianos y el tabernero, taciturnos y reconcentrados, le miraban de vez en cuando. Aquel ambiente apagado contrastaba con el bullicio y la algarabía que reinaban en las tabernas de Nápoles.

La frecuencia de las miradas empezó a incomodarle. Aquellos individuos clavaban sus ojos en él sin apenas disimulo. Si Giovanni les sostenía la mirada, la apartaban. Pero volvían a insistir al poco rato.

Se preguntó cuál podría ser la causa de aquella curiosidad hacia su persona. ¿Sólo su aspecto de forastero? No le parecía motivo suficiente.

Rechazó el postre y pagó lo que debía. Apuró un último sorbo de vino y le faltó tiempo para salir a la calle. Hasta el último momento notó las miradas a su espalda.

Aunque el aire de la noche le sentó bien, notó que el vino, en vez de apaciguarle, había excitado la parte insana de su imaginación. Errante por las callejas se dio cuenta de lo poco grato que le resultaba tener que ir a encerrarse en su sombría habitación.

Pensó en prolongar la caminata para mejor despejarse. Luego, reaccionó contra su propia indecisión. Se dijo que no había ningún motivo para demorar el regreso. Necesitaba acostarse pronto y descansar. Su segunda jornada en la universidad iba a ser al menos tan ardua como la primera.

Cuando sólo le separaba un corto trecho de la casa, oyó pisadas tras él, a poca distancia. Las calles estaban muy solitarias. En todo el trayecto no había visto a nadie.

Siguió andando sin mostrar preocupación. Sabía que una actitud temerosa podía dar agallas a un asaltante que dudara entre atacarlo o no.

Tenso y alerta, llegó ante la puerta de la señora Alessandra. Mientras hacía girar la llave en la cerradura, se volvió. Se acercaba un hombre. Le reconoció por sus ropajes: era uno de los que habían estado observándole en la taberna.

No quiso averiguar más. Cerró la puerta con rapidez. No estaba dispuesto a encuentros de ninguna clase. Los pasos del otro se alejaron, muy despacio.

Giovanni escrutó las tinieblas de la casa. En el vestíbulo ardía un pequeño candil que apenas daba luz. Por debajo de una puerta, al fondo de un oscuro pasillo, se advertía resplandor. Aún no era demasiado tarde. La señora debía de estar levantada.

El joven avanzó por el corredor, para darle las buenas noches a su anfitriona antes de acostarse.

Llamó prudentemente a la puerta de la habitación iluminada. Nadie respondió. Insistió con mayor fuerza. Tampoco obtuvo respuesta.

—¿Señora Alessandra? —inquirió, con voz lo bastante alta como para hacerse oír a través de la puerta.

Las dos palabras sonaron huecas. Empujó la puerta despacio, con una frase de disculpa. Sólo pretendía ser amable.

Era una sala sucintamente amueblada. El fuego agonizaba en el hogar. Los leños de la lumbre eran troncos de cenizas llenos de ascuas. Sobre una mesa, encendidas, brillaban las tres velas de un candelabro. Pero la mujer no estaba.

Giovanni salió otra vez al pasillo y dejó la puerta como la había encontrado. Aún pronunció el nombre de la patrona otras dos veces ante otras puertas cerradas.

Convencido de que aquélla no era su noche, desistió.

«Lo mejor será que me acueste. Mañana será otro día», pensó.

Con el candil del zaguán se alumbró en la subida a su habitación. La cortina de la ventana estaba corrida, como él la había dejado. Apartó la mirada, decidido a dejarla como estaba. No había olvidado el extraño trance del anochecer. Se prometió no recaer en aquella fascinación desmesurada.

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