Paolo estaba muy remiso. Explicó:
—La verdad, todo esto me impone un poco. Acepto ayudarte, como ayer, pero no quiero andar entre continuos sobresaltos. Soy una persona más bien tranquila, no sirvo para algunas cosas.
—Ni yo te las pediré, Paolo. Podrás ayudarme sin pasar ningún mal rato.
Lena dijo a su vez, esquiva:
—Mis movimientos están muy limitados, sobre todo de noche. No puedo andar por ahí. Mis padres no lo permitirían, hazte cargo.
—No pretendo que hagas nada que no puedas hacer.
Ella, de pronto, cambió de tono:
—¿No eres tú, Giovanni, quien se propone cosas que no puede hacer?
—Explícate mejor —le pidió el napolitano, con un gesto de impaciencia.
—Perdona, pero creo que estás yendo demasiado lejos —Lena le hablaba como si le doliera lo que estaba diciéndole, pero consideraba que debía hacerlo—. Una cosa es sentirse atraído por la leyenda de un lugar que has conocido, y otra muy distinta andar entrando por las noches en las casas y encontrándose con muertos que no se sabe si lo son.
—Vamos a ver —dijo Giovanni crispado—, entonces, según tú, según vosotros —corrigió incluyendo a Paolo, que parecía incomodo ante la situación que se estaba creando—, ¿qué es lo que tengo que hacer?
—Olvidarte del asunto por unos días y esperar a ver qué pasa. Será lo más práctico —respondió Lena.
Al napolitano no le cabía en la cabeza que sus amigos le pusieran tantas objeciones y demostraran tan poco interés por el misterioso asunto que tenía entre manos. Sin embargo, no quiso entrar en discusiones. Tampoco esperaba que Lena y Paolo avanzaran con él hombro a hombro, sino sólo que le siguieran ayudando en cosas concretas, como habían venido haciendo hasta entonces. Tratando de ganárselos de nuevo, añadió en tono conciliador:
—No os pido que aprobéis todo lo que hago, pero sí que en ciertos momentos seáis la prolongación de mis ojos y mis manos, sin meteros en situaciones difíciles ni comprometeros en nada. ¿Os parezco muy abusivo o muy pesado? Por favor, vuestra ayuda me hace falta.
Lena estuvo pensando unos momentos. Luego, más propicia, aunque sin ningún entusiasmo, preguntó:
—¿Cómo puedo ayudarte?
Giovanni respondió de inmediato:
—Escarba cuanto puedas en la historia de Beatrice Balzani.
—Todo lo que saben mis padres ya te lo he dicho.
—Pregunta a otros parientes, a gente conocida, a quien sea, personas de edad, a ser posible. Ellos son quienes podrán recordar más detalles. Ya que los documentos escritos han desaparecido, acudiremos a los recuerdos vivos. Por cierto, me gustaría mucho saber cómo se llamaba el pariente de Beatrice.
—¿El que estuvo porfiando para convertirse en su marido? —preguntó Paolo.
—El mismo. Tengo una sospecha con respecto a él. Conocer su nombre me ayudaría a continuarla.
—Lo intentaré. ¿De qué sospecha se trata?
—Prefiero decírtelo cuando tengamos el nombre. No se excluye que yo pueda estar equivocado. Más que una sospecha es una corazonada.
—Y de mí, ¿qué esperas? —preguntó Paolo. Se le veía temeroso de que Giovanni le encargara algo que no fuera de su agrado.
—Algo idóneo para el observador perspicaz que tú eres —anunció el napolitano para animarlo—. Después del atardecer, ve a merodear en torno al palazzo Balzani y estudia un modo de entrar en él sin llamar la atención. No quiero que Alessandra me vea por allí. A ti no te conoce.
—¡Pero si está cerrado a cal y canto para impedir que entren vagabundos!
—Por muy cerrado que esté, un gran edificio abandonado siempre tiene un punto flaco por donde es posible entrar. Eso es lo que te pido que descubras.
—De acuerdo —dijo Paolo, algo más tranquilo, aunque no demasiado—. Veré qué puedo hacer.
—¿Irás esta tarde a las clases? —le preguntó Lena a Giovanni.
—No. Ya me he disculpado ante Amadio hasta mañana. Estaré en la habitación, pensando. Si surge alguna novedad, allí me encontraréis.
Tras probar unos bocados sin apenas prestar atención a lo que masticaba, Giovanni volvió a refugiarse en su cubil.
Releyó muchas veces todo lo relativo a los espejos de Guido Forlani. Después buscó en las restantes páginas del libro. Algunos párrafos llamaban especialmente su atención. Casi sin darse cuenta, los iba almacenando en la memoria, alimentaban sus ansias de investigación.
El espacio interior de los espejos constituye una especie de dimensión a la vez cercana y remota. Nuestro reflejo lo habita, nos vemos en él y, sin embargo, nos está vedado atravesar ese umbral que, en apariencia, se nos ofrece abierto. El espejo es imagen y es misterio. Sus reflejos son reales, podemos contemplarlos con los ojos abiertos, mas su no existencia material los asemeja a los sueños. De ahí su fascinación, de ahí los casos innumerables de hechos misteriosos que han ocurrido y ocurren ante espejos…
… Ciertos magos del pasado utilizaban espejos de diversas clases (planos, cóncavos, esféricos, múltiples…) para conseguir una alta concentración. Eso les permitía ejercer sus facultades…
… Son muchas las personas que a lo largo de los siglos han afirmado ver en los espejos cosas distintas de las que normalmente se podía esperar que reflejaran. No existe ningún otro objeto de uso común que haya dado lugar a tantas crónicas asombrosas. Por eso la tradición da a los espejos la categoría de elementos mágicos…
… Los espejos enfrentados, con su ilimitada sucesión de imágenes reflejadas, son símbolos enigmáticos de un más allá en el tiempo y en el espacio…
… Nadie como el maestro Forlani ha sabido llevar a su máxima expresión todas estas posibilidades. Por ello sus obras, sus fabulosos espejos venecianos, son piezas de un valor incalculable.
Al llegar a las últimas páginas del libro, Giovanni vio que un párrafo había sido subrayado. La tinta, aunque desvaída por los años, tenía el mismo tono gris que las iniciales de la portadilla. Parecía claro que todo era obra de la misma mano. El fragmento que había llamado la atención de la persona cuyas iniciales medio borradas figuraban en las primeras páginas decía así:
Es preciso incluir en esta obra una advertencia importante:
«Los espejos del artífice Guido Forlani pueden resultar peligrosos para el equilibrio emocional de personas poco preparadas para hacer frente a lo inexplicable. Se recomienda no tenerlos expuestos en lugares donde puedan ser vistos por gentes impresionables».
Aquel párrafo, y el hecho de que estuviera subrayado, avivó aún más la sospecha que Giovanni venía incubando.
La luz de la tarde se extinguía. Ya había examinado el libro lo bastante. Se tendió en el camastro, barajando ideas. Los acontecimientos de un siglo atrás parecían cada vez más cercanos.
En sus reflexiones estaba cuando oyó pasos precipitados en el estrecho corredor que conducía a su cuarto.
Escondió el libro tras la cortina que cubría el remedo de armario y se acercó a la puerta. Cuando iba a abrirla, llamaron con golpes rápidos.
Paolo apareció en el umbral. Su rostro estaba desenojado. Su respiración era jadeante. Como un emisario funesto, anunció:
—¡Menos mal que te he encontrado! En el palazzo está ocurriendo algo desastroso para tus planes. ¡Vamos enseguida allá; aunque me temo que ya será tarde!
PAOLO caminaba como alma llevada por el diablo. Giovanni tenía que correr por el pasillo para alcanzarlo.—Pero, dime, ¿qué es lo que pasa?
Sin detenerse, atravesando el vestíbulo de la hostería. Paolo explicó a trompicones:
—¡Giorgio y otros cuatro del curso se han metido allí!
—¿Para qué? ¿Por dónde? ¡No vayas tan deprisa!
—Por lo visto, oyeron algo de lo que hablábamos, sacaron conjeturas y eso les dio la idea. ¡En mala hora!
—¿De qué idea hablas?
—De la de ir al palazzo Balzani para comunicarse con el fantasma de Beatrice. Yo acababa de llegar allí. Iba a hacer lo que me habías pedido. Entonces los he visto llegar. Llevaban cirios, sábanas, máscaras y no sé cuántas cosas más. Todo era como un juego para buscar emociones fuertes. Me han dicho que entrara con ellos, pero no he querido, claro.
Una vez comprendida la situación, Giovanni se indignó como pocas veces lo había hecho en su vida.
—¡Mal rayo los parta! Los muy imbéciles no han encontrado mejor sitio para llevar a cabo su estúpida mascarada. ¿Por dónde han entrado?
Mientras continuaban su veloz recorrido de las calles, Paolo explicó:
—Eso es lo peor. Sin miramientos ni contemplaciones, han roto los cierres de las cadenas de un portón lateral. Mañana, a la luz del día, se verá a la legua que ese paso ha sido forzado. Tendrán que volver a cerrarlo. Tal vez pongan vigilancia durante algún tiempo para que el hecho no se repita. ¡Todo eso va en contra de tus planes!
Giovanni nunca había mirado a Giorgio con buenos ojos. En aquellos momentos su aversión hacia él era máxima. Sin salvar a los que le acompañaban, le veía como culpable principal de aquella estupidez tan inoportuna y desafortunada.
—Has hecho bien viniendo a avisarme. Hay que impedir que dañen los espejos.
—Ten cuidado; van bebidos. Se han envalentonado con vino para entrar de noche en el edificio.
—Los sacaremos de allí antes de que hagan una barbaridad —aseguró Giovanni.
—Son cinco y nosotros sólo dos. No atenderán a razones.
—De todos modos, pondremos fin a su diversión ¡Son unos profanadores!
—Me parece que estás exagerando.
—Lo que más temo es que lleguen a romper los espejos. ¡Los necesito intactos!
—No se atreverán a tanto —dijo Paolo.
—Con una jauría suelta nunca se sabe.
Al llegar, vieron que no había nadie en las proximidades del palazzo. Lo que estaba ocurriendo dentro no trascendía al exterior. Los alrededores estaban tan solitarios como de costumbre. Nada llamaría la atención a un transeúnte ocasional.
Pero fijándose con atención, como Giovanni y Paolo lo hicieron, sí era posible percibir ligeros resplandores a través de alguno de los ventanales. El otro indicio revelador era aún más difícil de advertir en la penumbra: las sujeciones de las cadenas del portón lateral habían sido arrancadas.
Giovanni se disponía a entrar. La actitud silenciosa y retraída de Paolo hablaba por sí sola.
—Espérame aquí. Trataré de salvar la situación —le dijo Giovanni a su temeroso acompañante.
—No te harán ningún caso. Tienen intención de pasar aquí toda la noche, hasta el alba.
—Ya lo veremos —apuntó el napolitano, no tan seguro de sus fuerzas ni de su capacidad de convicción como aparentaba.
Empezó a empujar el portón forzado. Enseguida dejó de hacerlo, pues un rumor de voces se acercaba desde el interior del palazzo.
—Vienen hacia aquí—observó Paolo.
—Mejor me lo ponen. Así me oirán antes.
—¡Espera! Parece que van a salir.
Las voces sonaban cada vez más cerca, confusas y alteradas. Giovanni cambió de idea:
—Vayamos al callejón del fondo de la plaza; si no se dirigen allí, no nos verán.
Aquella idea agradó a Paolo. Ambos fueron a esconderse en un abrir y cerrar de ojos, y quedaron ocultos en la oscuridad. En poco tiempo, el pesado portón del palazzo se abrió y por él salieron los cinco estudiantes, de manera un tanto precipitada. Parecían huir de algo.
Una vez fuera, a juzgar por los gestos que hacían, comenzaron a intercambiarse reproches. Giorgio empujó a uno de los otros. El agredido se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo.
Después, como una cuadrilla vencida y humillada, los cinco fueron retirándose del palazzo. Uno de ellos quedó algo rezagado. Parecía encontrarse mal.
Giovanni quiso aprovechar la circunstancia:
—Paolo, por favor, ve a preguntarle qué ha pasado.
—¿Tú crees? —repuso Paolo, indeciso.
—Prefiero que no sepan que he venido. A ti ya te han visto antes. No les extrañará verte de nuevo.
Paolo fue al encuentro del que se había quedado atrás. Le alcanzó sin dificultad y estuvieron hablando un breve rato. Después se separaron y Paolo, dando un rodeo, volvió al callejón donde Giovanni lo aguardaba.
—¿Qué te ha dicho?
—Se les han quitado las ganas de jugar a los fantasmas. Creo que se han puesto de acuerdo para no hablar de lo sucedido. Pero se han asustado mucho. Me parece que han visto algo.
—¿Iba muy bebido?
—Me parece que no demasiado. En todo caso, no como para ver visiones a causa del vino. Si han visto algo, lo han visto de verdad. Y ha sido lo bastante impresionante como para hacerles abandonar sus planes y salir a toda prisa. No estaba bromeando. Su miedo era auténtico; podía tocarse.
Giovanni estuvo reflexionando unos momentos. Luego, dijo:
—Voy a entrar.
—¿Después de lo ocurrido? —exclamó Paolo, alarmándose como si hubiese oído una gran temeridad.
—Quizá no pueda hacerlo en muchos días. Tengo que aprovechar ahora. Me han hecho un favor renunciando.
—Pero no han renunciado por gusto, sino por temor.
—Ellos buscaban diversión. Yo, no.
—¿No te da miedo?
—Creo que sí. Por eso voy. El miedo es la frontera que hay que cruzar. Beatrice Balzani necesita que alguien llegue a su secreto. Si hay que hacerlo a través del miedo, lo haré. Paolo le miró impresionado. Aunque todo daba a entender que tenía muchas ganas de irse de allí, ofreció:
—¿Quieres que te espere?
—No sé cuánto tiempo estaré dentro.
Paolo, en silencio, dudaba. Luego, dijo:
—Esperaré un rato, por si me necesitas para algo o te vuelves atrás. Si sales pronto, aquí estaré.
—Como quieras —repuso Giovanni—. Espera un poco y luego, vete a descansar.
El napolitano cruzó la plazuela y se dirigió al portón violentado. Su ánimo estaba más encogido de lo que aparentaba. No sabía qué podía haber causado tanto pavor a los otros, pero iba a correr el riesgo de encontrárselo
El portón cedió al primer esfuerzo. Giorgio y sus acompañantes apenas lo habían dejado encajado en el marco. Una vez en la oscuridad del interior, Giovanni echó en falta algo con que alumbrarse. Estaba en una parte del palazzo que no había recorrido. Era territorio desconocido.
Se detuvo sin saber cómo orientarse. La noche era oscura. Por los ventanales entraba un resplandor que moría apenas atravesados los sucios cristales.