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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (73 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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El Rohipnol resulta indetectable a las treinta y seis horas de haber sido consumido, de manera que cuando los cuerpos de las víctimas aparecían en los lugares a los que Guazo las llevaba en la furgoneta Citroën, tras haberlas asesinado y eviscerado según su plan, la droga no aparecía en los cuerpos tras practicar la autopsia.

Diego Bedia recordó unas palabras que escuchó a un prestigioso psiquiatra forense. Según aquel médico, un sujeto lo suficientemente inteligente y perverso podría matar a una serie de personas si es precavido y no deja restos de ADN. Empleando guantes, plásticos y otras coberturas, puede matar ininterrumpidamente si no es sorprendido por algún testigo o comete el error de relajarse por creerse invulnerable.

Cuando Sergio Olmos escuchó esa parte del relato que aparecía en el diario de Guazo, descubrió por fin el hilo que unía a las víctimas entre sí. Había dedicado muchas horas a reflexionar sobre aquella posibilidad, y no lograba explicarse el motivo por el cual aquellas mujeres, a pesar de que sabían que otras habían sido asesinadas en los últimos días, se confiaban ante el asesino. La razón era simple: lo conocían y no temían mal alguno por su parte. Y era lógico, porque todas ellas eran pacientes del doctor Guazo en la Casa del Pan.

El doctor Guazo, como Heriberto Rojas y otro colega suyo, se había ofrecido voluntariamente a colaborar con el párroco Baldomero en su proyecto social. A diferencia de los otros dos médicos, Guazo lo había hecho para dar forma a su terrible proyecto.

—Tu amigo resultó ser tan perverso como inteligente y minucioso —dijo Diego a Sergio.

Sergio asintió en silencio mientras trataba de reconstruir los hechos ocurridos en la noche del doble asesinato.

—No fue tan difícil como parece —dijo Diego, que parecía haber leído el pensamiento del escritor—. Tú y tu hermano dividisteis la zona en tres partes. Ninguno imaginó que el asesino podía actuar al otro lado de la calle José María Pereda porque los crímenes siempre se habían producido en la zona este. Guazo había asesinado ya a las dos mujeres y sus cuerpos estaban en la furgoneta. Le fue sencillo dejar el cadáver de Martina Enescu en la calle Ansar. Estaba oscuro, llovía mucho y nadie vigilaba aquella zona.

—Debí haber recordado que a Liz Stride la mataron junto a un centro obrero —se lamentó Sergio.

—Sin duda —admitió Diego—, el hecho de que allí cerca se encuentre la sede de Comisiones Obreras resultó irresistible para Guazo. Y, mientras todos nosotros nos concentramos junto al cuerpo de Martina Enescu, él tuvo tiempo de colocar el segundo cadáver a algo más de un kilómetro de distancia. A pesar de que el cocinero, Félix Prieto, vio la furgoneta cuando abandonaba el lugar a gran velocidad, Guazo no fue visto.

—Luego entró en el garaje —Sergio completó la secuencia— y ocultó el vehículo. Minutos después, apareció cerca de la iglesia, donde estábamos nosotros.

—Antes se quitó el mono aislante que empleaba —aclaró Diego—. En el registro hemos encontrado un buen lote de ellos. Cada vez que llevaba a cabo un asesinato los plásticos que forraban la habitación, los guantes, el mono y el resto de las cosas eran quemados por Guazo y sustituidos nuevamente.

—Parece increíble que no cometiera errores y que fuera capaz de urdir algo así —dijo Sergio.

—Ni ADN, ni pruebas, ni nada. Tal vez menospreciaste la inteligencia de tu amigo y su sangre fría —dijo Diego. En el tono de su voz Sergio creyó percibir cierto reproche—. Y, por cierto —añadió—, escribe realmente bien. —Diego entregó una copia del diario a Sergio Olmos—. Devuélvemelo mañana —le pidió, antes de despedirse del escritor.

8

7 de octubre de 2009

S
ergio Olmos no se atrevió a abrir el diario de José Guazo hasta que se sintió solo y a salvo en la habitación del hotel que se había convertido en su hogar en las últimas semanas. Pero, antes de comenzar la lectura, miró el escrito con temor. Lo que Sergio temía encontrar allí era un retrato inédito de sí mismo; la percepción que alguien ajeno a nosotros tiene de nuestra manera de ser. Aquellas páginas, sospechaba, podían convertirse en un espejo tan mágico como maldito; el haz de luz que alumbra los rincones de nuestra intimidad que nunca ofrecemos a los demás y cuyo acceso vedamos incluso a nosotros mismos.

¿Por qué Guazo había urdido una trama tan siniestra y cruel? ¿Tanto odiaba a Sergio como para no dudar en asesinar a cuatro mujeres inocentes?

El escritor sintió frías las manos, las frotó intensamente y acalló el deseo que sentía desde hacía varios minutos de llamar a Marcos. Necesitaba más que nunca el apoyo de su hermano mayor, siempre incondicional aliado. Pero temía que lo que encerraban aquellas páginas fuera demasiado desagradable como para compartirlo con Marcos.

Finalmente, Sergio inspiró profundamente y abrió el diario. Pasó por alto las páginas en las que Guazo ofrecía detalles que solo el asesino podía saber sobre los crímenes. A Sergio no le importaba ya el modo en el que el doctor abusó de la confianza de cuatro de sus pacientes ni la manera en la que administró el Rohipnol a aquellas desdichadas. Atrás dejó el pormenorizado relato de cada uno de los crímenes —Sergio, no obstante, sintió un escalofrío al comprobar la frialdad con la que su amigo detallaba el momento en el que entraba en la habitación que había convertido en cárcel para sus prisioneras y segaba sus vidas de un tajo antes de proceder a profanar sus cuerpos de un modo animal—. Lo que Sergio buscaba lo encontró casi al principio del diario:

En el año 1878 me gradué como doctor en medicina por la Universidad de Londres, y a continuación pasé a Netley con objeto de cumplir el curso que es obligado para ser médico cirujano del ejército. Una vez realizados todos esos estudios, fui a su debido tiempo agregado, en calidad de médico cirujano ayudante, al Quinto de Fusileros de Northumberland. Este regimiento se hallaba en aquel entonces de guarnición en la India, y, antes de que yo pudiera incorporarme al mismo, estalló la segunda guerra de Afganistán…

Así comenzaba el doctor José Guazo su relato. En las siguientes páginas, recordaba que aquellos renglones habían sido escritos por el doctor John Hamish Watson en
Estudio en escarlata
. También mencionaba el hecho de que Watson recibió una bala explosiva en la batalla de Maiwand. El impacto destrozó el hueso, recordaba, y rozó la arteria subclavia, razón por la cual fue hospitalizado y, más tarde, pensionado y enviado de regreso a Inglaterra.

Aquella introducción servía a Guazo para recordar que su admirado médico no era ningún estúpido, como tantas veces Sherlock Holmes parecía mostrarlo. Se trataba de un médico, de un profesional con una sólida formación académica; un ávido lector y un escritor notable, a pesar de las constantes pullas que el detective con quien vivió le dedicaba de continuo por su estilo narrativo.

Watson era, decía José Guazo, un hombre sensible. Le gustaban las mujeres, pero ¿acaso era eso un delito? ¿Debía ser considerado como demérito el ser capaz de amar y dejarse amar? ¿Cómo se atrevía a juzgarlo un hombre como Holmes, frío, inhóspito, autodestructivo, insensible hasta rozar la crueldad, entregado en brazos de la morfina y la cocaína, y que despreciaba todas las ideas que no fueran producto de su indudable perspicacia?

Aun así, durante sesenta aventuras, en opinión de Guazo, Holmes martirizó a Watson:

«No creo ser más torpe que cualquier hijo de vecino y, sin embargo, siempre que trataba con Sherlock Holmes me sentía agobiado por mi propia estupidez»
[108]
.

«Usted no es más que un médico general, con una experiencia limitada y un historial académico mediocre», «¿Voy a tener que demostrarle su propia ignorancia?»
[109]
.

«No cabe duda de que soy estúpido, pero tengo que confesar que soy incapaz de seguirle»
[110]
.

«Puede que usted no sea luminoso, pero es un conductor lumínico. Hay hombres que, sin estar dotados de genio, poseen una destacada capacidad de estimularlo en otras personas»
[111]

«Si repasa usted esas narraciones con las que lleva tanto tiempo atormentando al sufrido público»
[112]
.

«Este caso no es para usted, Watson; es mental, no físico»
[113]

«Holmes casi nunca mostraba reconocimiento a quien le proporcionaba una información»
[114]
.

«Las ideas de mi amigo Watson, aunque limitadas, son sumamente pertinaces»
[115]
.

Guazo afirmaba en su diario que podría añadir decenas de frases tan humillantes como las que había citado como prueba de cargo contra el señor Holmes. Afirmaba que en las aventuras del detective hay innumerables ejemplos del maltrato psicológico al que sometió a un hombre que salvó su vida en al menos un par de ocasiones, pero creía que podía resultar suficiente y de impagable valor recuperar las propias reflexiones que Watson realiza en los primeros renglones de «La aventura del hombre que se arrastraba»:

En aquella última etapa, las relaciones entre nosotros dos eran muy curiosas. Él era hombre de costumbres, costumbres muy concretas y arraigadas, y yo me había convertido en una de ellas. Como institución, yo era comparable al violín, el tabaco de picadura, la vieja pipa negra, los álbumes de recortes y otras tal vez menos disculpables. Cuando tenía un caso que exigiera actividad y necesitaba un compañero en cuyo temple pudiera tener cierta confianza, mi función era obvia. Pero, aparte de todo esto, también le servía para otros fines. Yo era como la piedra de afilar en la que aguzaba su inteligencia. Le estimulaba. Le gustaba pensar en voz alta en mi presencia. No se puede decir que sus comentarios fueran dirigidos a mí —muchos de ellos igual podrían haber ido dirigidos al mueble de su cama—. (…) Si yo le irritaba con la metódica lentitud de mi pensamiento, la irritación servía precisamente para que sus llameantes intuiciones e impresiones cobraran más brillo, fuerza y rapidez
[116]
.

Un violín, una piedra de afilar, una costumbre…, eso era Watson para Holmes; un tipo capaz de afirmar que era solo un cerebro, y que el resto de su cuerpo era un simple apéndice
[117]
.

El diario de Guazo era implacable con Sergio Olmos:

Hace veinticinco años, conocí en la Universidad Complutense de Madrid a alguien igual a Holmes. Se trataba de un hombre con una asombrosa memoria, aparte de ser un experto conocedor de las sesenta aventuras que protagonizó el famoso detective consultor. Ese hombre se llamaba Sergio Olmos, y lo admiré tanto desde el primer día en que lo conocí como él me ignoró.

Es cierto que discutí con él muchas veces. Lo hice siempre que me sentí obligado a salvar el honor del doctor John Watson, a quien Sergio Olmos pretendía, como tantos otros, relegar a las sombras de las bambalinas para que la única luz cenital alumbrara el ingenio de Holmes. Y es cierto, no lo oculto, que me sentí sumamente feliz cuando conocí a su hermano Marcos, pues era el hermano mayor aún más inteligente, más rápido de memoria y mucho más conocedor del canon holmesiano que el hermano pequeño. Además, Marcos era un hombre amable, hospitalario y pausado en el hablar y en el enjuiciar. Sin embargo, seguí profesando una extraña e incurable devoción por Sergio.

Todos mis intentos de aproximación a su corazón fueron ignorados por el hermano menor. Yo quería ser un amigo de verdad, pero Sergio no permitía que nadie lo fuera. Apenas se interesó por mis sentimientos, por mis problemas o por mis estudios durante el tiempo en el que ambos fuimos miembros del Círculo Sherlock, una hermandad literaria a la que también se incorporó, para satisfacción de todos sus integrantes, Marcos Olmos. Todos nos sentimos cautivados por Marcos, quien no tardó en demostrar su superioridad holmesiana respecto a Sergio.

El paso de los años no mejoró nuestra relación. Creo que Sergio Olmos ni siquiera sabe a qué especialidad médica me dedico. Y, naturalmente, no tuvo la delicadeza de enviar ni siquiera un correo electrónico cuando falleció mi esposa, Lola.

Cuando ella murió, mi mundo comenzó a tambalearse. Ese mundo pasó a ser para mí algo lejano, que apenas atisbaba a través de la triste niebla que se posó en mi mirada. Tanto era el dolor que cuando recibí la noticia de que padecía cáncer experimenté un gran alivio. Cada vez veía más cerca el momento de regresar a los brazos de mi amada esposa.

El mundo me parecía cruel e injusto. Lola ya no estaba en él, mientras que la ciudad, en especial el barrio norte en el que ella había nacido y vivido, se llenaba de putas llegadas de medio mundo. En la consulta gratuita que prestaba para la parroquia del barrio las veía a diario. Se quejaban por algún catarro, por una simple gripe o por cualquier enfermedad pasajera mientras la carne de Lola se pudría en la tumba.

Pero el destino me tenía reservado un capricho.

Un día decidí vengar a Watson. Un día me harté del doctor House y me propuse desagraviar al doctor James Wilson, y satisfacer de una vez por todas a Robert Chase, a Allison Cameron y a Eric Foreman
[118]
. ¿Por qué aquellas mujeres vivían y mi esposa estaba muerta?

De pronto, recordé una conversación que tuve muchos años antes con uno de los miembros del Círculo Sherlock llamado Víctor Trejo. Aquel día, mientras bebíamos sin medida, le dije que yo mismo podía emular los crímenes que Jack el Destripador había llevado a cabo en Londres en 1888. Le aseguré que, con las debidas precauciones, dados los avances técnicos con los que ahora contaba la policía, ni siquiera el mismísimo Holmes podría detenerme.

Lentamente, la idea fue fraguando en mi interior. Sentía que podía hacerlo, pero me faltaba algún ingrediente esencial para completar mi venganza.

Un día recibí la invitación de Clara Estévez para la fiesta en la que recibiría el galardón por haber obtenido el Premio Otoño de Novela. En aquellos días, el tratamiento de quimioterapia había minado mi salud y pensé en disculparme y no ir a la fiesta. A pesar de todo, mi amigo Marcos Olmos insistió en que fuéramos los dos.

Resulta gracioso pensar que, si Marcos no hubiera sido tan buen amigo como siempre, yo no habría tenido la posibilidad de completar mi plan, pues fue en esa fiesta donde, de un modo casual, me enteré de la clave que permite el acceso al ordenador de Sergio Olmos. Y también en aquella fiesta Tomás Bullón, miembro en su día del Círculo Sherlock, me facilitó un contacto para poder falsificar un pasaporte.

El resto fue sencillo, como enseguida descubrirá el lector…

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