Las violetas del Círculo Sherlock (69 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Ni Jack ni el hombre que lo imitaba era asesinos «viajeros». El inspector de policía Kim Rossmo, especialista en el análisis del comportamiento de los asesinos, también está de acuerdo con la idea de que, a medida que aumenta la distancia de los desplazamientos para cometer los asesinatos, el número de crímenes mengua. Los asesinos en serie se muestran más seguros cerca de su refugio, aunque no tan cerca como para que sean reconocidos de inmediato.

—Sin embargo, las prostitutas de Londres no parecieron temer a Jack a pesar de que sabían que alguien estaba asesinando a las mujeres —recordó Palacios—. Todas se fueron con él, como si fuera un cliente más.

—Lo que demuestra la extraordinaria inteligencia de Jack —respondió Diego—. Debía de ser un hombre joven, de entre unos veinte y cuarenta años, de complexión normal, pero suficientemente fuerte como para inmovilizar a sus víctimas. Ellas no recelaron del hombre con el que se habían ido porque nada en él lo hacía diferente. Probablemente vestía de un modo discreto, o incluso elegante. No debía de tener defectos físicos por los cuales pudiera ser recordado. Actuaba los fines de semana, tal vez porque estaba casado y no podía ir a Whitechapel siempre que quería, o quizá porque su trabajo entre semana se lo impedía. —Diego tomó aire y se pasó la mano por la perilla—. Era atrevido, temerario. En cada crimen se superó a sí mismo mutilando más y más a sus víctimas. No le importó trabajar en la calle, en plazas o en patios donde podía ser fácilmente sorprendido. Se creía invencible.

—¿Cuántos crímenes cometió Jack? —preguntó Palacios.

—Algunos investigadores le atribuyen siete, otros incluso más, pero generalmente se cree que mató a cinco mujeres —respondió Diego—. La policía no encontró ninguna pista que los condujera hasta él, pero en aquella época no se disponía de los medios actuales. No obstante, hay que reconocer que Jack era lo que los agentes del FBI John Douglas y Roy Hazelwood denominan un «asesino organizado». Sus escenarios aparecían extrañamente preparados: los objetos personales de Annie Chapman colocados de una manera peculiar a sus pies, los intestinos de Catherine Eddowes sobre el hombro derecho, y todo lo demás.

—Todo eso está muy bien —dijo Estrada con una media sonrisa en la boca—, pero nosotros no pretendemos encerrar a Jack el Destripador, sino a un hijo de puta que está tocándonos los cojones ahora mismo.

—Una aportación muy enriquecedora —dijo con ironía Diego sin mirar a Estrada—, pero a pesar de que te parezca una pérdida de tiempo recordar lo que hizo Jack, el hombre al que perseguimos trata de imitarlo en todo lo posible. Es cierto que no mata a sus víctimas en la calle, porque hoy sería prácticamente imposible lograrlo sin ser visto, pero se las ingenia para secuestrarlas, retenerlas durante un tiempo y dejar sus cadáveres mutilados donde le parece mejor. Y hay algo de todo lo que hemos dicho que nos debería preocupar.

Diego guardó silencio y observó el efecto de sus palabras en los demás policías.

—¿A qué te refieres? —preguntó Estrada.

—Hemos dicho que los investigadores que trabajan en el análisis del perfil geográfico del asesino tienen muy en cuenta dónde se cometen los asesinatos, y que es posible que nuestro hombre tenga un refugio en la zona. Sabemos también que se desplaza en una furgoneta de color negro de la marca Citroën, pero no sabemos cómo se gana la confianza de sus víctimas, teniendo en cuenta que, como sucedía en Londres en 1888, las mujeres del barrio, especialmente las extranjeras, están informadas de cuáles son las víctimas preferidas del criminal. —Diego hizo un alto antes de añadir—: Creo que existe una relación entre las cuatro mujeres asesinadas, y no me refiero solamente al hecho de que frecuentaran más o menos el comedor social.

—¿No me digas que tú también crees que las putas que asesinó Jack se conocían entre sí y sabían que el nieto de la reina de Inglaterra se había casado con otra puta y tenían una hija? —Estrada soltó una carcajada obscena—. Eso lo vi yo en una película de Johnny Depp.

—No me refiero ahora a lo que pasó en 1888 —respondió Diego sin mirar a Estrada—. Os digo que hay algo que se nos escapa. Creo que hay un hilo invisible que las unía.

José Meruelo y Santiago Murillo habían recorrido buena parte del barrio norte visitando los pisos en alquiler, los que se habían alquilado recientemente, y habían hablado con las agencias inmobiliarias de toda la ciudad. Cuando comenzaron la investigación, lo hicieron llenos de optimismo. Al menos, se dijeron, tenían un cabo del cual tirar. La idea de que el hombre al que buscaban tuviera un refugio en el barrio parecía razonable. Eso le había permitido moverse con relativa facilidad, además de responder a la pregunta de cuál era el lugar en el que asesinaba a sus víctimas.

Cuando se recibió la información de que una furgoneta Citroën de color negro había sido vista en las inmediaciones del lugar donde fue hallada muerta Aminata Ndiaye, la hipótesis de que el asesino vivía cerca de allí se vio reforzada. Se pensó que empleaba el vehículo para transportar los cadáveres y llevarlos hasta el mismo lugar en el que los dejaba.

Pero con el paso de las horas el entusiasmo de los dos policías fue decreciendo. Ninguno de los posibles sospechosos era propietario de piso alguno en el barrio, y el hecho de que se tratara de un distrito de más de veinte mil habitantes con pisos subarrendados y habitados en muchas ocasiones por inmigrantes sin papeles no facilitaba las cosas.

Meruelo le había confesado a su compañero la conversación que había mantenido con Diego a propósito de Bullón. Murillo lo había mirado con una mezcla de incredulidad y recelo.

—No me lo puedo creer —dijo el atlético policía—. Pero ¿cómo se te ocurrió hacer algo así? ¡Te pueden empapelar!

Meruelo le explicó lo que le había ocurrido a su hijo. Daría su vida por él, explicó.

—Pero no está en peligro de muerte, coño —respondió enojado Murillo—. Es solo por el maldito fútbol.

—No lo entiendes —se defendió Meruelo—. El fútbol es su vida.

—¿Qué va a hacer Diego?

—Lo ha arreglado con Bullón —confesó Meruelo—. Le he devuelto el dinero que me pagó por las informaciones.

—¿Y tu hijo?

—Diego me va a prestar el dinero para la operación del chaval —contestó Meruelo avergonzado.

—¡Joder, Meruelo! ¡Pero si Diego anda pelado desde lo de su divorcio!

—Ha insistido. Y yo me he comprometido a devolvérselo en el plazo de un año. No me va a cobrar intereses.

—Diego es un tío cojonudo y… —Murillo interrumpió para siempre aquella frase. Miró por encima del hombro de Meruelo y entornó los ojos.

Meruelo siguió la mirada de su compañero y descubrió de inmediato qué era lo que había llamado la atención de su amigo.

—¿No es aquel Peñas, el presidente de la asociación de vecinos? —dijo Meruelo.

Desde luego que era Jorge Peñas, pero apenas lo parecía. El hombre corría como si lo persiguiera el mismísimo diablo. En la mano llevaba una bolsa de plástico.

—¿Y para qué coño puede querer alguien el riñón izquierdo de esa negra? —dijo Estrada, sonándose estruendosamente la nariz.

Tomás Herrera evitó responder al comentario evidentemente racista del inspector. Durante aquellos días, Estrada había dado suficientes muestras de desprecio hacia los inmigrantes, e incluso había hecho bromas de mal gusto sobre el sexo y la procedencia de las víctimas del asesino que buscaban.

Diego estaba a punto de responder al comentario de Estrada, cuando la respuesta llamó a la puerta.

—Perdone, señor —dijo Murillo, dirigiéndose a Tomás Herrera—, pero creo que deberían ver esto cuanto antes.

Murillo mostró una bolsa de plástico de color verde y abrió la puerta del despacho lo suficiente como para que todos vieran el rostro paralizado por el terror que mostraba Jorge Peñas, a quien conocían por ser el presidente de la asociación vecinal del barrio.

—Pasen —dijo Tomás Herrera—. ¿Qué trae ahí?

—¡Es horrible! —farfulló Peñas, que parecía haber envejecido diez años de pronto—. ¡Horrible!

El hombre se dejó caer pesadamente en la silla que le cedió Higinio Palacios. Diego le trajo un vaso de agua, y Peñas lo apuró llevándoselo a los labios con manos temblorosas.

—Lo dejaron en la puerta de mi casa —dijo—. Llamaron al timbre, pero cuando salí no había nadie. Yo vivo en un segundo piso, ¿saben? Y no tenemos ascensor. Escuché los pasos apresurados de alguien que bajaba las escaleras, pero no lo vi. Perdí demasiado tiempo mirando la caja. Debía haberlo seguido. ¡Dios mío!

Los inspectores miraron intrigados la bolsa de plástico que Murillo había colocado sobre la mesa de Tomás Herrera.

—La bolsa es mía —explicó Peñas—. Lo que dejaron en mi puerta es la caja de cartón.

Tomás Herrera sacó del interior de la bolsa de plástico una caja de cartón de color amarillo. Se trataba de una caja de unos veinte centímetros por cada lado.

—¡Dios mío! —exclamó Herrera al ver lo que contenía la caja.

—Creo que esto responde a tu pregunta —añadió Diego, mirando de reojo a Estrada.

—También dejaron esta carta —dijo Peñas, mostrando un papel doblado.

Estrada arrebató la carta a Peñas antes de que Tomás Herrera pudiera evitarlo. Estrada había sacado de alguna parte unos guantes de látex, y leyó con avidez el mensaje. La incredulidad se pintó en su rostro. La segunda lectura la hizo en voz alta:

Desde el infierno
, señor Peñas. Le envío la mitad del riñón que extraje de una mujer y guardé para usted.
Lotra
parte la freí y me la comí estaba muy buena. Puedo mandarle el cuchillo lleno de sangre con el que lo saqué solo si se espera un poco.

(Firmado) Atrápeme cuando pueda, señor Peñas.

—¿Qué clase de carta es esa? ¿
Lotra parte la freí
? —preguntó Herrera—. Ese cabrón no sabe escribir.

—Ya lo creo que sabe —contestó Diego—. Esperad un momento.

Diego dejó a todos con la boca abierta y salió precipitadamente del despacho de Herrera. Los demás se quedaron mirándose con incredulidad. Mientras tanto, en el fondo de la caja amarilla dormitaba un riñón humano.

Habían pasado tres días desde que las esperanzas que Jaime Morante tenía de ser el nuevo alcalde de la ciudad se habían evaporado. Desde entonces, no se había dejado ver, no había hecho declaraciones a los medios de comunicación, y nadie sabía qué planes tenía trazados.

La Cofradía de la Historia se encontraba casi al completo, con la excepción de José Guazo, en el mismo momento en el que en la comisaría se debatía sobre el siniestro presente que le había sido remitido a Jorge Peñas.

—Lo que debes pensar es que tienes una posición de fuerza que nadie podrá soslayar en la nueva Corporación —dijo Heriberto Rojas a Morante. Palmeó la espalda del candidato derrotado con afecto y luego cruzó una mirada cómplice con los demás.

El parecido de Rojas con Albert Einstein era aún más intenso aquel día: los ojos grandes; el cabello, blanco y despeinado; el mostacho cubriendo la boca, y los músculos de la cara flojos y caídos.

Morante tenía la cabeza hundida en el pecho. Aquella posición dejaba a la vista su galopante calvicie. Era la viva estampa del fracaso. Resultaba evidente que había acusado el golpe electoral mucho más de lo que estaría dispuesto a reconocer. Y, hasta cierto punto, era lógico. Morante era un hombre de éxito, brillante. La fortuna lo había acompañado como si fuera su sombra, y las expectativas que ofrecían las encuestas electorales no podían ser más halagüeñas. La tendencia del voto a su favor en el barrio norte parecía fuera de toda duda después de los asesinatos de aquéllas mujeres. Su mensaje calculadamente ambiguo para no ser tildado de racista se suponía que estaba calando entre los vecinos. Se trataba de recuperar la vieja esencia de la ciudad, un mundo perdido en el que no ocurrían asesinatos como aquellos y donde no había dificultad alguna en encontrar un puesto de trabajo, porque, entre otras cosas, no había que competir con inmigrantes para lograrlo.

Pero la realidad del escrutinio demostró que todos los planes tan minuciosamente trabajados habían fracasado. Y ahí estaba ahora el candidato, rodeado por sus incondicionales de la cofradía, que trataban inútilmente de dibujar un horizonte luminoso que, todos lo sabían, en realidad no existía.

Heriberto Rojas, Santiago Bárcenas, Manuel Labrador, Marcos Olmos, Antonio Pedraja y don Luis, el viejo cura, contemplaban la caricatura de sí mismo en la que se había convertido el arrogante Jaime Morante.

Al fin, el político levantó la cabeza y miró a los cofrades con expresión ausente.

—Hay cuatro mujeres muertas, y ni siquiera eso ha cambiado el voto en ese maldito barrio —dijo Morante con voz quebrada.

Los cofrades se miraron en silencio.

Diego Bedia regresó al despacho de Tomás Herrera solo unos segundos más tarde. Traía en sus manos un dossier y pasaba sus páginas con rapidez, como si buscara algo que hubiera leído y no supiera exactamente dónde.

—¡Aquí está! —exclamó, dando un golpe con la mano en la página que buscaba—. El martes, 16 de octubre de 1888, el señor George Lusk, presidente del comité de vigilancia de Whitechapel, recibió un paquete por correo. Era una caja de cartón que contenía parte de un riñón humano. Al paquete lo acompañaba una carta.

Diego leyó en voz alta el artículo publicado por el
Times
el 19 de octubre de aquel año, en el que se reproducía la carta que Lusk había recibido y que estaba repleta de faltas de ortografía:

Desde el infierno
, señor Lusk. Le envío la mitad de
riñó
que cogí de una mujer, lo
guarduve
para usted,
lotra
parte la freí y me la comí; estaba muy buena. Puedo mandarle el cuchillo lleno de sangre con el que lo saqué solo si se
spera
un poco.

(Firmado) Atrápame cuando pueda, señor Lusk

Según el periódico, Lusk se tomó a broma el mensaje, pero decidió ponerlo en conocimiento del comité de vigilancia que se había organizado en el barrio. Finalmente, se recurrió al peritaje de un médico para saber si, en efecto, aquello era parte de un riñón humano. Inicialmente, Lusk consultó a su médico de cabecera, el doctor Aarons. Más tarde, los restos del riñón fueron examinados por los doctores Wiles y Reed, quienes concluyeron que se trataba de un riñón humano que había sido conservado en vino. Luego, la víscera fue llevada al Museo de Patología de Londres, llegando así a manos del doctor Thomas Horrocks Openshaw.

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