Las violetas del Círculo Sherlock (70 page)

Read Las violetas del Círculo Sherlock Online

Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
5.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

Para Openshaw no había duda alguna de que se trataba del riñón izquierdo de un ser humano.

—Escuchad esto —prosiguió «leyendo» Diego—. Parece ser que los informes que la policía redactó sobre este asunto se perdieron en el transcurso de los bombardeos que sufrió Londres durante la Segunda Guerra Mundial, pero al parecer se ha conservado al menos el que redactó el jefe del Departamento de Detectives, un tal James McWilliam, y que está fechado el 27 de octubre de 1888. El informe añade algunos datos más. —Diego tosió y se aclaró la garganta—: «Entonces el señor Lusk llevó el riñón y la carta a la comisaría de la calle Leman. El riñón fue remitido a esta oficina y la carta, a Scotland Yard. El inspector jefe Swanson me entregó la carta el día 20 del presente mes, yo la fotografié y se la devolví el día 24. El riñón ha sido examinado por el doctor Gordon Brown, quien opina que es humano. Se están realizando todos los esfuerzos posibles para rastrear al remitente, pero no es deseable que se dé publicidad a la opinión del doctor, ni de las acciones que en consecuencia se están llevando a cabo. Podría resultar al final que se tratase del acto de un estudiante de medicina, que no tendría dificultad en obtener el órgano en cuestión».

—Esa posibilidad que se menciona en el informe es factible, pero no me parece probable —opinó Higinio Palacios—. ¿De dónde ha sacado esa documentación? —preguntó a Bedia.

—Es una fotocopia de un dossier que los miembros del Círculo Sherlock comenzaron a elaborar hace más de veinte años, cuando estaban en la universidad —respondió Diego—. Algunos de ellos, como el doctor Guazo, han ido añadiendo datos estos años a medida que se publicaban nuevas investigaciones sobre los asesinatos de Jack.

—¡Otra vez volvemos al círculo! —exclamó Estrada.

—A pesar de lo que usted opine —dijo Herrera, mirando a Estrada—, hemos perdido un tiempo valioso estos días. Quien está detrás de la muerte de esas mujeres es alguien próximo a ese círculo, que conoce muy bien a Sergio Olmos y lo odia.

—Escuchad lo que dice aquí —intervino Diego, sin dejar que Estrada tuviera tiempo de replicar al inspector jefe—: «Algunos autores aseguran que el riñón de Catherine Eddowes que estaba en su cuerpo cuando se practicó su autopsia estaba afectado por el Mal de Bright, y el trozo del riñón que enviaron a Lusk padecía idéntica enfermedad. Por eso se terminó por concluir que, en efecto, aquel riñón era de Eddowes».

—De modo que nuestro hombre ha hecho con el riñón de Aminata Ndiaye lo mismo que Jack —recordó Herrera, dejándose caer en su silla.

—Los forenses determinarán si este riñón es el que faltaba en el cadáver de Aminata, pero me temo que será así —dijo Diego—. Y la carta que ha recibido Peñas es prácticamente una copia de la que se adjuntó con el paquete que enviaron a Lusk, que también era un dirigente vecinal. Las faltas de ortografía son simplemente una copia del texto que escribió Jack.

—Pura conjetura —se mofó Estrada—. ¿Quién sabe si aquella carta la escribió Jack o no?

—Los especialistas en esos crímenes —respondió Diego, sin mirar a Estrada— parecen estar de acuerdo en que esa carta, a la que denominan «From Hell»
[105]
, tiene todos los visos de ser auténtica. Y eso que su autor no utilizó el nombre artístico que se había concedido a sí mismo. Los periódicos
Echo, Daily Telegraph, Evening News
y
Times
publicaron el contenido de la carta. Es más, el día 29 de octubre el propio doctor Openshaw recibió una nota —prosiguió diciendo Diego sin levantar la vista del informe—: «Viejo Jefe tenías razón era el riñón izquierdo iba a operar otra vez cerca de tu hospital tal y como iba a manejar mi cuchillo a lo largo de sus sanas gargantas entonces cuerpos de polis estropearon el juego pero creo que estaré en el juego muy pronto y te enviaré otro poco de interiores. Jack the Ripper. O ha visto usted el diablo con su microscopio y su escalpelo mientras examinaba el riñón con un portaobjetos cascado».

—¿Qué forma de escribir es esa? —insistió Herrera, a quien la manera tan peculiar que Jack tenía de redactar sus cartas lo tenía intrigado.

—Según el informe —contestó Diego—, los errores fonéticos de esta carta se parecen a los cometidos en la anterior, aunque son distintos.

—¿Y nadie vio al hombre que entregó el paquete? —quiso saber Palacios.

—Al contrario de lo que ha sucedido con Peñas —señaló Diego, leyendo de nuevo el informe que tenía en sus manos—, es posible que hubiera un testigo, una tal Emily Marsh, que trabajaba como dependienta en el negocio de venta de cuero que tenía su padre en el número 218 de Jubilee Street. Según declaró, el día 15, un hombre alto y vestido como un cura entró en la tienda y le preguntó la dirección de George Lusk. La muchacha se puso bastante nerviosa y dijo al desconocido que le preguntara al doctor Aarons, que era el tesorero del comité de vigilancia. Pero el hombre insistió y pidió a Emily que anotara en un papel la dirección de Lusk. Finalmente, ella escribió: «1 de Alderney Road». Pero el tipo no se llevó el papel, sino que memorizó la dirección.

—¿Y la chica no avisó a nadie? —preguntó Palacios.

—Sí —contestó Diego—. Según dice aquí —explicó, mirando al documento que manejaba—, Emily le pidió al chico de los recados de la tienda, John Cormack, que siguiera al desconocido, pero el muchacho lo perdió de vista. Sin embargo, el padre de Emily, el señor Marsh, se lo encontró por el camino.

—¿No hay descripción de aquel hombre? —insistió Palacios.

—El
Daily Telegraph
publicó lo siguiente, según la declaración de Emily. —Diego leyó en voz alta—: «El extraño es un hombre de unos cuarenta y cinco años, seis pies de altura y complexión flaca. Llevaba un sombrero blando de felpa, calado sobre la frente, alzacuellos y un abrigo negro muy largo con un collar clerical parcialmente vuelto hacia arriba. Cara chupada y barba oscura y mostacho. El hombre habló con un acento que recordaba al de los irlandeses».

—¡Una perfecta idiotez! —exclamó Estrada, que había guardado un despectivo silencio durante varios minutos—. ¿Quién puede demostrar que aquel hombre tuviera algo que ver con el paquete que mandaron a Lusk? ¿Qué clase de pista es esa, cuando el tipo podía estar disfrazado de cura, de militar o de lo que le diera la real gana? Y lo que es más importante: ¿qué coño nos importa a nosotros cuatro? ¡Estamos sentados aquí dándole vueltas a unos crímenes que ocurrieron en Londres en 1888! ¡Por Dios! ¿Estamos locos? ¡Hay alguien matando a gente en esta ciudad! ¡Un asesino de verdad, no un psicópata que está muerto y enterrado, fuera quien fuera y se disfrazase o no de cura!

—En eso estamos todos de acuerdo —replicó Diego—, pero ya ni siquiera tú, el adalid de la teoría de los músicos rusos asesinos, puede ignorar que el hombre al que buscamos sigue casi paso a paso lo que hizo Jack. Conocer los pasos de Jack nos acercará más al hombre que buscamos que encerrar a más violinistas, ¿no crees?

La pulla de Diego hizo su efecto, y Estrada se levantó de su asiento con fuego en la mirada. El inspector jefe Herrera golpeó la mesa con furia.

—¡Señores, no voy a permitir más enfrentamientos personales entre ustedes! —bramó—. Si no son capaces de dejar a un lado sus diferencias, solicitaré al comisario que sean separados de este caso.

Herrera ordenó que se pusiera a disposición de Estrada y de Palacios una copia del dossier sobre Jack. El Destripador había asesinado a cinco mujeres, según parecía opinar la mayoría de los estudiosos. El reto de la comisaría era evitar el quinto crimen del loco que imitaba en pleno siglo
XXI
al criminal decimonónico.

5

30 de septiembre de 2009

A
quella noche iba a resultar trascendental para la resolución del mayor enigma que la ciudad había conocido a lo largo de su historia, pero Diego Bedia no podía saberlo cuando aguardaba a Tomás Bullón en una céntrica cafetería.

Diego consultó una vez más su reloj. Eran las nueve. Tamborileó con los dedos sobre la mesa ante la cual estaba sentado. Tenía prisa, y sin embargo el periodista se retrasaba. Tenía una cita para cenar con Sergio y con Cristina en un restaurante situado en el mismo edificio en el que Diego vivía, en el pueblo costero donde se había instalado tras su divorcio.

Diego aún debía recoger a Marja en el piso en el que ella vivía, de manera que el tiempo se le estaba escapando de entre los dedos. No obstante, necesitaba hacerle un par de preguntas a Bullón.

A las nueve y diez Tomás Bullón irrumpió en la cafetería. A Diego no le sorprendió que el atuendo del periodista consistiera una vez más en un pantalón vaquero a punto de explotar alrededor de su cintura, una camisa arrugada, una corbata cuyo color no era en absoluto el más adecuado y la familiar americana de
tweed
.

—Llega tarde —le espetó el inspector sin siquiera saludarlo.

—Tenía que enviar mi crónica —se disculpó Bullón—. Lo siento.

—¿Tiene algo que decirme? —preguntó Diego.

—Creía que era usted el que quería preguntarme algo —repuso el periodista mientras se rascaba la barba de tres días—. ¿Qué quiere que le cuente?

Diego cerró los ojos y respiró profundamente. Sabía que no debía hablarle a Bullón del paquete que Jorge Peñas había recibido si no quería arriesgarse a que el periodista divulgara la noticia antes de que los forenses hubieran hecho su trabajo para cotejar si aquel riñón pertenecía o no a Aminata Ndiaye. Sin embargo, decidió arriesgar.

—¿Tiene usted algo que ver con esto? —preguntó Diego poniendo delante de los ojos de Bullón una copia de la carta que acompañaba a la caja de cartón amarilla en la que Peñas había recibido el riñón.

Tomás Bullón leyó apresuradamente el texto. Sus pupilas se dilataron de inmediato. Era evidente que había comprendido adónde quería ir a parar el inspector.

—Le juro que yo no he escrito esa carta —aseguró Bullón.

Diego lo miró con desconfianza.

—Le prometí que no volvería a cometer una estupidez así —recordó Bullón—. Lo hice un par de veces porque necesitaba crear una noticia, nada más. Pero yo no he matado a nadie, y jamás se me ocurriría escribir algo así.

Diego seguía en silencio, estudiando al personaje que tenía delante. Los periodistas nunca le habían parecido gente de fiar, y a Bullón le creía menos que a ninguno. De todos modos, aquel hombre, a pesar de su aspecto, no era tonto. Diego había recabado información sobre él. Sabía que se había jugado la vida en determinados ambientes —narcotraficantes, redes de prostitución e incluso movimientos neonazis —para escribir sus artículos y algunos libros que, por lo que sabía, le habían reportado importantes beneficios.

Aunque jamás lo hubiera confesado, el inspector Bedia tenía una débil simpatía por aquel hombre desde que supo que estaba divorciado y que tenía una hija de la edad de Ainoa.

—Si me está mintiendo, haré que se arrepienta —dijo Diego, arrastrando las palabras. Miró a los ojos del periodista y trató de rastrear en lo más profundo si podía confiar en la palabra de aquel hombre.

—Le juro por mi hija que yo no he escrito esa carta.

—¿Tiene idea de quién puede haberlo hecho? ¿Quién cree usted que está detrás de todo esto?

Bullón se removió inquieto en su asiento. Por supuesto que él se había formulado en los últimos días aquellas mismas preguntas y naturalmente que tenía su propia opinión sobre esos crímenes. Pero carecía de pruebas. Y, aunque supiera algo, primero publicaría lo que había descubierto. Si ponía en manos de la policía lo que averiguara, posiblemente le obligarían a retrasar su reportaje, y no estaba dispuesto a correr ese riesgo.

Bullón estaba seguro de que el asesino de aquellas mujeres conocía muy bien el Círculo Sherlock. Y luego estaba aquella conversación durante la fiesta en la que Clara recibió el Premio Otoño de Novela. Aún no había logrado encajar todas las piezas, pero Bullón llevaba dándole vueltas al asunto durante varios días. Sin embargo, no fue eso lo que respondió al inspector Bedia.

—No, no sé quién ha podido escribir algo así. —Bullón miró alrededor. La cafetería estaba casi vacía. Bajó la voz y, casi en un susurro, preguntó—: ¿La carta llegó con un paquete en el que estaba envuelto un pedazo de riñón?

Diego lo miró con severidad.

—Buenas noches —dijo—. Por su propio bien, espero que no me haya mentido esta vez.

Tomás Bullón vio marcharse al policía. ¿Quién podría haber recibido una carta como aquella? Si Jack estuviera vivo, ¿a quién enviaría un riñón? Si lo descubría, Bullón sabía que tendría una exclusiva extraordinaria.

Diego recogió a Marja en su piso diez minutos después de dejar a Bullón.

—Lo siento —dijo mientras besaba a la muchacha en los labios—. ¡Estás preciosa!

Ella sonrió. Pero era cierto: Marja estaba radiante. Llevaba el cabello pelirrojo recogido en la nuca y vestía un sencillo, pero a la vez elegante, traje azul.

—No deberías llevar a alguien como yo a tu lado —comentó Diego, arqueando las cejas y mostrando su atuendo nada sofisticado: pantalón vaquero, camisa a rayas y americana negra.

—Te equivocas —se burló Marja—. Cuanto más feo aparezcas, más resplandeceré yo.

El trayecto hasta el restaurante lo consumieron charlando sobre las cosas más variadas —el trabajo de Marja, la historia de un pretendiente que le había salido a su hermana Jasmina, y cosas por el estilo—, pero ninguno mencionó los asesinatos ni el curso que seguía la investigación. Marja suponía que Diego y Sergio hablarían sobre ese tema más tarde, de modo que no preguntó nada al respecto.

Marja ya se había acostumbrado a que Diego conversara con Sergio sobre aquellos crímenes. Sabía que su novio confiaba plenamente en el escritor, y que parecía que esa relación de complicidad era correspondida por Sergio. Por otra parte, parecía lógico que ambos hablaran del caso, dado que Sergio había recibido las cartas en las que se anunciaban los asesinatos y era quien había puesto a disposición de Diego datos relevantes que habían permitido construir una línea de investigación.

Cuando llegaron al restaurante —un local limpio, de grandes ventanales desde los cuales se contemplaba una pequeña playa y, más allá, el puerto donde atracaban los pesqueros del pueblo—, Sergio y Cristina los aguardaban.

Fue una cena sencilla, a base de ensalada y pescado, regada con vino blanco. A pesar de las ganas que los dos hombres tenían de sacar a relucir el asunto de la investigación policial —especialmente Diego, que conocía el escalofriante dato del riñón enviado en una caja de cartón—, los dos procuraron no mencionarlo hasta que fueron servidos los postres. Tanto Marja como Cristina se habían mostrado especialmente contentas, y los hombres no quisieron romper la magia de la velada.

Other books

K is for Knifeball by Jory John
Narcopolis by Jeet Thayil
Autumn Bones by Jacqueline Carey
The Haunting of Maddy Clare by Simone St. James
Love's Courage by Mokopi Shale
The Light and Fallen by Anna White
The Blue Between the Clouds by Stephen Wunderli