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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (35 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—¡Ah, sí! Yo no estoy tan seguro, y somos muchos los seguidores de Holmes que creemos que sí se enamoró de Irene. En aquel caso, sacó de un apuro serio a un hombre de una sólida posición social, y la única recompensa que pidió fue una fotografía de Irene que siempre conservó. Y eso que ella lo ridiculizó en aquella aventura empleando uno de los típicos trucos de Sherlock: el disfraz. Pasó ante sus largas narices disfrazada como si fuera un joven delgado vestido con un impermeable y Sherlock no la reconoció. —Sergio miró a los ojos al policía y le dijo—: Léete la historia, merece la pena.

—Lo haré —prometió Diego. Le parecía que en aquella aventura había más cosas que se mezclaban con la vida de Sergio y con la de Clara. De pronto, deseó que la noche pasara cuanto antes para poder conocer a aquella mujer. «La mujer», sonrió para sí.

3

9 de septiembre de 2009

C
uando el inspector Diego Bedia salió del hotel en el que se hospedaba Sergio, eran las dos y media de la madrugada. Respiró profundamente el aire fresco y sintió la lluvia fina como una bendición mientras cubría el trayecto —apenas cincuenta metros— que lo separaba de su Peugeot 207. Abrió las puertas con el mando a distancia y contempló su vehículo con devoción. Le encantaba aquel diseño. No es que el coche fuera gran cosa —1.6 HDI 90 cv—, pero Diego estaba con él como un niño con zapatos nuevos. Hacía años que no se permitía un coche nuevo. Aquel tenía solo tres meses. A Diego no le gustó que se hubiera mojado.

Se sentó al volante y pensó qué hacer. No tenía ganas de conducir hasta su minúsculo apartamento junto a la playa, y desde luego no quería molestar a Marja a aquellas horas. Ella estaría durmiendo, y tal vez Jasmina ya hubiera regresado del pub. Los martes no habría mucho jaleo en el bar, supuso, y la hermana de Marja habría terminado pronto de trabajar.

Finamente, decidió ir a la comisaría. La conversación con Sergio había dado mucho de sí. Ahora tenía una perspectiva más amplia de cómo habían sido las relaciones del escritor con sus amigos universitarios, y la verdad era que Sergio no había salido muy bien parado en aquellos recuerdos que había compartido con él. Cualquiera de los miembros del círculo podía odiar a Sergio, con la excepción tal vez de Guazo. Pero se necesitaba estar muy loco para asesinar a alguien por el mero placer de retar a la persona que odias. Además, ¿por qué matar a aquella mujer hondureña? ¿Qué juego era aquel al que se había visto arrastrado?

Y luego estaba la segunda nota. El nuevo mensaje también guardaba relación con Sherlock Holmes, y quizá con el ritual que los miembros del círculo empleaban en sus ceremonias literarias. Y también estaba la posible amenaza que podía significar el círculo rojo que aparecía en el mensaje; un mensaje que, al contrario que el primero, no había sido guardado en el ordenador del escritor, pero que sí parecía haber sido escrito con él y empleando los folios que el propio Sergio había desestimado para su nueva novela. Diego miró el enigmático sobre que había dejado en el asiento del copiloto de su coche. Se lo entregaría a la policía científica, pero temía que, como sucedió con la anterior carta, no encontraran nada útil para la investigación.

El inspector condujo lentamente por las calles desiertas y aparcó frente a la puerta de entrada de la comisaría. ¿Qué podía tener que ver el nuevo mensaje con el primero? ¿Acaso se anunciaba otro crimen? ¿Y qué pintaban en todo esto las violetas? ¿Por qué violetas?

Después de saludar al personal que estaba de guardia, Diego se dirigió sin demora hasta su despacho, abrió uno de los cajones del escritorio y cogió el informe que Sergio y su hermano le habían entregado sobre los crímenes de Jack el Destripador.

Sergio le había contado que antes del primer crimen, el de Mary Ann Nichols, otras mujeres habían sido asesinadas en el East End de Londres. También le preguntó si antes de la muerte de Daniela Obando había sucedido algo parecido en la ciudad, y él le había respondido que no. Sergio interpretó esa circunstancia como que quien había dado muerte a Daniela se acogía a la tesis mayoritaria de los especialistas en los asesinatos cometidos por Jack de que Mary Ann fue la primera, y no la tercera, de sus víctimas.

Diego buscó las páginas en las que se hablaba de los anteriores asesinatos que algunos atribuían a Jack. Se levantó, fue hasta la máquina de café y sacó uno solo, con azúcar solamente. Después se acomodó en su silla y comenzó a leer:

Si se consulta la prensa de la época, se comprueba con alarma y asombro que existieron numerosos informes en los que se hablaba de mujeres que habían sido encontradas muertas en las calles. Algunas fueron apuñaladas; otras, golpeadas hasta que murieron, y otras encontraron la muerte de cualquier otro modo. Sin embargo, solo algunos de aquellos crímenes lograron pasar a la historia.

La prensa se lanzó a la caza de la noticia desde el primer momento en que se supo cómo había muerto Mary Ann Nichols. Y pronto se establecieron relaciones con al menos un par de crímenes ocurridos en la zona meses antes. También la policía comenzó a investigar en esa dirección.

El 13 de abril de 1888, una prostituta de cuarenta y cinco años llamada Emma Smith regresaba a su casa alrededor de la una y media de la madrugada cuando fue atacada por tres hombres que le robaron y la agredieron con un objeto puntiagudo que le perforó el peritoneo. Su cuerpo quedó tendido en Osborn Street, en Spitalfields. Aún llegó con vida al London Hospital, donde fue atendida, pero no lograron salvar su vida. Ella no pudo describir a sus agresores, y tan solo logró aportar el dato de que eran bastante jóvenes, tal vez de unos diecinueve años de edad. La policía comenzó a sospechar que quizá existiera una banda de maleantes que extorsionaba a las prostitutas. Si ellas no pagaban un canon para ser protegidas, podían quedar expuestas a agresiones como aquella.

En algunos medios policiales se recordó que un año antes, cerca de Commercial Road, se había encontrado el cuerpo mutilado de una mujer que nunca fue identificada y a la que la prensa concedió el apodo de Fairy Fay (Fay la Alegre)…

Diego levantó la vista del informe y se frotó los ojos. Eran casi las tres de la madrugada y se había desvelado por completo.

De pronto imaginó que alguien en el interior de su cabeza estaba proyectando a una enorme velocidad una serie de imágenes que mezclaban a Sherlock Holmes, a Jack el Destripador, a él mismo, al inspector Abberline del que hablaban los informes y a aquellas mujeres desconocidas cuyas vidas habían terminado de forma tan terrible. Pero el rostro de aquellas desdichadas era siempre el mismo: el de Daniela Obando.

Se levantó de su silla y fue hasta el cuarto de baño. Orinó, se lavó las manos y se echó agua en el rostro y en las mejillas. Volvió a su despacho y siguió leyendo.

Se había sostenido en algunos ámbitos policiales que el móvil de aquellos crímenes podía haber sido la coacción y el robo, aunque este último motivo resultaba inverosímil a la luz de las exiguas ganancias de aquellas mujeres. Pero la muerte de Martha Tabram hizo añicos aquellas hipótesis.

El día 7 de agosto de 1888, veintitrés días antes de la muerte de Mary Ann Nichols, Martha Tabram fue encontrada muerta en los edificios George Yard de Spitalfields.

Martha Tabram tenía cuarenta años, era prostituta y padecía alcoholismo, razón por la cual su marido, un embalador llamado Henry Samuel Tabram, la había abandonado. Después, ella estuvo viviendo con un carpintero llamado Henry Turner, pero las casi continuas borracheras de Martha hicieron que también Turner la dejara unas semanas antes de que apareciera muerta.

Sin el apoyo económico de un hombre, Martha se vio obligada a malvivir en un albergue de Dorset Street, cerca de Commercial Street. La última noche de su vida la pasó trabajando, por lo que después se pudo averiguar. Se supo que otra prostituta llamada Mary Ann Connolly, a quien llamaban en el barrio Pearly Poll, la vio alrededor de las once de la noche del día 6 de agosto. A pesar de estar en el mes de agosto, hacía frío en Londres y el día había sido realmente desapacible. La niebla emborronaba aún más el horizonte de Martha, quien solía tener por clientes a militares, para lo cual solía llegar en sus rondas hasta los muelles próximos a la Torre de Londres. Las prostitutas que se ofrecían a los soldados eran aún más baratas que el resto, y era frecuente que fueran poco agraciadas, como era el caso de Martha, y que padecieran graves enfermedades. Pearly Poll era alta, de aspecto hombruno y con un rostro al que la bebida había pintado de rojo. Al parecer, vivía en el albergue Crossingham de Dorset Street, uno de los lugares menos recomendables de Londres, infestado de maleantes. Algunos investigadores sostienen que tal vez esa circunstancia motivó las posteriores reticencias de la prostituta a declarar a la policía lo que sabía…

¿Qué podían tener que ver aquellas historias sórdidas de prostitutas y calles alumbradas por farolas de gas que arrojaban una minúscula claridad ahogada por las nieblas procedentes del río con lo que sucedía en su ciudad? Diego no encontraba un nexo de unión, salvo el hecho de que Daniela, como aquellas desgraciadas, era mujer, y que sus heridas, por lo visto, reproducían las que un desconocido asesino en serie del siglo
XIX
había producido a Mary Ann Nichols. Pero Daniela no era prostituta, aunque sí era cierto que bebía, igual que Nichols y que Martha Tabram. Sin embargo, ¿era eso motivo suficiente para asesinarla? ¿Y qué tenía que ver Sergio Olmos con todo aquello?

Finalmente, Pearly Poll declaró que aquella noche ella y Martha fueron solicitadas por dos soldados en Whitechapel Road. Afirmó que uno de ellos era un cabo, y que las invitaron a beber en el Blue Anchor. Salieron de allí cuando el local cerró sus puertas, y cada una de las prostitutas se fue con un soldado. Eran las once y cuarenta y cinco cuando Martha se fue con el soldado a George Yard Buildings, un edificio ruinoso próximo a Commercial Street. Mientras los cuatro estuvieron juntos, según Pearly, no hubo discusiones ni violencia alguna.

La policía no creyó demasiado el testimonio de Pearly. Para empezar, resultaba sospechoso que afirmase que había ido con el cabo hasta Angel Court, a más de un kilómetro de distancia de donde estaba Martha. La razón, como algunos autores sostienen, podía ser simple: Angel Court estaba dentro de la City de Londres (The Square Mille o Milla Cuadrada), y la City es un ente autónomo con un cuerpo de policía independiente. Allí, la policía metropolitana que la estaba interrogando no tenía jurisdicción.

A pesar de todo, Scotland Yard llevó a la testigo a la Torre de Londres e hizo desfilar ante la prostituta a los soldados que se encontraban allí con el fin de que pudiera reconocer a los clientes con los que ella y su amiga habían estado la noche del crimen. Pero la mujer no reconoció a ninguno de ellos. Posteriormente, fue trasladada a los cuarteles Wellington, donde los soldados allí acuartelados pasaron ante los ojos enrojecidos de Pearly Poli y, contra todo pronóstico, la prostituta aseguró que dos de aquellos hombres eran los que buscaba la policía. Pero aquellos soldados tenían una coartada impecable. Uno había estado durante la noche del crimen en casa con su mujer, y el otro había llegado al cuartel poco después de las diez.

La razón por la que la testigo mintió se desconoce. Lo que sí se sabe es que en aquella madrugada del 7 de agosto Martha Tabram gritó: «¡Socorro! ¡Me matan!». El grito procedía de la zona donde actualmente está Gunthorpe Street. La portera del edificio, Francis Hewitt, escuchó los gritos con claridad, pero no le concedió demasiada importancia. Después de todo, las peleas entre matrimonios eran frecuentes, y los borrachos, más abundantes aún.

Sin embargo, el cochero Albert Crow, que vivía en George Yard Buildings, regresó a casa tras su trabajo. Eran las tres y media de la mañana. Al subir al rellano de la primera planta del número 37, se encontró con un cuerpo tendido en el suelo. Creyó que se trataba de un borracho, de modo que no se tomó la molestia de acercarse.

Una sorpresa desagradable aguardaba en cambio a John Reeves, un estibador que vivía en el mismo edificio y que salió para su trabajo a las cinco menos diez. Al salir, resbaló con una sustancia que no era sino sangre coagulada. Fue entonces cuando reparó en que yacía allí el cuerpo sin vida de una mujer, que resultó ser Martha Tabram. Alguien la había apuñalado treinta y nueve veces.

Reeves se encontró en la calle con el agente Barnett, y este llamó al doctor T. R. Killeen. La mujer, se comprobó, vestía falda verde, botas de goma, sombrero negro, enaguas marrones y chaqueta. No vieron pisadas ni tampoco el cuchillo con el que se había realizado el salvaje crimen.

El doctor, después de examinar el cadáver con la falta de pericia que se puso en evidencia semanas después en el crimen de Mary Ann Nichols, dedujo que la mujer tenía alrededor de treinta y cinco años, que llevaba muerta unas tres horas y que estaba muy bien nutrida; es decir, que era obesa. Las ropas estaban desordenadas, como si hubiera existido una pelea previa al crimen. Martha no era especialmente agraciada, dijeron.

Las cuchilladas habían atravesado prácticamente todos los órganos vitales, pero no le habían cortado la garganta, razón por la cual la mayoría de los investigadores creen que no fue un crimen cometido por Jack. Aunque otras teorías proponen que los asesinatos anteriores al de Mary Ann sirvieron para que el criminal perfeccionase su técnica y estableciera su propia identidad, su firma…

Diego Bedia reflexionó sobre lo que acababa de leer. Él no era un especialista, no era psiquiatra forense, pero no tardó en ponerse del lado de quienes creían que la muerte de Martha Tabram no había sido obra de Jack el Destripador. Al parecer, dos horas y cuarto después de que Martha se hubiera separado de su amiga, el agente Barreto (número 226 de la División H) de la policía metropolitana había visto a un soldado caminando solo por Wentworth Street, cerca de George Yard Buildings. Le pareció un miembro de la guardia ceremonial, porque llevaba unas bandas blancas alrededor de las gorras. Al policía le dio la impresión de que el soldado no tendría más de veinticinco años y que medía alrededor de un metro y ochenta centímetros. Lucía un bigote oscuro curvado en las puntas, su piel era clara y mostraba un distintivo que acreditaba su buena conducta. El policía le interrogó. Le preguntó qué hacía por allí a aquellas horas, y el soldado respondió que aguardaba a un compañero que se había ido en compañía de una muchacha.

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