Las violetas del Círculo Sherlock (32 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Sergio movió la cabeza afirmativamente y dio un sorbo al café con leche que había pedido.

—Explícate —le pidió Diego.

—En 1879 Holmes acababa de comenzar su carrera como detective. Tenía veinticinco años y vivía en una calle que se encuentra tras el Museo Británico que se llama Montague Street y…

—¿Podrías ir al grano, por favor? —Diego empezaba a temer la erudición de aquellos dos hermanos en lo que a Holmes se refería—. ¿Cómo es posible que tengas en la cabeza tantos datos sobre esas historias?

—Ya te he dicho que tengo una memoria bastante buena. —Sergio se encogió de hombros—. Siempre ha sido así. Pero bueno, para abreviar, te diré que viviendo en aquella calle recibió la visita de un antiguo compañero de universidad llamado Reginald Musgrave. El tipo vivía en la mansión familiar que había heredado, y todo parecía ir bien hasta que se produjo la desaparición de su mayordomo y de una doncella de un modo inexplicable. La policía no había sido capaz de resolver el misterio, lo que naturalmente espoleó a Holmes. El caso es que la desaparición del mayordomo tuvo lugar poco después de que Musgrave lo sorprendiera leyendo un viejo documento familiar. Y ahí está lo que nos interesa.

Sergio tomó un nuevo sorbo de café mientras Diego aguardaba expectante.

—Aquel documento —prosiguió Sergio— databa del siglo
XVII
y contenía un viejo ritual familiar integrado por preguntas y respuestas aparentemente absurdas, pero Holmes supo interpretarlas correctamente y lo condujeron a localizar la corona de los antiguos reyes de la dinastía Estuardo. La segunda de las preguntas del ritual es la misma que aparece en esa carta. —Sergio miró el sobre que el inspector había dejado junto a su taza de café.

—«¿Quién la tendrá?». —Diego leyó en voz alta la enigmática frase. Luego levantó los ojos y miró a Sergio—. ¿Qué quiere decir?

El escritor negó con la cabeza.

—No tengo ni idea —confesó—. En el ritual de los Musgrave a esa pregunta se respondía diciendo: «El que venga». Pero aquí no sé qué es lo que me quieren decir.

—Veo que el papel es tuyo también. —Diego estaba leyendo la otra cara del folio y en ella se leían párrafos de la novela que Olmos estaba escribiendo en Inglaterra y que había desestimado—. Pero esto no aparecía grabado en tu ordenador.

—No, desde luego que no. Pero es evidente que lo escribieron al mismo tiempo que la otra carta.

—¿Y el círculo rojo?

—Eso está más claro, desgraciadamente. Me temo que tiene que ver con «La aventura del Círculo Rojo»
[69]
—contestó Sergio.

—¿Y? ¿Qué pasa en esa historia?

—Si no me falla la memoria, es la última que Watson vivió junto a Holmes antes de irse definitivamente de Baker Street. Al poco tiempo, se casó por tercera vez. Pero lo que te interesa saber de ese relato es que en él se menciona la existencia de una sociedad secreta napolitana vinculada a los carbonarios llamada el Círculo Rojo. Aquel grupo de asesinos tenía la costumbre de enviar una nota con un círculo de ese color a sus miembros. En el caso de la aventura de Holmes, el hombre que recibió una convocatoria así, un tipo llamado Gennaro, supo que iba a morir por haber traicionado a la secta.

—¿Tú has pertenecido a algún grupo secreto? —Diego hizo la pregunta preparado para recibir cualquier tipo de respuesta. Ya estaba acostumbrado a las historias más extrañas desde que conocía a Sergio.

El escritor rompió a reír.

—No, en absoluto —dijo—. Jamás he pertenecido a ningún tipo de hermandad salvo… —De pronto se interrumpió.

—Salvo al Círculo Sherlock. —Diego completó la frase y ambos se miraron perplejos.

—Eso es absurdo. Nosotros no teníamos más ritual que el de ingreso.

—¿Y en qué consistía?

—¡Joder! —exclamó Sergio, cayendo en la cuenta de aquel dato—. ¡Recitábamos el ritual de los Musgrave!

—¿Alguien te amenaza como al personaje de esa historia que me has contado? —Diego se rascó la perilla—. Eso no tiene sentido. ¿Qué tendría que ver con el asesinato de la chica del otro día? ¿Qué pinta la teoría de Jack en todo esto?

—No lo sé —reconoció Sergio—. Tal vez no estamos interpretando bien el mensaje. ¿Quién iba a querer asesinarme a mí? Yo no he traicionado ningún juramento.

—Pues no sé si quieren matarte o no, pero es evidente que alguien no te quiere precisamente bien y se está tomando muchas molestias para demostrártelo.

—No lo entiendo. —Sergio estaba desconcertado—. Tal vez mi hermano, que conoce aún mejor que yo las aventuras de Sherlock, lo interprete de otro modo. En cuanto a la hipótesis de un
copycat
[70]
, se desvanecería por completo. —Sergio miró a la calle a través del cristal de la ventana de la cafetería. La oscuridad de la noche no le dio ninguna respuesta, pero algo en su interior le decía que no estaba desentrañando el mensaje—. Pero hay algo que no estamos teniendo en cuenta.

—¿Qué?

—Ya te lo comenté —recordó Sergio—. El crimen anterior tuvo lugar el día 31 de agosto, el mismo que Jack eligió para su primer (o tercer) crimen. Pero el segundo ocurrió un día como hoy, un 8 de septiembre, y hoy no ha pasado nada. En cambio, las heridas que Daniela tenía y los objetos que aparecieron en el escenario del crimen son demasiado similares a los que cuentan los informes y las crónicas de prensa del asesinato de Polly Nichols. ¡Hoy debería haber ocurrido algo!

—Pues no ha ocurrido, te lo aseguro. —Diego alzó las manos—. De acuerdo en que no contamos todos los detalles del crimen de Daniela, pero de ahí a pensar que ahora hemos sido capaces de silenciar un nuevo asesinato hay mucha distancia.

—No, no me malinterpretes —se disculpó Sergio—. No quería decir que hayáis ocultado un crimen. Es solo que no cuadra. —De pronto miró a Diego como si no lo hubiera visto hasta ese instante y preguntó—: ¿Se había producido algún crimen similar al de Daniela antes de que yo apareciera con mi carta?

—No, desde luego que no. ¿A qué viene eso?

—¡No sé qué pensar! —Sergio comenzaba a estar desesperado—. El tipo se cobró la primera víctima con Daniela, como dicen la mayoría de los
ripperólogos
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, que rechazan que los crímenes anteriores fueran obra de Jack. Y, sin embargo, ahora interrumpe su obra. No mata a ninguna mujer el día indicado y envía este extraño mensaje.

—Oye, no es la primera vez que te escucho decir que hubo crímenes antes del de Mary Ann Nichols —dijo Diego—. Habláis del primer o del tercer crimen de Jack, ¿a qué te refieres?

—¿No has leído el informe que te dejamos?

—Leí solo la parte en la que se habla del crimen de Mary Ann Nichols para compararlo con lo que le sucedió a Daniela —reconoció Diego.

—Verás, no recuerdo los detalles —explicó Sergio—, pero esos los puedes encontrar tú luego en el informe. El caso es que hay investigadores que creen que Jack cometió dos crímenes antes de asesinar a Polly Nichols. En realidad, era frecuente que en las calles de Whitechapel algunas prostitutas sufrieran malos tratos o incluso que fueran asesinadas. Aunque algunos de aquellos crímenes comenzaron a ser relacionados con el de Mary Ann Nichols. En concreto, dos de ellos. Uno fue el de Emma Smith, una prostituta que fue asesinada unos meses antes que Mary Ann, creo que en abril (mira luego el dato exacto en el informe). A Emma le clavaron un objeto puntiagudo que le perforó el peritoneo. Ocurrió en Osborn Street, cerca de donde Mary Ann fue vista con vida por última vez por su amiga prostituta. El otro crimen que algunos atribuyen a Jack fue el de otra prostituta llamada Martha Tabram. La asesinaron en George Yard Buildings a primeros de agosto de aquel año, 1888, solo unas semanas antes que a Mary Ann. A Martha le dieron treinta y nueve puñaladas. Lee el informe —volvió a pedir a Diego—. Lo de Martha no tiene desperdicio.

—De modo que algunos creen que Jack mató a dos prostitutas antes y otros lo niegan —dijo Diego.

—Así es —admitió Sergio—. Por eso te preguntaba si había ocurrido algo así antes del crimen de Daniela.

—No, desde luego que no.

—Pues entonces nuestro hombre se muestra de acuerdo con la mayoría de los especialistas, que creen que el primer crimen fue el de Buck's Row. Para ellos, los asesinatos de Emma Smith y de Martha Tabram no fueron obra de Jack.

Don Luis tropezó con un hombre alto y con barba en la esquina de la Zarzuela con Marqueses de Valdecilla. El tipo parecía ir con prisa, como don Luis. El cura consultó su reloj. Las doce y media de la noche. Demasiado tarde, pensó. Para colmo, comenzó a llover con fuerza. Don Luis no llevaba paraguas y se lamentó por no haber sido más previsor.

Una furgoneta negra pasó junto a él dándole un susto de muerte.

Caminó en dirección a la parroquia tratando de evitar las calles más iluminadas. No le apetecía que le vieran por allí a aquellas horas. Aquellos policías le habían preguntado dónde estuvo la noche en que murió aquella mujer, y eso le había preocupado. Debía andar con más cuidado.

¿Cuánto habían cambiado aquellas calles en los últimos años? Se sorprendió al ver establecimientos donde se vendía comida de varios países diferentes. Parecía que el barrio se hubiera dividido en distintas zonas. El paisanaje variaba de unas calles a otras. En un callejón oscuro adivinó los movimientos apresurados de una pareja copulando de pie. Don Luis miró para otro lado y pidió a Dios que aquellos desvergonzados no le hubieran visto.

Serguei sabía que era muy tarde. Raisa estaría furiosa, y Raisa furiosa era temible. Y cuando no estaba furiosa, también. Había tardado más de lo que había calculado y ahora corría guareciéndose de la lluvia, cada vez más intensa. Trataba de aprovechar los salientes de los balcones para no mojarse. Llevaba una bolsa de deporte negra en la mano que pesaba más de lo deseable.

Al doblar la esquina de Marqueses de Valdecilla con la Zarzuela, tropezó con un hombre corpulento. Vestía con sotana, y eso sorprendió al músico. Si no fuera tan tarde y no temiera los reproches de su esposa, tal vez Serguei hubiera mirado con más atención al sacerdote. Pero, en lugar de hacerlo, aceleró el paso.

Una nueva sorpresa lo aguardaba un puñado de metros más adelante. De entre las sombras de un callejón salió un joven abotonándose el pantalón y una muchacha que anunciaba su profesión con una minifalda minúscula y un soberano escote. La muchacha era rubia, y salía de aquel escondite colocándose aún la falda. Era evidente lo que había pasado. Al alejarse escuchó que la prostituta exclamaba: «¡Dios, mío!». Pero él no se volvió para mirar qué ocurría. Serguei sabía cuánto odiaba Raisa a las prostitutas.

Ilusión había conseguido que el muchacho terminara rápidamente. Resultaba evidente su falta de experiencia, y eso era muy bueno. Poco tiempo, y dinero rápido. Enseguida se libraría de él y estaría lista para un nuevo cliente. Era cierto que le había cobrado poco, pero qué otra cosa podía pedir por un poco de sexo apresurado en un callejón oscuro. Lo hicieron de pie. Ella se puso de espaldas.

Cuando el chico, que no debía de tener más de diecinueve años, estaba a punto de terminar, Ilusión miró hacia la calle débilmente iluminada desde el fondo del callejón y se llevó la primera de las tres sorpresas consecutivas que el destino le había reservado aquella noche.

En primer lugar, se sobresaltó al ver la cara severa y agria del mismo sacerdote que había visto la noche en que Daniela desapareció. El viejo cura miró hacia otro lado cuando vio a la pareja en plenos ejercicios sexuales, pero Ilusión no tuvo ninguna duda de que era el mismo hombre.

El segundo escalofrío la aguardaba minutos después. Salió del callejón colocándose las bragas y la falda en su sitio, cuando de pronto se cruzó en su camino un hombre alto, con barba. Era delgado y llevaba una bolsa negra de deporte.

—¡Dios mío! —exclamó la muchacha.

El joven cliente la miró extrañado, pero ella le tranquilizó. El chico se marchó con paso apresurado e Ilusión se quedó sola preguntándose cómo no había recordado antes a aquel hombre. También lo había visto aquella noche en que se encontró con Daniela, pero había olvidado decírselo a la policía durante su declaración. ¿Debería hacerlo ahora? ¿Y si pensaban que había ocultado aquella información a propósito? Decidió que debía pensarlo con más calma.

Sin embargo, pronto olvidó a aquel hombre. El corazón estuvo a punto de parársele cuando divisó a uno de los tipos que la habían golpeado días antes. Al verlo, Ilusión estuvo a punto de echar a correr, pero descubrió que sus piernas no la obedecían. Se quedó varada en la acera mientras aquel joven con aspecto de matón de barrio la miraba fijamente.

Toño Velarde dio un puntapié a una lata de cerveza y la envió a más de treinta metros de distancia. Aún podría haber jugado un par de años más al fútbol, se dijo. Y tal vez estuviera en lo cierto, porque su nivel técnico no requería mucha más pericia que la que había precisado para chutar la lata.

El trabajo que le había pedido Morante estaba hecho, y bien hecho. Eso era lo que importaba ahora, y no el maldito fútbol. Estaba convencido de que estar junto a Morante le reportaría muchos más beneficios que seguir saliendo en pantalón corto cada domingo a un campo de fútbol. Morante era un hombre severo, firme, pero era un líder en el que se podía confiar. Cuando Morante pedía algo, exigía a quien encargaba el trabajo la máxima celeridad y la mayor profesionalidad posible. Toño Velarde estaba seguro de haber cumplido con creces lo que se le había pedido aquella noche.

La oscuridad y el silencio se habían adueñado del barrio. Velarde vio a una de esas extranjeras saliendo de un callejón en compañía de un chico joven al que le calculó menos de veinte años de edad. Estuvo a punto de ir a por aquella puta, pero se contuvo. A Morante no le interesaba un escándalo, y no quería estropear el trabajo que había hecho. Además, se fijó, era la misma a la que había dado su merecido unos días antes. Cuando Morante fuera alcalde, pensó dibujando una sonrisa torcida, se encargaría de poner en su sitio a aquella chusma.

2

8 de septiembre de 2009

H
áblame del círculo. —Diego levantó la mano reclamando la atención del camarero y pidió en voz alta un café cortado—. ¿Quieres tomar algo? —preguntó a Sergio.

Sergio dudó. Al final se decidió por un café con hielo y Diego gritó al camarero el pedido. El reloj estaba a punto de marcar la una de la madrugada y se habían quedado solos en la cafetería.

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