Las violetas del Círculo Sherlock (60 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—¿Qué pretendes?

—Establecer un operativo por nuestra cuenta esta noche —respondió Diego—. Tú, Murillo y yo.

—¿De veras crees que ese tipo actuará esta noche?

—Estoy convencido —aseguró Diego—. El doble asesinato que Jack cometió en 1888 ocurrió en la madrugada del último domingo de septiembre. Mañana es el último domingo de septiembre, y esta noche es la cena homenaje a Morante.

—¿Insinúas que está mezclado en todo esto?

—No lo sé, pero lo que sí sabemos es que un escándalo en el barrio el mismo día de las elecciones le vendría muy bien. Además, ¿no te parece curioso que todos los miembros del Círculo Sherlock hayan coincidido aquí este fin de semana?

—Muy bien —concedió Tomás al cabo de unos segundos—. ¿Y qué propones? Nosotros tres no podremos abarcar el barrio entero, y el comisario no solo no nos concederá un solo hombre, sino que nos empapelará si se entera de lo que pretendes hacer.

—No se lo diremos —repuso Diego—. Haremos lo que podamos.

—¿Y Meruelo?

—A Meruelo mejor lo dejamos fuera de esto.

—¿Por qué?

—Te lo explicaré en otro momento —respondió evasivamente. Diego no quería perjudicar a Meruelo sin antes haber aclarado con él los motivos que lo habían llevado a convertirse en informador de Bullón.

Sergio Olmos había necesitado poco más de diez minutos para reclutar para su causa a su hermano Marcos y a José Guazo. Diego Bedia le había telefoneado para explicarle cuál era la posición del comisario Barredo. Ahora sabía que aquella noche la policía no establecería ninguna vigilancia especial en la zona, porque estaban convencidos de haber detenido a la asesina, Raisa Vorobiov, a pesar de que ella aún no había confesado.

—La nota no deja lugar a dudas —dijo Marcos—. Ha modificado la pregunta de «El ritual Musgrave» porque se refiere a las dos mujeres que debe tener en su poder. En eso estoy de acuerdo contigo, Sergio. Pero ¿cómo vamos a vigilar nosotros tres un barrio de veinte mil personas y lleno de patios y callejones oscuros?

—No lo sé —reconoció Sergio—. Pero tenemos que intentarlo.

—Nosotros habíamos comprometido nuestra presencia en la cena de Morante —recordó Guazo—. Van a estar todos los demás —añadió—. ¿Tú no vas a ir, Sergio?

—No —respondió el pequeño de los hermanos Olmos—. Morante es un mal bicho, un racista y un cabrón. Lo ha sido toda la vida. Si queréis ir a la cena, allá vosotros. Ya me he enterado de que ha venido hasta Víctor Trejo. Me llamó hace un rato y he quedado para comer con él. ¿Le disteis mi teléfono vosotros?

—Fui yo —admitió Guazo—. Espero que no te haya molestado.

—No, no pasa nada. Me apetece ver a Trejo. En cuanto a lo de la cena, no creo que sea obstáculo el que asistáis, porque los crímenes tendrán lugar de madrugada. Si ese hijo de puta quiere parecerse en todo a Jack, deberá salir de la cueva cuando ya sea domingo.

—Muy bien —dijo Marcos, sacando del bolsillo de su americana un cuaderno de notas y un bolígrafo—. Hagamos un plano del barrio.

El distrito norte se extendía hasta las afueras de la ciudad a través de la arteria principal que lo atravesaba y lo unía con el centro urbano: la calle José María Pereda. El límite sur fue establecido por los tres amigos en la confluencia de esa calle con Garnica, frente a la iglesia de la Anunciación. La distancia entre ambos extremos rondaría los tres kilómetros. Por el este, fijaron el límite en la calle Ruano, mientras que la frontera al oeste la trazaba la línea de ferrocarril. Calcularon que la distancia rondaba los dos kilómetros.

—Los cadáveres de las dos mujeres se encontraron en la zona más antigua del barrio, al este de la calle José María Pereda —señaló Marcos sobre el plano rústico que había dibujado—. Tal vez debamos centrarnos en esa zona y olvidarnos de las calles que hay al oeste de José María Pereda. Jack asesinó a sus víctimas en un radio de acción bastante pequeño.

Sergio Olmos movió la cabeza. No estaba convencido de que aquella fuera una buena idea, pero su hermano tenía razón: debían acotar la zona en la medida en que pudieran. Había que apostar. Finalmente, accedió.

—El primer cuerpo apareció aquí. —Marcos señaló el pasaje que conducía a la calle José María Pereda en el que se descubrió el cadáver de Daniela Obando—. Y el segundo, aquí —apuntó al patio trasero de la calle Marqueses de Valdecilla—. Solo hay unos trescientos metros de distancia.

—Desde Buck's Row hasta Hanbury Street la distancia era mayor —apuntó Guazo, recordando los lugares en los que Jack asesinó a Mary Ann Nichols y a Annie Chapman—. Pero no mucho más. Tal vez ochocientos metros en línea recta.

—De acuerdo —concedió Sergio—. Vosotros asistiréis a la cena, si os da la gana. Pero a las doce de la noche nos encontramos en la Casa del Pan.

—Podríamos pedir ayuda al cura joven, a Baldomero —propuso Marcos.

—No me parece buena idea —respondió Sergio. El sacerdote no le caía simpático, pero tal vez aquella impresión era producto de los celos que sentía cuando le veía hablar con tanta familiaridad con Cristina—. Personalmente, no me fío de nadie, salvo de vosotros dos.

—¿No me digas que sospechas también del cura? —Los ojos azules de Guazo se dilataron por la sorpresa.

Sergio miró al médico y sintió lástima al ver lo que quedaba del muchacho robusto que había conocido en los tiempos del Círculo Sherlock. Parecía que alguien había usurpado el cuerpo del apasionado defensor de John Hamish Watson. Sergio se volvió a preguntar qué era lo que encontraba extraño en el aspecto de su amigo. Las gafas que usaba eran similares a las que recordaba, los gestos, las expresiones y la forma de hablar y de andar eran las mismas. Sin embargo…

—¿Os parece bien si yo cubro estas calles? —dijo Marcos, sacando a su hermano de sus pensamientos y señalando una zona amplia que iba desde el lugar donde apareció Daniela Obando hasta el extremo este de la calle donde se encontró el cadáver de Yumilca Acosta.

—De acuerdo —respondió Guazo—. Yo me situaré desde esa zona hasta la iglesia de la Anunciación, y Sergio puede estar en las calles centrales del barrio.

Los tres estuvieron de acuerdo en el reparto de tareas, pero abandonaron la reunión, que había tenido por escenario el hotel de Sergio, con la certeza de que serían incapaces de ofrecer la más mínima resistencia ante un asesino que se había mostrado tan audaz como meticuloso. Vigilar un barrio que contaba con más de veinte mil habitantes y cuyo diseño urbanístico era caótico, repleto de patios interiores y callejones, era una misión impasible de acometer por tan solo tres personas.

No obstante, los tres amigos desconocían que tres policías habían tenido la misma idea que ellos.

9

26 de septiembre de 2009

E
l acostumbrado artículo de Tomás Bullón había sobrecogido a todos los vecinos del barrio aquella mañana. Algunos hombres, al leerlo, trataban de tranquilizar a sus mujeres argumentando que la prensa siempre exagera, y que seguramente el columnista había adornado los hechos añadiendo datos falsos, producto de su propia imaginación. Aun así, Bullón no había falseado nada. Todo lo que su artículo recogía a propósito del modo en que encontraron la muerte Elisabeth Stride y Catherine Eddowes era cierto.

Aquel día lluvioso, triste y melancólico se abrigó con la sombra del miedo desde el mismo momento en que los quioscos de prensa comenzaron a vender el diario del día. Las historias de Bullón, como las viejas narraciones de sir Arthur Conan Doyle, se habían convertido en una novela por entregas. Todo el mundo hablaba de aquellos crímenes, y unos y otros opinaban sobre el autor de los relatos. Para unos, Bullón era un oportunista que había encontrado en los sucesos recientes un filón que no estaba dispuesto a dejar, aunque para ello tuviera que retorcer los hechos para que cuadraran en sus sensacionalistas narraciones. Para empezar, recordaban, comparar su barrio con Whitechapel en el siglo
XIX
era un insulto a la inteligencia. Pero, para otros, el periodista era poco menos que un héroe, que ofrecía a la gente del pueblo los datos que las autoridades, y sobre todo la policía, querían silenciar.

La policía había ofrecido una multitudinaria rueda de prensa en la que el comisario Gonzalo Barredo se mostró comedido, pero sin ocultar su orgullo por haber atrapado a la culpable de aquellos delitos, una mujer rusa llamada Raisa Vorobiov. Pero Bullón había sacado a relucir en sus artículos la existencia de discrepancias en el seno de la policía a propósito de la autoría de esos crímenes.

Toda la ciudad, y en especial en el barrio norte, leía los artículos del famoso reportero con una mezcla de curiosidad y temor. ¿Y si el asesino seguía en la calle? ¿Sería capaz de cometer un doble asesinato? Si la policía se equivocaba, ¿quién libraría a los vecinos de aquel demonio?

Jorge Peñas, el presidente de la asociación de vecinos, no trabajaba aquel sábado. A primera hora ya había adquirido su periódico y prefirió leer el contenido en una cafetería en lugar de hacerlo en su casa. Su esposa, Merche, estaba aterrada. Últimamente, Merche apenas salía de su casa por temor a encontrar la muerte prendida del filo de un cuchillo a la vuelta de cualquier esquina. Peñas no quería alarmarla aún más, de modo que pidió un café y un zumo de naranja, y se sentó en una mesa apartada del bullicio de la barra.

Liz Stride apareció en aquel patio de Dutfield's Yard tirada en el suelo, sobre su costado izquierdo, y con los ojos mirando sin ver el muro derecho. Su mano derecha estaba manchada de sangre, lo que el doctor George B. Phillips consideró como un dato singular, puesto que no tenía herida alguna y apareció reposando plácidamente sobre el pecho. Sin embargo, algunos investigadores, como Patricia Cornwell, afirman que las manchas de sangre en la mano se debieron a que Liz, al sentir que había sido degollada, puso su mano sobre la herida de un modo instintivo.

Un vez más, la interpretación forense fue errónea, puesto que a Elisabeth no la atacaron de frente y no la tiraron al suelo antes de degollarla, como supuso el doctor Phillips. Si así hubiera sido, ella posiblemente hubiera luchado, seguramente hubiera gritado pidiendo auxilio, pero nadie escuchó grito alguno. Lo más probable es que Jack, como acostumbraba, la atacara por la espalda.

En lo que sí parece haber cierto consenso, al menos entre quienes creen que a Liz también la asesinó Jack, es en creer que el Destripador fue interrumpido por el vendedor de baratijas Louis Diemschutz y su carro. La inoportuna aparición de Louis hizo que Jack no pudiera terminar su sangriento trabajo. A Liz no le cortaron el abdomen dejando a la intemperie sus tripas, como le ocurrió a Mary Ann Nichols; y tampoco fue mutilada del modo brutal en que lo fue Annie Chapman, a la que habían sacado los intestinos para dejarlos junto a su hombro. A Liz, simplemente, le cortaron el cuello: una incisión trazada de izquierda a derecha. El surco mortal se inició alrededor de seis centímetros por debajo de la mandíbula y mantuvo su rumbo penetrando unos dos centímetros por dentro de la carne de Liz hasta desgarrar vasos sanguíneos, músculos y tejidos. La carótida izquierda fue cortada como si hubiera sido la cinta de la inauguración de una obra pública. El puñal de Jack dejó de roturar el cuello de Stride cinco centímetros por debajo de la mandíbula derecha.

Liz murió desangrada. Algunos doctores dijeron que, antes de rajarle el cuello, Jack la había asfixiado con el pañuelo que lucía alrededor de la garganta, pero tampoco está claro que así ocurriera. Algunos investigadores echan de menos sangre salpicando las paredes si le cortó el cuello estando ella de pie; otros proponen que tal vez Liz estaba de espaldas pero agachada, ofreciéndose a su cliente, de modo que la sangre empapó la pechera de su vestido.

Pero ¿qué arma utilizó Jack?

Ese enigma pareció resolverse de pronto al día siguiente, cuando Thomas Coran, que trabajaba como empleado en un almacén de cocos, encontró junto al número 252 de Whitechapel Road un cuchillo de algo más de veinticinco centímetros de largo. Se trataba de una especie de daga que tenía uno de los lados de la hoja afilada. Estaba manchado de sangre seca, y alrededor del mango había un pañuelo doblado.

Coran no tocó el arma. Llamó a la policía, y luego el cuchillo fue examinado por los doctores Phillips y Frederick Blackwell, los cuales desestimaron que aquella fuera el arma empleada para matar a Liz Stride. Según su peritaje, se trataba de un cuchillo demasiado romo para haber cortado el cuello de la viuda sueca de aquella manera.

El hecho de que Liz no sufriera las mismas mutilaciones que las víctimas anteriores ha llevado a algunos ripperólogos a negar que Stride hubiera sido asesinada por Jack. Para ellos, la teoría de que Jack fue interrumpido en su labor no es suficiente como para explicar lo ocurrido.

Lo verdaderamente cierto es que Michael Kidney, el hombre con quien Liz compartía su vida en aquella época, reconoció al día siguiente el cuerpo de la sueca. La impresión fue tan fuerte que el irlandés se derrumbó. No había visto a Liz desde el martes 25 de septiembre, aseguró, y culpó al alcohol de las disputas que ambos habían mantenido y los habían separado.

A Elizabeth le dieron santa sepultura el sábado, 6 de octubre, en el cementerio de East London Co. Ltd, Plaistow, Londres, E13. Tumba 15509, plaza 37…

Jorge Peñas sintió que se le revolvían las tripas, y no era por culpa del café que había tomado. El café era excelente, lo mismo que el zumo de naranja que apuró de un solo trago. Simplemente, no podía soportar la imagen que se le había metido en la cabeza: en lugar de a Liz Stride, Peñas veía a su esposa tirada en el suelo, degollada en cualquier callejón.

Peñas contuvo una arcada y, cuando se sintió con fuerzas suficientes como para levantarse de la mesa sin llamar la atención, abonó la cuenta dejando el dinero sobre el mismo platito en el que el camarero le había traído la nota. Después, salió a la calle dejando el periódico junto a la taza de café vacía.

El padre Baldomero había dicho misa a las doce de la mañana de aquel sábado. Cristina lo vio salir minutos después por la puerta de la sacristía. Ella no había ido a misa; de hecho, nunca iba, y eso a pesar de que Baldomero le recriminaba su actitud medio en broma, medio en serio.

La joven gritó el nombre del sacerdote y agitó la mano. Iba vestida con unos pantalones vaqueros oscuros, un chaquetón de color azul marino que resaltaba aún más el cielo de su mirada y llevaba el cabello rubio recogido. Cristina se protegía de la lluvia con un paraguas de color verde.

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