Las violetas del Círculo Sherlock (62 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—Parece que te estás describiendo a ti mismo —respondió Sergio, mirando a su amigo a los ojos.

—Perfectamente puedo ser yo —admitió Trejo—. No creo que haya tantos holmesianos entregados a la causa como yo, y desde luego que tengo motivos para odiarte —añadió en un tono neutro—. Tú me arrebataste a Clara, y además me derrotaste muchas veces en nuestros debates en el círculo.

Sergio no supo qué responder. A su memoria vino de pronto una agria discusión que se produjo en el Círculo Sherlock un día que ahora le parecía tan lejano que se diría irreal. Víctor cometió aquella vez el error de confundir el nombramiento de Sherlock como caballero —honor que rechazó inexplicablemente
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—con la concesión de la Legión de Honor de la República francesa —distinción que sí aceptó Holmes—
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. Fue Sergio quien, con su habitual falta de tacto y exhibiendo su imponente memoria, dejó en evidencia al fundador del Círculo Sherlock.

—Sin embargo —añadió Trejo—, a pesar de que tengo motivos de sobra para odiarte, no fui yo quien tuvo la idea de elaborar aquel dossier sobre Jack, ¿recuerdas?

—Fue Morante —contestó Sergio con un hilo de voz. Hasta ese momento no había reparado en aquel detalle.

—Ya lo creo que fue Morante, el muy cabrón —bromeó Trejo—. Siempre estaba más cerca de los enemigos de Holmes que del lado de la ley. Y ahora, mírale, candidato a la alcaldía.

—¿Vas a ir a la cena? —quiso saber Sergio.

—¿Tú no irás?

—Yo no voy a ir a rendir pleitesía a ese engreído —confesó Sergio.

—¿Seguro que no vas solamente por eso?

—Si te refieres a Clara y a Sigler —respondió Sergio, adivinando por dónde iban los pensamientos de su amigo—, te diré que ya los he visto un par de veces hace unos días. Creo que ya estoy inmunizado al mal que supone verlos juntos. Estuvieron aquí declarando también por esos crímenes.

—¿Y eso por qué?

—Bueno, los mensajes que he recibido fueron escritos en mi ordenador, y solo ella sabía la clave de acceso.

Víctor Trejo guardó silencio durante unos segundos, para preguntar después:

—¿Estás seguro de eso?

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé, pero no me imagino a Clara degollando y destripando a unas mujeres.

—¿Y a Sigler?

—Cosas más extrañas se han visto —admitió Trejo—. Incluso yo, tal vez, podría hacerlo si con eso derrotara al mismísimo Sherlock Holmes —añadió, mirando a Sergio y metiéndose en la boca un buen trozo de merluza rellena de marisco.

—Tú siempre creíste que la Corona inglesa estaba implicada en el asunto de Jack, ¿verdad?

Trejo asintió mientras masticaba el pescado.

—¿Y aún lo crees? —preguntó Sergio—. ¿Crees que hubo una conspiración?

—Para empezar —respondió Víctor mientras se limpiaba los labios con la servilleta—, siempre me pareció sospechoso que se perdieran tantos documentos de los informes que Scotland Yard tenía sobre los crímenes de Whitechapel.

—Bueno, el traslado de la sede de la policía y los bombardeos sobre Londres en la Segunda Guerra Mundial…

—Sí, sí, ya conozco esa historia. —Víctor interrumpió el razonamiento de su amigo—. Eso es lo que dicen muchos autores, y que muchos documentos se destruían de un modo sistemático sesenta y un años después de los hechos que relataban. Pero ¿qué me dices del diario de Abberline? ¿Por qué no hay ni una sola mención al caso de Jack y sí a otros que él investigó?

—Él mismo asegura que a sus superiores no les gustaba que los policías retirados contaran lo que sabían sobre determinados casos para no dar ideas a posibles criminales, y a las autoridades no les hacía ninguna gracia que escribieran sobre investigaciones que no se hicieron públicas —contraatacó Sergio.

—Eso es una estupidez —repuso Víctor Trejo—. ¿Hubo algún caso con mayor publicidad que el de Jack? Por favor, si se escribió sobre aquellos crímenes en medio mundo. Y, además, ¿por qué sí escribió Abberline en su diario sobre otras de sus investigaciones?

—¿De modo que, según tú, todo apunta a la Corona británica?

—Mira, el propio Frederick Abberline llegó a creer que el asesino era un médico, aunque luego varió su posición apuntando hacia aquel barbero cirujano de origen polaco, George Chapman. —Trejo vació la copa de vino blanco y chasqueó la lengua—. Y otros miembros de Scotland Yard pensaron en un médico a la vista del estado de los cadáveres. Sir Charles Warren, el mayor Henry Smith y algún otro hicieron declaraciones en ese sentido.

—¿De verdad crees que ese médico fue el doctor de la familia real, William Gull?

—No me extrañaría —respondió Trejo—. Sí, ya sé que tenía setenta y un años y había sufrido una apoplejía —añadió, alzando una mano al ver que Sergio iba a responderle—. Déjame acabar. Yo no sé si el duque de Clarence, el nieto de la reina, se había casado con aquella prostituta de la que todos hablan, Annie Elizabeth Crook, y si habían tenido una hija. Pero me resulta significativo que Jack asesinara a cinco prostitutas y luego desapareciera sin dejar el menor rastro. Y también me parece sospechoso que nadie viera nada, que la policía actuara de un modo tan extravagante en ocasiones y que muchos de aquellos hombres estuvieran vinculados a la masonería.

—Creo que hay investigaciones recientes que desmontan esa idea —recordó Sergio.

—¡¿No me digas?! —Víctor sonrió—. ¿Y alguno de esos sesudos investigadores ha descubierto por fin quién era Jack? —Trejo se sirvió más vino mientras dejaba que sus palabras hicieran efecto en Sergio—. Me temo que no. ¿Por qué esas prostitutas, Sergio? ¿Por qué Jack no las asesinó y las arrojó al Támesis cargadas de piedras? Si lo hubiera hecho, nadie las habría echado de menos y él hubiera corrido menos riesgos para seguir matando impunemente. De todas formas, no lo hizo. En lugar de eso, las mutiló de un modo terrible, tal vez ritual, y las dejó en la vía pública para que todo el mundo las viera.

—Pero un anciano como Gull no podría…

—¿No podría matarlas? ¿Quién sabe? ¿Acaso era el único médico de Inglaterra al que la Corona podía recurrir en una cuestión de Estado?

—Sin embargo, aquellos crímenes parecían obra de un loco, y las cuchilladas no exigían especiales conocimientos médicos.

—No estoy de acuerdo —respondió Trejo—. ¿Serías capaz de abrir un cuerpo humano y encontrar un riñón entre todas las vísceras cuando encima trabajas contra el reloj, sometido a una enorme tensión y sin apenas luz?

Sergio guardó silencio. No podía responder afirmativamente. Miró a su viejo amigo y por un instante pensó si no estaría ante el hombre que lo estaba desafiando. Víctor sabía tanto de Holmes como el que más y conocía bien los crímenes de Jack. Tenía dinero, contactos, y era capaz de urdir una trama como aquella simplemente por pura diversión.

Ajeno al rumbo que habían tomado los pensamientos de Sergio, Víctor estaba dándole vueltas a la misma idea que había cruzado por su mente cuando se entrevistó con el inspector Diego Bedia. Había sido un chispazo fugaz, apenas una pavesa escapada de un fuego que había ardido veinticinco años antes. Después miró a Sergio. Sabía que él rechazaba la vieja teoría de la conspiración masónica en los asesinatos de Jack. Al final, esbozó una sonrisa y dijo:

—Recuerda lo que dijo Sherlock: «Cuando un médico se tuerce, es peor que cualquier criminal»
[103]
.

El salón del hotel estaba repleto de comensales. Jaime Morante no había dejado nada al azar. En lugares preferentes había sentado a representantes del comercio y de la banca local, a gentes de la cultura, a deportistas destacados, a hombres y mujeres del movimiento vecinal, y a todos los que integraban la lista electoral que él encabezaba.

Pese a todo, hubiera sido demasiado burdo trasladar al primer plano de la cámara el evidente sentido electoral que tenía aquella pantomima, que se celebraba el día antes de los comicios municipales. Por ese motivo, la mesa presidencial estaba ocupada por los miembros de la Cofradía de la Historia. El lugar de honor le correspondía al doctor Heriberto Rojas, que figuraba como autor en la portada del libro en el que se repasaba la vida de Morante. A su derecha, estaba el homenajeado; a su izquierda, el abogado Santiago Bárcenas, cuya papada se movía arriba y abajo visiblemente satisfecho por estar en el centro de la galaxia social de la ciudad. En el resto de la mesa presidencial se podía ver a Manuel Labrador, el constructor; a Antonio Pedraja, el dueño de la cafetería en la que se reunía la cofradía y para quien aquel acto de gusto provinciano significaba el cenit de su ascenso social, y don Luis, el viejo párroco de la Anunciación.

José Guazo y Marcos Olmos, a pesar de pertenecer a la cofradía, habían optado por ocupar la mesa que Morante había reservado para sus viejos colegas del Círculo Sherlock. Era una mesa redonda en la que se miraban con recelo Enrique Sigler y Víctor Trejo. Junto a Sigler estaba una Clara Estévez espectacular. Vestía un traje negro de Versace que dejaba al descubierto sus hombros. En los labios llevaba prendida aquella sonrisa suya, eterna, y en sus pupilas chispeaba la felicidad. A continuación de Clara estaba sentado Marcos, cuyas ojeras aparecían más pronunciadas a causa de la luz que reinaba en el salón, y su cabeza rapada relucía como si fuera una piedra preciosa. Guazo estaba junto a él, y su aspecto frágil y enfermizo parecía haberse acentuado aquella noche. Finalmente, el último lugar de aquella mesa había correspondido a Tomás Bullón, quien, contra su propia costumbre, aún no estaba borracho a esas horas de la noche.

—Esta noche va a ser histórica —dijo Bullón, dando un codazo cómplice a Guazo.

El doctor miró al periodista de soslayo sin saber muy bien qué había querido decir. En el momento en que Guazo decidió abrir la boca para que Bullón le explicara qué tenía en la cabeza, se escuchó el tintineo de un cuchillo contra una copa.

—Señoras, señores —dijo Heriberto Rojas, solicitando la atención de los comensales—. Estamos esta noche tan especial aquí para rendir un homenaje a una parte de la historia de esta ciudad; la historia de un barrio, de un pueblo, reflejada en las imágenes de los alumnos de su colegio, inmortalizadas en los cambios que han sufrido sus calles y en los logros que han alcanzado sus gentes. —El doctor Rojas se aclaró la voz—. Mi trabajo en el libro que esta noche les presentamos no ha sido sencillo. Podían ser muchas las personas en las que pudiéramos encontrar el ejemplo de esos cambios que ha conocido esa zona de nuestra ciudad en los últimos cuarenta años, pero finalmente tomé una decisión. ¿Y si la biografía de uno de sus vecinos sirviera como hilo conductor a los cambios que se han producido en el pueblo?, me dije. Y de inmediato decidí que esa era una excelente idea, y al mismo tiempo un nombre vino a mis labios: Jaime Morante.

Aplausos. Murmullos de asentimiento. El ruido que producen al arrastrarse favores futuros que ahora pagaban peaje con su pleitesía a quien creían sería el futuro alcalde.

—De modo que aquí estamos hoy —prosiguió Heriberto Rojas, después de permitir que los gritos de entusiasmo rociaran la sala—, dispuestos a rendir el homenaje que se merece nuestro paisano, el insigne profesor Jaime Morante.

Aplausos atronadores. Gritos entusiastas. Unas ráfagas de música regional.

A continuación, se sirvió la cena. La esperada intervención del homenajeado, y previsiblemente futuro alcalde, se posponía hábilmente hasta los postres. Eran las diez de la noche de aquel sábado que, a decir de Bullón, sería histórico. Lástima que Guazo hubiera olvidado preguntar al periodista sobre los motivos que tenía para juzgar de ese modo el inminente porvenir.

—¿Por qué no ha venido Sergio? —preguntó el periodista mientras masticaba ostentosamente una enorme porción de solomillo.

Los demás se miraron unos a otros sin saber bien qué responder. Marcos se sintió obligado a decir algo.

—Bueno, ya le conocéis —dijo—. Morante nunca fue objeto de su devoción.

—Nadie es objeto de devoción de tu hermano —repuso Sigler—. Siempre nos trató a todos como si fuéramos imbéciles.

—Eso no es justo —dijo Trejo, pero sin demasiada convicción—. Es cierto que su pasión por Holmes le llevaba a comportarse a veces de un modo desconsiderado, pero siempre fue un buen amigo.

—¿Ah, sí? —intervino Bullón—. ¿También lo fue cuando se quedó con tu novia?

Trejo apretó los dientes y cerró sus puños con fuerza alrededor de la servilleta. Bullón era un patán y un estúpido.

—Habláis de mí como si yo no estuviera aquí —dijo Clara—. ¿Qué te hace pensar que fue Sergio quien me arrebató de los brazos de Víctor? ¿Acaso os creéis que estáis en el círculo, y que yo no estoy presente? —Clara estaba realmente arrebatadora ahora que la ira había encendido su rostro—. Escucha una cosa, Bullón —dijo, mirando el rostro colorado del periodista—, y que os sirva de una puñetera vez a todos —añadió mirando a Trejo y a Sigler—: yo estoy con quien me da la gana.

Marcos dibujó una sonrisa divertida. «La mujer», pensó mientras intercambiaba una mirada cómplice con Guazo. Marcos Olmos recordó el final de la memorable carta que Irene Norton (de soltera Adler) escribió a Holmes el día en el que lo burló como nadie lo había logrado durante la aventura «Escándalo en Bohemia»: «Dejo una fotografía que tal vez le interese poseer. Y quedo, querido señor Sherlock Holmes, suya afectísima».

En aquella mesa había dos hombres locamente enamorados de Clara y, en alguna parte del barrio norte, un tercer hombre enamorado se preparaba entre las sombras para tratar de desenmascarar al asesino que había retado a Sherlock Holmes en su persona.

Después de aquella tormenta, el resto de la cena transcurrió en la mesa del Círculo Sherlock con una tensa calma, pero sin sobrepasar los límites de la urbanidad y la cortesía. Entre plato y plato los comensales recordaron algunos momentos pasados en la librería de viejo que Víctor Trejo había convertido en sede de las tertulias.

—Aún la conservo —dijo. Aquel anuncio sorprendió a todos—. Está todo exactamente igual que entonces. De vez en cuando me escapo a Madrid y en lugar de dormir en un hotel me instalo allí varios días.

La cena sirvió también para que Bullón alardease de su extraordinario olfato periodístico exhibido durante los sucesos de los que todo el mundo hablaba. Y Marcos se vio en el aprieto de dar explicaciones sobre su decisión de raparse el cabello al cero. En cuanto a Guazo, todos habían hecho comentarios discretos en privado sobre su evidente declive físico, pero solo Bullón tuvo el mal gusto de preguntarle en público a qué se debía que tuviera aquella pinta.

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