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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (58 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Sergio levantó la vista del informe mientras dos lágrimas solitarias recorrían sus pómulos.

A las cinco de la tarde el inspector Diego Bedia recibió un recado: un hombre preguntaba por él. Cuando le dijeron el nombre del desconocido, Diego dio un respingo.

Instantes después un hombre alto, bien parecido, de cabello rubio ensortijado en el que se advertían también algunas canas, entró en su despacho.

—Víctor Trejo —se presentó el recién llegado—. Tengo entendido que han estado intentando localizarme en los últimos días.

—Así es —respondió Diego, que aún no se había repuesto de la sorprendente aparición del único miembro del Círculo Sherlock al que aún no conocía—. Resulta verdaderamente difícil hablar con usted. —Diego ofreció un asiento a aquel hombre que vestía un impecable traje azul marengo y adornaba los puños de su camisa con unos gruesos gemelos de oro. Todo en su atuendo parecía impecable: corbata perfectamente anudada, brillantes zapatos italianos, envidiable bronceado y sonrisa salida de un anuncio de dentífrico.

—El dinero no sirve para otra cosa que para ser el dueño de tu tiempo —comentó Trejo mientras tomaba asiento atendiendo a la invitación del inspector—. Me gusta viajar sin dar explicaciones a nadie de adónde voy y cuándo tengo intención de regresar.

—Un poco imprudente, tal vez —apuntó Diego.

—El dinero también sirve para ser todo lo excéntrico e imprudente que se le antoje a uno —sentenció Trejo muy serio.

A pesar de los sucesivos comentarios sobre su imponente fortuna, no había en su tono nada que permitiera concluir que Diego se encontraba ante un presuntuoso hijo de papá. Víctor Trejo no daba esa impresión. Antes al contrario, se podía advertir cierto regusto amargo en sus palabras, como si realmente se viera obligado a soportar la pesada carga de una fortuna que le traía por completo sin cuidado.

—¿Qué quería de mí? —quiso saber el acaudalado andaluz.

Diego necesitó un cuarto de hora para poner a Trejo al corriente de los acontecimientos de las últimas semanas. Y, a juzgar por la expresión que se dibujó en su rostro, el excéntrico latifundista parecía estar recibiendo las primeras noticias sobre todo aquello. O tal vez era un magnífico actor.

Cuando el inspector terminó su relato, Víctor Trejo guardó silencio durante un minuto. Parecía estar reflexionando profundamente sobre lo que acababa de escuchar.

—Creo poder demostrar que yo me encontraba fuera de España en el momento en que sucedieron esos crímenes —dijo con voz firme cuando decidió romper su silencio—. Lo digo por si abrigaban alguna sospecha sobre mí. —Sonrió, mirando a los ojos al inspector—. Por lo demás, debo reconocer que estoy totalmente sorprendido por lo que me ha contado. Hace bastante tiempo que no veo a Sergio Olmos, y ahora resulta que está involucrado en una historia singular. —Guardó silencio de nuevo, como si repasara una vez más todo lo que Diego le había contado—. Con los demás miembros del círculo, coincidí en la entrega del premio que obtuvo Clara —comentó—. Lo único que puedo decirle es que lamento haberme incorporado tan tarde a esta aventura, pero tal vez llego en el mejor momento.

—¿Qué quiere decir?

—A juzgar por todo lo que me ha dicho, debo confesarle que me sucede lo mismo que a Sergio: no creo que ese matrimonio ruso del que me ha hablado sea culpable de esos crímenes.

—¿Y eso por qué? —preguntó Diego con gran interés mientras estudiaba el gesto tranquilo y desenfadado de Trejo.

—Para empezar, hay que conocer mucho a Sergio para lanzarle un reto así —afirmó—. Sergio es muy inteligente, posee una memoria excepcional para muchas cosas, especialmente para todo lo que tiene que ver con Holmes. Pero al mismo tiempo es soberbio, petulante, frío y distante. Un hombre que no se deja querer, en definitiva. —El tono de Víctor seguía siendo sereno, a pesar de la dura descripción que acababa de hacer de Sergio Olmos—. Y no crea que no aprecio a Sergio —añadió Trejo, como si hubiera adivinado por dónde iban los pensamientos del inspector Bedia—, pero es que su carácter es ese.

—Parece que no le tiene usted mucho aprecio —comentó Diego.

—Todo lo contrario —repuso Trejo—. Él y yo estábamos muy unidos en los tiempos del círculo. De hecho, fui yo quien lo invitó a incorporarse a la tertulia, pero es que Sergio es así, como yo le he dicho. Y quien le ha enviado esas cartas lo conoce bien, sabe que es un apasionado de Holmes y trata de humillarlo en su propio terreno; de hecho, el autor de las cartas se tomó la molestia de buscarle en Inglaterra y escribir los mensajes en el propio ordenador de Sergio, según me ha comentado usted. Hay algo personal en todo esto —aseguró, entornando los ojos—; algo muy personal, y terrible.

—De modo que usted cree que el asesino está aún en libertad.

—Sin la menor duda —respondió Trejo—. Esos rusos no conocen a Sergio y, por tanto, no tienen nada personal contra él. Además… —De pronto Trejo se quedó callado, como si hubiera tenido una revelación.

—¿Sí?

—Nada —respondió Víctor, negando con la cabeza. Sin embargo, un viejo recuerdo había alumbrado su mente fugazmente, como un relámpago siniestro—. En todo caso, el asesino conoce demasiado bien las hazañas de Jack el Destripador, y ya habrá oído usted algo sobre las disputas que tuvimos en el círculo a propósito de los motivos por los cuales Holmes no se involucró nunca en aquel asunto.

—Algo sé al respecto —reconoció Diego. Al mirar a aquel hombre, de porte distinguido, el inspector se preguntó cómo era posible que aquella gente se hubiera apasionado de aquel modo por unas aventuras detectivescas.

—En fin. —Trejo se levantó de pronto de su asiento—. Creo que no puedo serle de más utilidad.

—¿Se puede saber por qué se ha presentado usted aquí en este momento? —Diego cayó en la cuenta de que aquella pregunta debía haber sido la primera que debió formular a tan extraordinario personaje.

—Jaime Morante me ha invitado a un acto que tendrá lugar mañana por la noche —dijo Trejo—. Por lo que sé, nos ha invitado a todos los del círculo. Supongo que en su gran noche quiere restregarnos por la cara su éxito, como si a mí me interesaran lo más mínimo él y su carrera de politiquillo.

—Entonces, ¿por qué ha venido?

—Como ya le dije, inspector, el dinero te permite ser todo lo extravagante que quieras. —Trejo guiñó un ojo maliciosamente y añadió—: Además, creo que me voy a divertir en ese homenaje. Morante siempre me ha parecido un patético engreído, y luego tengo algún interés personal en ver a ciertos miembros del círculo.

Diego supuso que Trejo se refería a Enrique Sigler y a Clara Estévez, pero no se atrevió a ahondar en esa parte de la hermandad holmesiana.

—Y, por otro lado —añadió Trejo, sonriendo—, tal vez este fin de semana den ustedes caza al nuevo Jack, y eso no me lo puedo perder.

La oscuridad se había adueñado de las calles. La lluvia salpicaba con su melancolía la ventana de la habitación de Sergio. El escritor miraba sin ver más allá del cristal permitiendo que la sombra de las gotas de lluvia moteara con lunares ficticios su rostro. Tenía los ojos enrojecidos, el cabello revuelto y la camisa por fuera del pantalón.

Sergio había pasado las últimas horas de la tarde en compañía del fantasma de Catherine Eddowes, intentando sonsacarle qué ocurrió en Mitre Square, aquella plaza de forma rectangular en la que ella encontró la muerte. Sergio seguía encontrando tan inexplicable aquel crimen como se lo había parecido siempre. En los tiempos en los que el Círculo Sherlock se esforzó por conocer al detalle los asesinatos cometidos por Jack, habían tenido lugar discusiones acaloradas sobre cómo se las había arreglado el Destripador para asesinar en menos de una hora a dos mujeres en dos puntos separados por un kilómetro y medio de distancia. Veinticinco años después, Sergio buscaba aún una respuesta en las sombras de la tarde.

Catherine había sido detenida por escándalo público y llevada a la comisaría de Bishopgate alrededor de las ocho de aquel terrible sábado 26 de septiembre de 1888. Una hora y media más tarde, el agente George Hutt se hizo cargo de su vigilancia. Tres horas después, la propia Catherine exigió al policía que la dejara en libertad, pero él respondió que lo haría cuando pudiera valerse por sí misma.

Los datos que Sergio conocía indicaban que a la una menos cinco el sargento Byfield la dejó marchar. Pero antes sucedió algo inquietante, puesto que, al ser interrogada sobre cuál era su nombre, Catherine mintió y dijo llamarse Mary Ann Kelly, aparte de dar una dirección falsa (número 6 de Fashion Street). El dato resulta estremecedor, puesto que Mary Kelly sería la quinta, y teóricamente última, víctima de Jack. ¿Fue una mera casualidad que ella empleara ese nombre? Cinco minutos después de que Eddowes saliera a la calle, Liz Stride era asesinada en Dutfield's Yard.

Ya en la calle, Catherine caminó hacia Aldgate High Street y luego hacia Duke Street. Precisamente en esa calle fue vista media hora después por un vigilante de comercio de cigarrillos llamado Joseph Lawende. El testigo declaró a la policía que Catherine charlaba en ese momento con un hombre que se encontraba de espaldas. El acompañante de Catherine tenía alrededor de treinta años de edad, piel clara, bigote rubio, con aspecto de marinero y vestido con un abrigo de color salpimienta. Algunas informaciones añadían el dato de que el sujeto llevaba un pañuelo rojo alrededor del cuello.

Lawende no pudo escuchar la conversación que mantenía la pareja, pero parecían estar pasándolo bien. Junto a Lawende, otros dos testigos corroboraron ese dato: el carnicero Joseph Levy y un distribuidor de muebles llamado Henry Harris.

Catherine estaba viva a la una y treinta y cinco, mientras que Jack había asesinado a Liz Stride treinta y cinco minutos antes, y ahí aparecía uno de los grandes enigmas de aquella noche.

Sergio se había preguntado toda su vida cómo se las ingenió Jack, puesto que desde Berner Street, donde mató a Liz, hasta Mitre Square la distancia rondaba los mil metros. Para cubrir esa distancia, a pesar de que Jack dio muestras suficientes de conocer los atajos y los callejones de la zona, un hombre necesitaría entre diez y quince minutos. Pero desde que se encuentra el cuerpo sin vida de Stride hasta que aparece el cadáver de Eddowes solo transcurren cincuenta minutos y, dado que hemos dicho que Jack necesitó entre diez y quince minutos para ir hasta Mitre Square, su margen de maniobra se estrecha enormemente.

Sergio había hecho sus propios cálculos. Si se tenían en cuenta esas circunstancias, el asesino solo dispuso de entre treinta y cinco y cuarenta minutos para conocer a su nueva víctima, conseguir su confianza, y asesinarla y mutilarla de un modo salvaje. Pero ese plazo mermaba aún más si se tenía en cuenta que el agente Edward Watkins, con placa 881, patrullaba aquella zona y empleaba quince minutos en hacer su ronda.

Jack tuvo que asesinar a Catherine entre la una treinta y cinco y las dos menos cuarto. El agente de policía pasó por Mitre Square a la una y media y no vio nada extraño. Quince minutos después, sin embargo, encontró el cadáver de Catherine.

Sergio se sirvió un generoso trago de ron antes de repasar una vez más el plano de Mitre Square que había dibujado de forma tosca en la parte posterior de uno de los folios que comprendía el informe que el Círculo Sherlock había elaborado sobre Jack.

Mitre Square no parecía el lugar más adecuado para cometer un asesinato como el que llevó a cabo Jack. Alrededor de la plaza bullía la vida durante el día y, aunque al anochecer no estaba bien iluminada, era lugar de tránsito permanente. Mitre Square tenía tres accesos, de modo que el Destripador podía ser sorprendido en cualquier momento. Una entrada a la plaza se abría desde Mitre Street; un callejón llamado Church posibilitaba el acceso desde Duke Street, y otro pasaje permitía llegar a Mitre Square desde Saint James's Place.

En la zona oeste de la plaza, dibujando la esquina con Mitre Square, estaba el almacén de Walter Williams & Co. Junto a ese edificio, vivía un agente de policía llamado Richard Pearce; más adelante, había una vieja casa deshabitada. En la zona norte se encontraba un almacén que contaba con un vigilante llamado George Morris. Morris había sido policía, pero ya estaba retirado y hacía las funciones de vigilante en el almacén Kearl & Tonge. Las crónicas aseguran que en el momento del asesinato estaba barriendo el almacén, por lo que resulta desconcertante que no escuchara nada.

Entre aquel almacén y otro de los mismos propietarios se abría el pasaje que conducía hasta Saint James's Place. Ese segundo almacén y otro local que pertenecía a la firma Horner & Son delimitaban el pasaje que permitía el acceso a la plaza desde Duke Street.

En la zona sureste de Mitre Square existía un patio y un acceso cerrado mediante una valla a través del cual se llegaba a unas casas. De igual modo, la parte de atrás de las viviendas que miraban a Mitre Street daban a la plaza donde Jack cometió el asesinato. En esas casas solo vivía el señor Taylor, un orfebre. Justo en esa zona de la plaza encontraron muerta a Catherine.

De modo que el escenario que Jack tenía a su disposición era extraordinariamente peligroso para sus intereses. Es cierto que la plaza no estaba bien iluminada, pero era un lugar muy frecuentado, incluso por la noche, y al que se podía acceder por tres sitios distintos. Además, un policía hacía la ronda y un vigilante barría en el almacén vecino. A aquellas horas de la noche Mitre Square estaba absolutamente en silencio, de manera que resulta inexplicable que nadie oyera nada y nadie viera huir al asesino.

Jack el Destripador actuó de un modo absolutamente temerario para cometer el crimen más espeluznante de cuantos había realizado hasta entonces. ¿Por qué destrozó el cuerpo de Catherine Eddowes del modo en que lo hizo? ¿Tal vez estaba especialmente irritado por no haber podido terminar lo que había empezado con Elisabeth Stride?

Existía otra teoría que Sergio conocía tras haberla leído en una obra del investigador Tom Cullen: Catherine conocía la identidad de Jack el Destripador y tal vez pretendió chantajearlo. Por ese motivo, según señalaba Cullen, ella y su compañero Kelly regresaron a Londres el jueves 27 de septiembre abandonando el trabajo en el campo que estaban realizando.

Catherine se despidió de Kelly a las dos de la tarde de aquel sábado 26 de septiembre dispuesta a entrevistarse con Jack y a tratar de sacarle dinero. Tal vez Eddowes habló con Jack y se citaron a esa hora de la noche en Mitre Square, y eso explicaría la enorme fortuna que tuvo Jack para encontrar a dos mujeres a las que asesinar en menos de una hora. Sin embargo, es solo una teoría.

Lo único cierto es que alrededor de las dos menos cuarto el agente Edward Watkins alumbró con su asmática linterna el cuerpo destripado de Catherine. Espantado, pidió ayuda a gritos al vigilante Morris. Después, hizo sonar su silbato frenéticamente hasta que atrajo la atención de los agentes James Harvey y James Thomas Holland. De inmediato, llamaron al doctor forense Gordon Brown.

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