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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (29 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Diego interrumpió la lectura. En su caso no había la menor duda de que Daniela Obando había sido asesinada en otro lugar y su cuerpo fue colocado, de un modo que ahora sabía que no era nada casual, en el pasaje donde fue hallada también por un obrero que iba a su trabajo. Había indudables coincidencias, como las heridas que había sufrido la víctima, el día del crimen (31 de agosto), el famoso sombrero de paja (cuya pista se estaba siguiendo tratando de localizar dónde pudo haber sido comprado, aunque de momento no habían tenido éxito en sus pesquisas), la disposición de los brazos a lo largo del cuerpo, la cabeza mirando hacia el este, y sobre todo el sigilo con el que el criminal había trabajado.

El doctor Llewellyn dictaminó que la hora de la muerte se había producido unos treinta minutos antes (sobre las cuatro menos veinte). El cuerpo estaba ya frío cuando él llegó a Buck's Row. En su informe el doctor constató: laceración en la lengua, hematoma en el lado derecho del maxilar inferior (dedujo que tal vez se produjo por un puñetazo o «por la presión del pulgar» del asesino), magulladura circular en la parte izquierda de la cara, y dos cortes en el cuello (una incisión de diez centímetros de largo que comenzaba a dos centímetros y medio por debajo de la mandíbula, bajo la oreja izquierda, y otra que comenzaba también en el lado izquierdo dos centímetros por debajo de la primera y un poco separada de la oreja. Tenía unos veinte centímetros de longitud y atravesó vasos sanguíneos, tejido muscular y cartílago, rozando las vértebras, y finalizó a siete centímetros y medio del lado derecho de la mandíbula).

Realizó una descripción muy vaga de unos cortes abdominales: una incisión irregular en el lado izquierdo del abdomen y tres o cuatro cortes descendentes en el lado derecho, aparte de cortes transversales y pequeños tajos «en las partes pudendas».

Llewellyn llegó a la errónea conclusión de que el asesino era zurdo, imaginando que el ataque se había producido cara a cara con la víctima, de ahí que comenzaran los cortes del cuello de izquierda a derecha. Además, creyó que las heridas mortales habían sido las producidas en el abdomen y que los cortes en el cuello fueron posteriores. Lo pensó porque no observó sangre abundante en el lugar, pero en realidad la mayor parte de la sangre estaba bajo el cuerpo de la víctima, que él no se molestó en mover. Y dictaminó que el arma criminal había sido un cuchillo de hoja larga y muy afilada.

Ahora bien, los datos de la autopsia, practicada al día siguiente (1 de septiembre) han desaparecido, de modo que es muy posible que las informaciones que conocemos no hagan verdadera justicia al horror que los transeúntes que pronto fueron llenando la calle pudieron descubrir.

¿Es casual la desaparición de esos datos? Muchos informes sobre Jack el Destripador se han perdido, al igual que los de otros criminales, pero ¿existe realmente un rippergate?
[67]
¿Sabía algo Scotland Yard que se quiso ocultar?

Hay muchos autores que coinciden en el hecho de que era frecuente que se perdieran informes sobre los casos, de modo que se llevaron después a los archivos municipales de Kew. Parece ser que los archivos de los funcionarios se destruían de un modo habitual a finales del siglo
XIX
cuando cumplían sesenta y un años. Y, por otro lado, la central de Scotland Yard fue destruida parcialmente en un bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque existen otras fuentes de información, y algunos autores proponen que tal vez el doctor se autocensura para no dar detalles morbosos durante el juicio. Algunos debaten si las heridas tenían algo que ver con las que habían provocado la muerte a otras prostitutas anteriormente.

Existe cierto consenso entre los especialistas a la hora de afirmar que el asesino de Mary Ann Nichols fue el mismo que después acabó con la vida de las siguientes mujeres. Estiman que la herida abdominal por la que se veían los órganos internos de la mujer hubiera sido la puerta de acceso que Jack emplearía para destriparla tras su muerte, llevándose alguno de sus órganos, como hizo en crímenes posteriores. Pero tal vez en el instante en que iba a proceder a realizar su siniestra tarea escuchó unas pisadas que anunciaban que alguien se aproximaba. Sin duda, el cochero Cross aguó su cruenta fiesta, que hasta ese instante había llevado a cabo con una sangre fría estremecedora y una pericia sospechosa.

Obviamente, el doctor Llewellyn se equivocó al imaginar un asesino zurdo que había matado a su víctima cara a cara asestándole una puñalada en el abdomen. Los especialistas se muestran convencidos de que Jack acechaba a sus víctimas o les proponía relaciones sexuales para, en un momento de descuido, atacarlas por la espalda.

Mary Ann llevaba encima en el momento de su muerte todo cuanto poseía en aquel mundo cruel en el que le tocó vivir. Además del sombrero de paja, una chaqueta marrón que contaba con siete botones de latón, un mantón de franela, un vestido de gasa, dos enaguas, medias negras de algodón, leotardos, un corsé marrón, botas de hombre, un peine, un pañuelo y un pedazo de espejo roto.

¡Un peine, un pañuelo y un espejo roto! ¿En qué clase de locura se había dejado atrapar?, pensó Diego. Sergio Olmos había sospechado que aquellas cosas podían haber aparecido en el cadáver de Daniela Obando, pero ¿cómo iban a imaginar en la comisaría que aquello tenía algo que ver con un crimen que había sucedido en 1888 en Londres? ¿Debía sospechar del escritor por haber deducido aquello con tan pocas pistas como eran las heridas en la garganta y el sombrero de paja del que había hablado la prensa hasta entonces? ¿Sergio era muy inteligente o era un claro sospechoso? ¿Habría escrito él mismo la carta que les entregó?

Ojeó el resto del informe sobre el crimen de Polly Nichols y descubrió que no aportaba mucho más a lo que el propio Tomás Bullón había publicado en la segunda entrega de su gran exclusiva. Tan solo se detuvo en la lectura de algunas noticias de prensa de la época que se habían añadido al
dossier
y que aparecían traducidas.

Times de Londres, sábado 1 de septiembre de 1888.

Otro asesinato de la peor especie se cometió en las cercanías de Whitechapel en las primeras horas de la madrugada de ayer. El autor y sus motivos siguen siendo un misterio. A las cuatro menos cuarto, el agente de policía Neil pasó por Buck's Row, en Whitechapel, y encontró un cadáver de mujer tendido sobre la acera. Se detuvo para levantarlo creyendo que estaba ebria, y descubrió que le habían cortado la garganta casi de oreja a oreja. Estaba muerta, aunque el cadáver aún conservaba su calor. Buscó ayuda al momento y envió a alguien a la comisaría y a buscar a un médico. El doctor Llewellyn, cuya consulta está a menos de cien metros del lugar, fue avisado y corrió a la escena del crimen. Hizo un examen rápido del cadáver y descubrió que, además del corte en la garganta, la mujer presentaba horribles heridas en el abdomen.

La policía no tiene ninguna teoría sobre los hechos excepto la de que quizá exista una banda de rufianes en el vecindario, que se dedica a hacer chantaje a estas desafortunadas mujeres y se venga de las que no encuentran dinero para ellos. Sus sospechas se basan en que, en menos de doce meses, otras dos mujeres han sido asesinadas en la zona, presentando heridas similares, y abandonadas en la calle a primera hora de la madrugada.

Otros periódicos de la época, como
Daily News, Daily Telegraph, East London Advertiser, Echo, Evening News
o
Star
publicaron informaciones similares el día 1 de septiembre y siguieron la noticia en ediciones posteriores. Diego imaginó lo que se les vendría a ellos encima si se producía un nuevo crimen en la ciudad. Por el momento, la historia había tenido una repercusión relativamente importante. Era cierto que la denuncia de Bullón sobre los datos omitidos en la rueda de prensa había atraído a algunos medios nacionales, pero pronto amainaría el temporal. El único peligro era Bullón, que parecía haber olfateado una historia fabulosa en aquel crimen. Pero si se cometía un nuevo asesinato, el barrio se llenaría de periodistas y reinaría un clima de histeria realmente peligroso. Por lo que dedujo de la lectura de aquellos recortes de prensa, el asunto de Jack fue un filón para algunos de aquellos periódicos. El resumen de todo lo publicado, en líneas generales, coincidía con el informe que Sergio Olmos le había facilitado. Sin embargo, hubo dos datos que reclamaron su atención. Por un lado, la mención expresa que se hacía en algunos periódicos a Frederick George Abberline
[68]
, un inspector de Scotland Yard de cuarenta y cinco años de edad sobre cuyas espaldas recayó la dificultosa tarea de coordinar a todas las fuerzas de seguridad implicadas en el caso. Aquella tarea era casi imposible porque todos recelaban de todos, y eso a pesar del enorme prestigio que Abberline tenía en el cuerpo y del conocimiento que poseía de la zona, dado que había servido anteriormente en Whitechapel como inspector de la policía metropolitana.

El segundo dato que le llamó la atención fue el publicado en el
New York Times
del 1 de septiembre, porque ofrecía una clara discrepancia con todos los demás periódicos, en los que se afirmaba que nadie había escuchado nada sospechoso en la noche del crimen. No obstante, el periódico americano comenzaba su crónica de otro modo bien distinto.

Londres, 31 de agosto.

Un extraño y horrible asesinato tuvo lugar en Whitechapel esta madrugada. La víctima es una mujer que a las tres fue derribada por un desconocido y atacada con un cuchillo. La mujer intentó escapar y corrió unas cien yardas, varias personas que viven en las casas adyacentes oyeron sus gritos de auxilio. Pero nadie acudió a ayudarla…

¿Qué era aquello? ¿Por qué ningún otro periódico citaba a esos supuestos testigos? ¿Acaso fue una deformación de los hechos propiciada por el corresponsal? Diego sintió nacer en su interior la esperanza. Tal vez, se dijo, pudieran encontrar aún a algún testigo.

Todo lo demás, los errores de la policía de la época, su falta de medios y el modo en que se llevó el asunto por parte de aquellos colegas decimonónicos, ya había sido suficientemente aireado en el artículo de Tomás Bullón y Diego prefirió no leerlo. En cambio, trató de situarse en Buck's Row para compararlo con el pasaje de la calle José María Pereda que tan bien conocía. Al imaginar la escena que se encontraron los dos cocheros y los policías, tan parecida a la que él mismo vivió ante el cadáver de Daniela Obando, sintió un terrible deseo de abrazar a Marja. Tan solo unos cientos de metros separaban la casa de su novia de aquel siniestro callejón.

13

8 de septiembre de 2009

E
ran las doce de la mañana y Sergio recorrió con la mirada una vez más el portal junto al cual había aparecido el cadáver de Daniela Obando. Llevaba allí más de media hora tratando de imaginar qué había ocurrido en aquel oscuro lugar nueve días antes. El pasaje conducía desde una amplia plaza hasta la transitada calle José María Pereda. Justo enfrente había una extensa explanada acondicionada como aparcamiento, que era donde tenía estacionado su coche Salcedo, el hombre que encontró el cadáver. A la derecha del pasaje, entrando por José María Pereda, había un club de alterne, pero, por lo que se había publicado, la víctima no tenía nada que ver con el mundo de la prostitución.

Sergio había evitado hasta ese momento mirar cara a cara aquel suceso, pero el artículo publicado por Tomás Bullón y los nuevos datos que habían salido a la luz hacían que ya no pudiera mentirse a sí mismo durante más tiempo: aquello iba en serio. Quienquiera que fuese el autor de la carta que le habían entregado en Baker Street le conocía y le había retado personalmente a descubrirlo. Sin embargo, el asesino debía estar completamente loco para imaginar que la pasión que Sergio tenía por Sherlock Holmes lo capacitaba para deducir del mismo modo que el mítico detective consultor. Sergio tenía una memoria excelente y conocía mil detalles de las aventuras holmesianas que otros lectores olvidan o pasan por alto. Era también un novelista de éxito, pero no tenía las dotes de observación y deducción que, por lo visto, el asesino le presuponía.

No quedaba ni rastro de sangre junto al portal y, aunque se esforzó en imaginarse la escena, no logró sacar ninguna conclusión a propósito de qué pintaba él en todo aquel asunto.

El autor de la enigmática carta en la que retaba a Sergio había elegido para su redacción un juego de palabras, un código cifrado, que se mencionaba en la primera investigación que un joven Sherlock Holmes llevó a cabo en sus años universitarios. En los tiempos de «El Gloria Scott» Holmes tenía veinte años, no conocía a Watson y ni siquiera se había planteado aún ser detective profesional. De todos modos, no parecía que fuera casual que el asesino hubiera elegido aquella aventura, puesto que durante la misma el primer cliente de Holmes, el padre de su amigo Víctor Trevor, murió. Y aunque es cierto que no se puede culpar directamente a Sherlock de aquella muerte, sí se le puede reprochar el no advertir el peligro que corría el viejo Trevor. Y más grave fue su error en la aventura «Las cinco semillas de naranja», que parecía haber inspirado al enigmático remitente de su carta para meter dentro del sobre cinco pétalos de violeta. En aquella ocasión Holmes minusvaloró las capacidades de sus adversarios, nada menos que el Ku Klux Klan, cuando le dijo a su cliente, John Openshaw, que podía regresar a su casa con la convicción de que sus enemigos no le causarían daño alguno, al menos de momento. Pero se equivocó trágicamente, y el joven Openshaw fue asesinado.

—Dos errores de Holmes —murmuró Sergio mientras abandonaba el oscuro pasaje.

No había duda alguna de que el autor de las cartas conocía las aventuras holmesianas con cierto detalle. Pero ¿por qué había cambiado las semillas de naranja por pétalos de violeta? Era evidente que el asesino no pretendía retar a Holmes, sino a Sergio.

Durante la siguiente media hora vagabundeó por el barrio norte. Hacía más de diez años que no recorría aquellas calles estrechas donde se amontonaban bloques de viviendas destinados en su día a acoger gran parte del aluvión de mano de obra que había llegado cuatro o cinco décadas antes para trabajar en las entonces boyantes industrias locales. Ahora, el paro y la desesperación se habían instalado en muchas de aquellas viviendas.

A los pocos minutos se dio cuenta de cuánto había cambiado aquel barrio. Ni él ni su familia habían vivido allí, sino en el centro, la zona más comercial. Pero todo el mundo en la ciudad conocía aquel distrito por ser uno de los más antiguos y emblemáticos. La iglesia de la Anunciación era el mojón que lo separaba del centro urbano, de manera que casi todo el mundo conocía aquellas calles. Pero ahora, al mirar a su alrededor, Sergio tuvo dudas. Las calles eran las mismas, y los patios y callejones tortuosos seguían en el mismo lugar, pero la gente que iba y venía en nada se parecía a la de sus recuerdos. Se cruzó con numerosos norteafricanos, con negros de las más diversas procedencias, con orientales y con hombres y mujeres que parecían proceder de todos los países de la Europa del Este. Recordó el artículo de Bullón y sintió vértigo al pensar qué sucedería si alguien relacionaba aquel crimen con una acción de violencia xenófoba.

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