Las violetas del Círculo Sherlock (25 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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De haber estado allí, Guazo habría ofrecido mil detalles sobre el inseparable compañero de Holmes, pensó Sergio, pero creía que con lo que él mismo recordaba era suficiente para hilvanar parte de un futuro capítulo de su libro.

En diciembre de 1887 murió la primera esposa del médico, Constance Adams. Las navidades de aquel fatídico mes comenzaron, no obstante, con un nuevo caso para Holmes en el que su compañero estuvo presente. El propio doctor comienza su narración de «El carbunclo azul»
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diciendo que acudió a Baker Street dos días después de Navidad con el propósito de transmitir al detective las felicitaciones propias de la época.

Cuando entró en la habitación, Watson encontró a Holmes en bata, tumbado en el sofá y rodeado de periódicos que parecía haber devorado. La conversación que tuvo lugar entre ambos podría considerarse como profética, a tenor de la enigmática nota que le fue entregada en Baker Street poco después.

—Entre las acciones y reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cualquier combinación de acontecimientos es posible… —dijo Holmes.

El detective consultor había hecho aquella afirmación a propósito de los cuatro millones de londinenses que se movían de un lado para otro, mientras contemplaba la calle desde la ventana de su salón. Sergio estaba cerca de comprobar hasta qué punto un día como otro cualquiera puede convertirse en extraordinario.

Tras resolver el caso del carbunclo azul, un rubí de increíble belleza que había sido robado, la pareja se vio involucrada en una historia que nunca fue publicada por Watson
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, pero no ocurrió lo mismo con la siguiente aventura. El doctor tuvo motivos especiales para relatarla de un modo prolijo, pues durante la misma se menciona por vez primera la figura siniestra de James Moriarty, de quien Holmes sospechaba que era el cerebro que coordinaba en la sombra el mundo del crimen de Londres
[63]
.

John Watson conoció a Mary Morstan, su segunda esposa, durante la resolución del problema titulado «El signo de los cuatro», cuyos hechos tuvieron lugar entre martes 18 y el viernes 21 de septiembre de 1888. Era una joven rubia, menuda y delicada que vestía, a decir del doctor, de un modo exquisito. Con ella se estableció en Paddington.

Sergio rememoraba aquellos pasajes literarios sin poder evitar que el recuerdo de José Guazo cruzara por su mente. Nunca nadie había defendido tanto al galeno como aquel estudiante de medicina y miembro del Círculo Sherlock.

En cierta ocasión, precisamente el día en que Marcos Olmos iba a asistir por vez primera a una de las reuniones del círculo tras la muerte de Bada, hubo una disputa a propósito del carácter mujeriego de Watson.

El grupo estaba aguardando la llegada de Marcos, que había dicho a Sergio que iría por su cuenta a la reunión. Los minutos se fueron alargando y el ambiente, sin saber por qué, se espesó. Sigler tuvo entonces la ocurrencia de hacer un comentario que pretendió ser gracioso, pero que desencadenó la tormenta.

—Cuando pienso en el pobre Watson, no puedo comprender cómo han llegado a decir algunos estudiosos que Holmes y él eran homosexuales. ¿Acaso no han advertido cómo babeaba el doctor cada vez que aparecía una dama?

Aquella afirmación fue acogida con risas de asentimiento por todo el mundo, salvo por Guazo.

—No le consiento a usted que hable en ese tono —vociferó.

—¡Por favor, no se ponga así, señor Guazo! ¿No recuerda lo que escribió Watson sobre Mary Morstan en «El signo de los cuatro»?

Guazo frunció el ceño.

Al comienzo de la historia, Watson se demora retratando con crudeza a su compañero de piso, puesto que tras la muerte de Constance había regresado a Baker Street. El doctor dibuja a Holmes como un hombre autodestructivo, que considera la existencia un aburrimiento si no sale a su encuentro algún reto intelectual. Su mente, aseguraba, se rebelaba contra el estancamiento, razón por la cual buscaba un plácido asilo en la cocaína disuelta al siete por ciento. Sus dedos, largos y blancos, dice Watson, se movían nerviosos en esos periodos de inactividad.

—A usted lo que le molesta son las críticas que Holmes hace de
Estudio en escarlata
durante esa aventura —dijo aquel lejano día Sergio, para mayor enojo de Guazo.

En efecto, durante las primeras líneas de ese relato el detective se burla, una vez más, del estilo literario de su amigo. Le reprocha que en la publicación de
Estudio en escarlata
haya barnizado de romanticismo un problema que debía haber sido enfocado, según su criterio, de un modo frío y sin emoción, como requería la ciencia en la que él convertía sus investigaciones.

—Bastante desgracia tenía Holmes de ser un desagradecido con el único hombre que lo soportaba y que daba a conocer sus capacidades —replicó Guazo—. Mi indignación no se debe a que se haya citado
El signo de los cuatro
porque en sus páginas Holmes se burle del estilo literario del mejor hombre que jamás se cruzó en su camino. Mi indignación nace del concepto que todos ustedes tienen del doctor.

—¿Quién de ustedes recuerda de qué material era la pipa de Holmes que se menciona en ese relato? —preguntó Víctor Trejo, con el claro propósito de rebajar la tensión.

—De raíz de brezo, naturalmente —respondió de inmediato Sergio.

—Todos ustedes prestan únicamente atención a lo que dice o hace ese vanidoso detective, pero lo más lamentable es que no son capaces de ver quién es su creador.

—¿Otra vez vuelve usted con eso de que Watson creó a Holmes? —intervino Morante.

—Watson tenía bastante con mirar a las mujeres como si fuera un sátiro —dijo Sigler, provocando un coro de risas y un mayor despecho en Guazo—. Fijaos cómo babea al describir a la señorita Mary Morstan. —Carraspeó y leyó las frases del libro que tenía en sus manos—: «Su rostro no tenía facciones regulares ni una complexión hermosa, pero su expresión era dulce y amistosa, y sus grandes ojos azules resultaban particularmente espirituales y atractivos». —Hizo un alto y añadió con una mueca irónica en la boca—: Y ahora llega lo mejor, cuando nos habla de su experiencia con las faldas: «A pesar de que mi experiencia con las mujeres abarcaba muchas naciones y tres continentes distintos, yo jamás había visto un rostro que ofreciera tan claros indicios de un carácter refinado y sensible».

Sigler detuvo la lectura y recorrió con la mirada los rostros de todos los demás. Después, estalló de nuevo la risa, mientras el rostro de Guazo se acaloraba aún más.

—Todos ustedes se creen muy listos —dijo encolerizado—, pero en el fondo no saben más que lo que Holmes hace o dice. Y ustedes —miró a Bada y a Bullón— solo prestan atención a los secundarios, o a los malvados, como hace usted. —Morante inclinó la cabeza en señal de asentimiento—. Pero ¿cuántos han prestado atención a lo que Watson hace o dice? ¿Quién de ustedes, por ejemplo, recuerda qué tipo de bala recibió Watson en Afganistán? Él mismo lo dice unas líneas antes de que se mencione la dichosa pipa de raíz de brezo.

Todos los miembros del Círculo Sherlock enmudecieron. Nadie, ni siquiera Sergio Olmos, sabía la respuesta. Guazo los miró con profundo desprecio, incluso a Sergio. Y entonces se escuchó una voz grave y algo pastosa.

—Fue una bala de
jezail
, una especie de mosquete que usaban los guerrilleros afganos.

Todos se giraron, pero Sergio ya sabía quién era el dueño de aquella voz grave y masculina: Marcos acababa de llegar.

El bullicio urbano estaba cerca de su cénit diario mientras Sergio caminaba despreocupadamente aquel día, que ahora le parecía lejano, por las inmediaciones de la estación de metro de Paddington. De vez en cuando se detenía, observaba los edificios y trazaba imaginarios itinerarios que, pensaba, Watson debía haber realizado por aquella zona, a la que se trasladó tras casarse en el mes de mayo de 1889.

Presuponía que la boda debía de haber tenido lugar en ese mes, dado que durante el mes de abril el doctor había colaborado con Holmes en la resolución de «El misterio de Cooper Beeches»
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, y a lo largo de sus páginas no hay mención alguna a un cambio en el estado civil de Watson. Sin embargo, en el relato siguiente, «El misterio de Boscombe Valley»
[65]
, las circunstancias personales del doctor habían variado.

Para un erudito holmesiano como Sergio Olmos, no era difícil recordar el inicio de aquel relato. Watson no deja lugar a la duda cuando escribe en la empuñadura de su narración: «Estábamos una mañana sentados mi esposa y yo cuando la doncella trajo un telegrama».

Luego era evidente que ya había contraído matrimonio.

Para su sorpresa, era Holmes quien remitía el telegrama anunciando que había sido reclamada su presencia en Boscombe Valley y que tenía pensado partir en tren precisamente desde Paddington, donde vivía Watson, a las once y cuarto. Añadía que nada le complacería más que ser acompañado por su viejo amigo.

Sergio recordaba que aquellas urgencias propias de Holmes siempre habían sido juzgadas por José Guazo como un ejemplo más del egoísmo del detective. A su juicio, evidenciaban la poca consideración que tenía para con su amigo y para con el resto del mundo. Todo parecía tener que girar a su alrededor, solía añadir. Y tal vez no le faltaba algo de razón, porque aquel telegrama solo dejaba media hora de margen al bueno del doctor para convencer a su esposa de que le permitiera marchar (si bien en el relato ella se muestra extrañamente condescendiente, teniendo en cuenta los peligros que siempre rodeaban a Holmes, e incluso propone que un médico amigo atienda a los pacientes de su marido) y vestirse para la ocasión.

¿Dónde pudo haber tenido lugar aquella escena?, se preguntaba Sergio mirando a un lado y a otro, como si la ciudad no hubiera mudado su aspecto mil veces desde hacía más de un siglo. ¿Dónde había estado el hogar de Watson en Paddington?

Semejantes interrogantes, con casi toda seguridad, no se los planteaba ni una sola de las miles de personas que circulaban por las calles adyacentes. La excentricidad era tan notable que lo más razonable hubiera sido pensar que nadie más que Sergio vivía en la ficción de un Londres Victoriano que no solo ya no existía, sino que para el mundo cuerdo jamás había existido, puesto que pertenecía a la ficción literaria.

Unos vigorosos golpes en la puerta de su habitación arrastraron a Sergio desde sus recuerdos hasta su presente en aquel hotel. Sin duda, imaginó, era Marcos quien aporreaba de aquel modo la puerta. Y acertó.

—Tienes que leer esto. —Marcos irrumpió en la habitación como un ciclón. A pesar de haber adelgazado del modo en el que lo había hecho, su elevada estatura y su porte hacían de él un hombre espectacular. Un rayo de sol se filtró por la ventana y provocó un gracioso brillo sobre su cabeza afeitada.

Guazo entró en la habitación a continuación. A Sergio le pareció que su piel era aún más traslúcida, y que la huella de la enfermedad que había padecido lo había dejado ciertamente deteriorado. Pensó que tenía que preguntarle a su hermano qué tipo de dolencia había padecido el médico. Pero su atención se desvió de inmediato hacia el titular de una noticia que aparecía en el periódico que su hermano le había dado: «La policía ocultó información sobre el asesinato de una mujer inmigrante».

Levantó la cabeza y miró a su hermano. Marcos lo apremió a leer.

—Fíjate quién lo escribe —dijo Guazo.

Los ojos de Sergio volaron hasta el final del artículo.

—¡Tomás Bullón! —exclamó el escritor—. ¿Cómo es posible?

—Imagínate cómo deben estar en la comisaría. —Marcos miró por la ventana de la habitación. El sol le obligó a entornar los ojos—. Si lo que escribe Tomás es cierto, la cosa va a traer cola.

Los tres amigos comieron juntos en un céntrico restaurante de la ciudad. La comida era magnífica. Siempre había sido así en La Villa. Guazo, no obstante, comió poco, y Marcos tampoco parecía ser el hombre de apetito voraz que Sergio recordaba.

—Los años no pasan en balde —se disculpó el hermano mayor.

Pero la comida no fue el tema central de la conversación. Después de que los tres se pusieran al día sobre lo que había sido de sus vidas en los últimos años en los que el contacto de Sergio con ellos apenas había existido, la conversación derivó una vez más hacia el artículo firmado por Bullón. A pesar de todo, a Sergio no le había pasado inadvertida cierta sensación de incomodidad en Guazo y en su hermano cuando les contó el modo en el que Clara había conseguido la documentación básica para su aclamada y premiada novela. Se prometió que buscaría un momento más adecuado para preguntarle a solas a su hermano sobre el particular.

—Todo esto parece una pesadilla —reconoció Sergio—. Primero, la carta cifrada en la que un loco reta a Holmes a través de mi persona; luego, el asesinato de esa desconocida, y ahora confirmamos nuestra sospecha de que Jack ha regresado.

—Habrá que ir mañana a ver al inspector Bedia —propuso Marcos.

Sergio tuvo una idea.

—¿Aún conserváis alguno de vosotros los dossieres que elaboramos en el círculo sobre los crímenes de Jack?

—Naturalmente —respondió ofendido Marcos—. ¿Tú no?

No. Sergio reconoció que no había guardado aquella información que habían elaborado en sus tiempos de estudiantes, cuando decidieron jugar a especular sobre qué papel había tenido realmente Sherlock Holmes durante los asesinatos que Jack el Destripador cometió en Londres durante el final del verano y el comienzo del otoño de 1888.

La polémica se suscitó gracias a Morante, que fue quien lamentó que Holmes se hubiera inhibido de un modo tan escandaloso durante aquellos crímenes. ¿Cómo fue que no los investigó? ¿Acaso tuvo miedo?

Las discusiones fueron intensas y en ocasiones muy subidas de tono. Unos defendían a Holmes —Sergio, Marcos y Víctor—; otros lo criticaban —Bullón, Morante y Sigler—. El segundo grupo atacaba al primero argumentando que la inacción del detective durante aquellos crímenes demostraba sin el menor género de dudas que Holmes no fue un personaje real. En su opinión, de haber existido, la conducta de Holmes no tenía excusa alguna. Obviamente, aquel ataque en toda regla iba dirigido a Víctor Trejo, que se mantenía firme en su idea de que Holmes fue alguien real. Mientras tanto, Marcos y Sergio, que rebajaban las expectativas de los más apasionados y recordaban que Sherlock era un personaje de ficción, se defendían aduciendo que sir Arthur Conan Doyle lanzó algunas teorías realmente interesantes a propósito de Jack el Destripador después de haber investigado personalmente esos crímenes. Además, los defensores de Holmes recordaban lo ocupado que había estado el genial detective en aquellos meses en los que Jack cometió sus atroces crímenes, pero al mismo tiempo que esgrimían su argumento se daban cuenta de lo poco convincente que resultaba.

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