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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (21 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—¿De qué coño está usted hablando? —Diego sintió de pronto que estaba viviendo algún tipo de pesadilla. No era posible que él se viera involucrado en semejante historia de folletín. Pero al mismo tiempo una luz diminuta se iba abriendo en su mente indicándole que merecía la pena seguir escuchando a aquel trío tan singular.

—Le está anunciando que habrá más muertes —explicó Guazo, quien pareció haber recuperado la compostura.

—¡Exacto! ¡«Las cinco semillas de naranja»! —exclamó alborozado Marcos.

Diego lanzó una mirada suplicante hacia Sergio, en quien lentamente había creído descubrir un grado menor de chifladura que en los otros dos. Parecía un hombre inteligente y de buena posición económica, a juzgar por su impecable traje, sus zapatos de marca y todo lo demás. Un tipo con mucho mundo recorrido que podría haber decidido quedarse en Londres o donde le diera la puñetera gana y no haber traído aquella carta hasta su despacho.

—Verá usted —Sergio pareció comprender la llamada de auxilio del policía—, mi hermano se refiere a otro de los relatos de Holmes. En «Las cinco semillas de naranja» Sherlock recibe un día de una terrible tormenta la visita de un cliente.

—Para ser del todo precisos —intervino Marcos—, hablamos de finales de septiembre de 1887, y el cliente se llamaba John Openshaw.

Diego pasó por alto aquella información, que le pareció irrelevante y le confirmó su sospecha de que el hermano mayor estaba más loco que el pequeño, y animó a Sergio a proseguir.

—Resultó que la familia de Openshaw había vivido en América, pero años antes un tío suyo había regresado a Inglaterra estableciéndose en Sussex. Allí pasaba sus días disfrutando de una considerable fortuna, hasta que un día recibió una carta que contenía cinco semillas de naranja. Era la advertencia de su inminente muerte, según después se comprobó.

—La amenaza se cumplió —añadió Guazo—. Lo perseguía el Ku Klux Klan. Y no fue la única muerte.

—¿Y creen que quien ha escrito esta carta ha jugado con la misma idea?

—En efecto —admitió Sergio—. Lo que no sabemos es por qué ha preferido las cinco violetas en lugar de las cinco semillas de naranja.

—¿Y por qué el asesino del que ustedes me hablan iba a dirigirse a usted, señor Olmos?

—No lo sé —admitió Sergio—. No tengo ni idea, pero sí le puedo decir que la elección de «El Gloria Scott» y «Las cinco semillas de naranja» no es casual. De los sesenta relatos protagonizados por Holmes y que fueron publicados, en muy pocos fracasó, y aún en menos murieron sus clientes. Pues bien —hizo un alto para mirar directamente al inspector—, en esos dos relatos sus clientes fallecieron porque Holmes se equivocó.

—Ya, muy bien. —Diego trataba de valorar todo aquello y aún no sabía en qué casilla clasificarlo—. De momento, la carta se queda aquí —anunció—. La enviaremos a la policía científica para ver si son capaces de encontrar algo. ¿Cuándo se la entregaron a usted?

—El día 27 de agosto —contestó Sergio—. Cuatro días antes de que esa joven apareciera muerta.

—Inspector —intervino Marcos—, además de las huellas de mi hermano, en la carta encontrarán las mías. No tuve la precaución de ponerme guantes cuando Sergio me la mostró en mi casa.

Diego asintió y anotó la información. Miró a Guazo y le preguntó si él también la había tocado. El médico negó con la cabeza. Marcos le había recitado el mensaje, pero no llegó a tocar el sobre.

—¿Me dice que ha sido escrita en su ordenador? —preguntó Bedia. Sergio asintió—. Necesitaremos echarle un vistazo.

—Ningún problema —dijo Sergio—. A primera hora de mañana se lo traeré yo mismo, si le parece bien.

Diego se mostró conforme.

—¿Y por qué cree que alguien le haría llegar una carta así?

—Para eso tendremos que hablarle del Círculo Sherlock —repuso Sergio.

Durante la siguiente media hora, el inspector de policía Diego Bedia recibió una clase magistral de las aventuras de Sherlock Holmes al tiempo que tenía noticia, por vez primera en su vida, de la increíble existencia de un grupo de universitarios que, veinte años antes, había organizado una tertulia literaria a la que asistían vestidos según la moda victoriana. El maestro conductor del relato fue Sergio, pero contó con la inestimable aportación del doctor José Guazo, quien, por otra parte, había ingresado en semejante club antes que ninguno de los presentes. Guazo explicó cómo un día había coincidido con un estudiante de economía llamado Víctor Trejo y con la novia de este, una preciosa joven llamada Clara Estévez, en la entrada de un cine club donde se proyectaba una película en la que Peter Cushing daba vida al famoso detective. Mientras aguardaba su turno en la fila para adquirir la entrada, Guazo escuchó la disputa que la pareja sostenía a propósito de cuándo había tenido lugar la primera boda del doctor Watson. Mientras Clara sostenía que la ceremonia se había celebrado el 1 de mayo de 1889, Víctor Trejo lo negaba vigorosamente.

—Como comprenderá —explicó Guazo al policía—, me vi obligado a intervenir.

Diego no salía del asombro. Aquella gente hablaba sobre Sherlock Holmes y Watson como si tal cosa, e incluso aquel doctor, Guazo, al que conocía por alguna referencia, hablaba con total seriedad a propósito de la obligación que creyó tener de intervenir para zanjar una discusión sobre el primer matrimonio de Watson. Todos ellos parecían haber escapado de algún centro psiquiátrico. No obstante, guardó silencio y animó al médico a proseguir.

—Naturalmente, le di la razón a la joven —explicó Guazo—. Añadiendo a su información que el primer día de mayo de 1889 había caído en miércoles.

Y así fue como se estableció la relación entre Trejo y Guazo. Por aquel entonces el grupo solo estaba integrado por el propio Víctor Trejo y por Enrique Sigler, el adinerado heredero de una familia de industriales catalanes. Más tarde se sumaron a las tertulias Jaime Morante, Sebastián Bada y Tomás Bullón. Finalmente, llegó al grupo Sergio y, por último, su hermano Marcos tras la muerte de Bada.

Después de escuchar la historia completa del Círculo Sherlock, el inspector Bedia tuvo que reconocer que en aquel relato había algunos elementos ciertamente notables a los que debería prestar atención en los próximos días. Para empezar, sus singulares informadores le habían proporcionado datos curiosos sobre el pasado universitario del candidato a las elecciones municipales Jaime Morante, quien había protagonizado un mitin político en el barrio horas antes de que asesinaran a Daniela Obando. Seguidores suyos habían apaleado en aquellas calles a Ilusión, la uruguaya amiga de Daniela. Luego estaba la interesante relación amorosa que aquella mujer, Clara Estévez, había mantenido con tres de los miembros del círculo: Sigler, Trejo y el propio Sergio Olmos, que había sido su pareja sentimental hasta hacía unas semanas, según le acababan de contar.

Parecía evidente, pensó el inspector, que alguna de aquellas personas estaba íntimamente relacionada con todo aquel asunto, pero había que ver de qué modo y por qué. Aquel juego que se traían entre manos sobre Sherlock Holmes invitaba a pensar que alguien del pasado de Sergio pretendía pasarle factura, pero sin duda aquella era la forma más estúpida en que se puede orquestar una venganza.

—Además de usted —preguntó Diego a Sergio—, ¿quién conoce la clave para acceder a su ordenador? Usted ha dicho que lo había dejado apagado, pero que alguien lo utilizó para escribir esta carta.

—Que yo sepa, solo hay una persona que conozca esa clave —respondió Sergio sin titubeo.

—¿Y esa persona es…?

—Clara, mi antigua… —Sergio se detuvo dudando sobre qué calificativo emplear—, mi antigua agente literaria.

—¿Y dónde se la puede encontrar?

—No sé si estará en Madrid o en Barcelona —respondió, sin poder evitar que el recuerdo de la fotografía de Clara con Enrique Sigler cruzara veloz por su mente.

—Ya —dijo lacónicamente Bedia—. Y, por cierto, el nombre del chico que le entregó la carta —consultó sus notas—: ¡Wiggins! ¿Qué tiene de interés?

—Wiggins era el nombre del líder del grupo de chicos de la calle que servían de informadores a Holmes en los bajos fondos —se apresuró a aclarar Guazo—. No puede ser una casualidad.

—No, creo que no —aseguró Sergio—. Supongo que por eso me dijo cómo se llamaba. Para completar la charada.

—¿Y lo de las violetas? —El inspector los miró con cuidado uno por uno—. ¿Qué creen que significa?

Los tres amigos se miraron y guardaron silencio.

—Dígame una cosa, inspector. —Sergio miró con calma a Diego, en quien lentamente estaba comenzando a confiar—. ¿Han contado ustedes a la prensa todos los detalles de esa muerte?

La pregunta desarmó al policía durante unos segundos. Posiblemente, no había sospechado que pudieran interrogarle a él, y menos sobre un aspecto tan delicado de la investigación.

—¿Qué quiere decir?

Los dos hombres se sostuvieron la mirada. Ambos habían sentido una corriente de simpatía mutua a medida que transcurrían los minutos, pero Diego sabía dónde estaba el límite, y seguramente la frontera del silencio se extendía justo allí donde se había decidido cuando se ofreció la información del asesinato a los medios de comunicación. Y, aunque no podía negar que estaba ciertamente intrigado por la pregunta del escritor, pensó que la versión oficial era la mejor de las versiones posibles, al menos de momento.

—Me he llegado a plantear una teoría sobre ese crimen, pero me parece tan descabellada que ni siquiera me atrevo a compartirla —confesó Sergio—. Además, para que mi teoría tuviera algún sentido, el asesinato debería tener algunos otros componentes que no aparecen en esa noticia de prensa. Por eso le pregunté si habían contado todo.

—No sé a qué se refiere —Diego dudó—, pero lo que se ha contado es aquello que se ha creído oportuno para el buen desarrollo de la investigación.

Aquello era como no decir nada, pero cualquiera podía entender que no se había dicho todo sobre el asunto. El problema para Sergio era saber si lo que no se había dicho era precisamente lo que él sospechaba.

—Entiendo —respondió—. Bien, si no tiene ninguna otra pregunta, será mejor que nos vayamos.

—Respecto a su ordenador…

—Mañana a primera hora se lo traeré.

El inspector acompañó hasta la puerta del ascensor al peculiar trío, los despidió con un apretón de manos y entregó a Sergio su tarjeta, donde aparecía su número de teléfono. «Por si recuerda algo que no me haya contado», le dijo. Diego los siguió con la mirada hasta que entraron en el ascensor. No sabía qué pensar de ellos ni de su extraordinaria historia. Pero lo que estaba claro es que ahora tenía más cabos de los que tirar que antes de la reunión.

—¿Qué querían esos? —preguntó Meruelo.

—No os lo vais a creer. Quiero un informe completo de cada uno de ellos. Ya sabéis: dónde viven, qué les gusta, si tienen familia, hijos…, lo que sea. Y no olvidéis daros una vuelta por la sede del partido de Morante y por El Campanario.

Después llamó por teléfono al inspector jefe Tomás Herrera.

—Tomás, tengo algo que no te vas a creer.

—¿Sobre el asesinato?

—Algo así.

—¿Cómo que algo así?

—Oye, ¿tú has leído alguna de esas historias sobre Sherlock Holmes?

8

4 de septiembre de 2009

E
l inspector jefe Tomás Herrera acababa de escuchar la historia más extravagante de cuantas había tenido ocasión de oír a lo largo de sus ya, casi, cincuenta años de vida. Llevaba en la profesión suficiente tiempo como para haber visto de todo, pero nunca había sospechado que un día su mejor hombre le vendría con una historia sobre Holmes, el doctor Watson y todo aquel enredo del Círculo Sherlock y los fanáticos que lo integraban. Había trabajado, como Diego Bedia, en algunas de las comisarías más duras del país y no creía posible que, a esas alturas, hubiera algo que lo sorprendiera. Se las había tenido que ver con locos de las más diversas especies, pero si lo que le habían contado a Bedia aquellos tres chiflados era cierto, sin duda estaban por llegar días desagradables. De todos modos, prefería dejar aparcada la teoría detectivesca que acababa de conocer hasta que Murillo y Meruelo juntaran las piezas necesarias para tener una visión más amplia de quiénes eran en realidad aquellos tres hombres que habían traído la enigmática carta a la comisaría. Había que ver si se encontraban más huellas en el papel y en el sobre, aparte de las de Marcos y Sergio Olmos, y también aguardaban con interés lo que pudiera contener el ordenador personal del escritor.

Desde la muerte de su esposa, las convicciones religiosas de Tomás Herrera se habían deteriorado notablemente. Tampoco es que fueran especialmente sólidas antes de la enfermedad que se la llevó para siempre de su lado hacía un año, pero si antes su relación con Dios se reducía a alguna misa dominical, algún funeral y alguna que otra boda a la que los invitaban, desde que vio cómo sellaban el nicho donde iba a descansar su mujer para siempre, no había tenido ni necesidad ni ganas de cruzar palabra alguna con Dios. Y, sin embargo, ahí estaba ahora, de camino a la iglesia.

—¿Cómo has pensado enfocar el tema? —preguntó a Diego, que caminaba a su lado masticando un silencio espeso—. Me siento incómodo interrogando a un cura viejo sobre un crimen, la verdad.

—No lo vamos a culpar de asesinato —repuso Diego, tratando de quitar hierro al asunto—. Simplemente, vamos a ver qué nos cuenta del barrio. Por lo que sabemos, a esa chica, Daniela, se la veía con frecuencia en la Casa del Pan, ¿no? Pues nadie mejor que el cura para explicarnos cómo funciona ese invento.

Tomás asintió y guardó silencio. Conocía a don Luis desde hacía unos cuantos años. No fue él quien ofició el funeral de su esposa, porque la ceremonia tuvo lugar en otra parroquia de la ciudad, pero había coincidido con el cura en alguna ocasión y tenían amigos en común, como Santiago Bárcenas, el abogado. Sabía que el cura y el abogado frecuentaban una asociación de apasionados de la historia local, e incluso Tomás tenía alguno de los libros que habían editado.

Cuando llegaron a la parroquia no fue don Luis quien salió a recibirlos, sino un cura joven, de sonrisa ancha y rostro aniñado.

—¿Qué desean? —preguntó Baldomero.

Los dos policías se presentaron y explicaron el motivo de su visita. Don Luis aún no había llegado, pero no tardaría, anunció el párroco.

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