Las violetas del Círculo Sherlock (23 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Jasmina, que tenía ya veintitrés años, trabajaba en un pub sirviendo copas por la noche y fregaba oficinas durante el día. Con lo que ganaba Jasmina y con la nómina de Marja, habían alquilado un piso situado en una planta baja en pleno corazón del barrio norte. Dos de sus ventanas daban a un oscuro patio al que se accedía a través de un callejón. Diego había tratado de convencerlas para que se mudaran los tres a un piso mejor, pero Marja se mostraba muy celosa de su independencia.

—¿Cómo estás, cariño? —La joven serbia besó suavemente a Diego en los labios.

A él le encantaba sentir la piel fresca y limpia de Marja. En el fondo, los dos eran unos exiliados. Ella había huido de su país, y él había escapado del amor cuando sorprendió a su exmujer con su amante en su propia cama. Aunque la dulzura de aquella mujer, a la que sacaba diez años, había conseguido que su corazón volviera a latir con pasión.

—Ha sido un día largo —respondió Diego, dejándose caer junto a ella en el sofá.

—¿Algo nuevo sobre el asesinato de esa chica? —preguntó Marja, aun sabiendo que a Diego no le gustaba hablar de su trabajo.

—No te creerías lo que me ha pasado hoy —contestó Diego pasándose la mano por la rasposa mandíbula—. ¿Tú has leído alguna de las historias de Sherlock Homes? —Al ver la sorpresa que se dibujó en el rostro de Marja, Diego sonrió antes de proseguir—. Pues se han presentado hoy en la comisaría tres tipos que parecían de lo más respetables y resultó que formaban el trío más insólito que se pudiera esperar. Un médico, un escritor y un funcionario municipal que se saben al dedillo todas esas historias del detective, al que parecen considerar como una persona de verdad, de carne y hueso.

—¿Y eso qué tiene que ver con la muerte de esa muchacha?

—Pues ahí está lo bueno —dijo el inspector—, que puede que tenga mucho más que ver de lo que podría imaginarse.

9

5 de septiembre de 2009

E
l inspector jefe Tomás Herrera y Diego Bedia tomaron el primer café del día en la comisaría escuchando lo que José Murillo y Santiago Meruelo habían podido averiguar la noche anterior en El Campanario, el garito en el que Ilusión había visto entrar a la desdichada Daniela Obando la última noche en la que se la vio con vida. A pesar de que los dos policías redactarían un informe escrito, el avance que habían ofrecido en aquella mañana gris no era muy alentador.

Para decirlo en pocas palabras, no habían sacado nada en limpio de su visita. El local, explicaron los dos policías, estaba siempre lleno de gente. No es muy grande, pero sí más amplio de lo que a simple vista y desde fuera podía pensarse. Cuenta con un piso inferior y otro superior, donde están los reservados. La clientela es de lo más variada. La gente entra y sale, y nadie había reparado en aquella chica que luego fue encontrada muerta a menos de un kilómetro de allí. La música suele estar alta, la luz es suficientemente tenue como para favorecer el escenario de los diferentes negocios que allí tienen lugar, y todo el mundo parecía tener una sensibilidad especial para detectar a un policía a distancia. En cuanto a su visita por la sede del partido de Morante, las cosas habían ido bastante mejor. Los voluntarios habían montado una especie de bar en el que se servían cafés y refrescos con el fin de sumar fondos y acercar sus propuestas a los vecinos. Murillo y Morante tomaron más de un café y tuvieron una conversación muy productiva con un hombre bajito que padecía estrabismo y que resultó ser el jefecillo de un grupo de encuestadores contratados por el partido. El hombrecillo era bastante hablador, y no parecía tener buen concepto de Morante. Pero aún le merecía peor opinión el cabeza visible de la organización juvenil del partido, un muchacho grandote con aspecto poco inteligente al que todos llamaban por su apellido, Velarde.

Toño Velarde, les dijo el hombrecillo, era engreído y violento. Mostraba siempre una pose chulesca que, sin embargo, no parecía contrariar a Jaime Morante. Al candidato parecía agradarle aquel joven que no mostraba reparos en decir en voz alta que el problema más urgente que tenía la ciudad era la presencia de inmigrantes infestando algunos de sus barrios.

—¿Creéis que fue el culpable de la agresión a la prostituta uruguaya? —preguntó Diego.

—Puede ser —respondió Murillo—. Podríamos detenerlo y someterlo a una rueda de reconocimiento si la chica se presta a ello.

Diego dudó.

—Si lo hacemos y ella no lo reconoce o no se atreve a denunciarlo, le pondríamos sobre aviso —reflexionó Diego—. Creo que será mejor tenerlo controlado, no vaya a ser culpable de algo más que de aquella agresión.

—Por cierto, está ahí fuera el escritor —dijo Murillo—. Creo que ha traído el ordenador.

—¿Qué habéis averiguado de él y de su hermano? —preguntó Herrera.

—Al parecer, el escritor es uno de los autores de éxito —dijo Meruelo—. En los últimos años ha publicado algunas de las novelas más vendidas. Muchas se han traducido a varios idiomas y lo han convertido en un hombre bastante rico. Está soltero. Mantuvo una relación durante bastantes años con su agente literaria, Clara Estévez, pero rompieron hace unos meses. Ella ha ganado recientemente un premio literario muy importante. Sergio vivía con ella en Madrid, cerca de Las Rozas. No tiene ningún tipo de antecedente. Está limpio, hasta donde sabemos.

—Su hermano es soltero —intervino Murillo—. Trabaja como administrativo en el ayuntamiento, como ya sabéis, y parece un hombre discreto que jamás se mete en líos. Tanto él como su hermano fueron estudiantes brillantes. Tenían un currículo académico extraordinario, pero Marcos tuvo que abandonar los estudios universitarios cuando murió su padre. Durante un tiempo, se encargó del negocio familiar, una zapatería en la calle Anunciación. Unos años después se presentó a una oposición en el ayuntamiento y realizó uno de los exámenes más brillantes que se recuerdan. Vive solo en el piso de la familia. Es el secretario de la Cofradía de la Historia. —Murillo miró a sus superiores antes de añadir—: Ya sabéis, esa asociación cultural que edita libros sobre la ciudad y todo eso.

—¿Y el médico? —preguntó Bedia.

—José Guazo. —Murillo consultó sus notas—. Vive en la avenida de España, es viudo desde hace unos años y no tiene hijos. Ejerce como médico de medicina general. Junto a los doctores Pereiro y Heriberto Rojas, pasa consulta gratuita en ese comedor social del barrio.

—No hay mucho más que añadir —concluyó Murillo—. Ninguno de los tres ha tenido jamás el más mínimo problema con la justicia. Y ninguno de los dos que viven aquí ha salido del país recientemente, de modo que no fueron ellos los que llevaron esa carta a Londres.

Diego pidió a sus dos hombres que salieran e hicieran pasar a Sergio. Instantes después, el escritor entró en el austero despacho del policía.

—Le presento al inspector jefe Tomás Herrera —dijo Diego, a quien sorprendió una vez más la elegancia de Sergio. El escritor se había presentado con un impecable traje negro, aunque diferente del que ya conocía el inspector, y una inmaculada camisa blanca. Ahora que conocía algo más de la vida de Sergio, comprendía que aquel hombre pudiera gastarse un dineral en ropa si le apetecía.

Sergio estrechó la mano huesuda y fuerte de Tomás Herrera y se sintió cohibido ante la mirada penetrante del policía. Era un hombre algo mayor que Diego. El corte de pelo —de color gris —y el aspecto atlético, a pesar de la edad, le hicieron pensar que estaba ante un militar en plena forma.

—Veo que ha traído el ordenador —comentó Diego, mirando el maletín que llevaba el escritor.

—Espero que sean discretos —pidió Sergio—. Toda la información de mi libro está aquí, y también otros documentos importantes para mí.

—No se preocupe, está en buenas manos —lo tranquilizó Tomás Herrera. El inspector le invitó a tomar asiento y se inclinó hacia delante en la silla que había elegido—. Me dice Diego que estaba usted escribiendo una novela sobre Sherlock Holmes, ¿es cierto?

—Algo así —respondió Sergio—. Es una ficción sobre los años perdidos de Holmes. —Miró a Diego antes de añadir—: Como ya le dije a usted, desde el día 4 de mayo de 1891 en que Sherlock cae en las cataratas de Reichenbach mientras lucha contra su adversario más feroz, Moriarty, hasta que reaparece sorprendentemente el día 5 de abril de 1894 en «La aventura de la casa vacía», nadie sabe con certeza dónde estuvo, salvo por las vagas pistas que el mismo Holmes ofreció. Me parecía que era una buena excusa para construir una novela.

—Ya —dijo lacónicamente Herrera. Durante unos instantes pareció estar procesando aquella información mientras se pasaba la mano por la cara, perfectamente rasurada—. De modo que usted estaba en Inglaterra cuando ocurrió la muerte de esa joven.

Sergio no esperaba un comentario así y tardó en reaccionar.

—¿Qué quiere decir?

—Pura rutina —intervino Diego—. Espero que lo comprenda, pero debemos tener toda la información posible.

—He sido yo quien ha venido voluntariamente aquí con la carta que les entregué —protestó Sergio—. Y ahora les traigo mi ordenador personal para que busquen lo que quieran. ¿Qué más quieren de mí?

—No se altere —dijo Herrera.

—¿Que no me altere? —Sergio se retrepó en su asiento—. ¿Cómo quiere que no me altere cuando un desconocido me ha dejado una carta absurda usando un código que aparece en una aventura de Sherlock Holmes y anticipa el asesinato de una mujer, además de retarme a mí? Y, para colmo, usted parece tener dudas de mi versión.

—Le ruego que se tranquilice. —La voz de Tomás Herrera sonó firme y autoritaria—. Supongo que usted puede probar sin problema que estaba en Inglaterra en esa fecha, de modo que no hay por qué elevar el tono.

Sergio dijo que podía probar, naturalmente, que estaba muy lejos del lugar del crimen cuando este tuvo lugar. Su casera podía corroborarlo, así como el pastor de las ovejas que pacían plácidamente junto a su casa, y luego estaban las compras con cargo a su tarjeta de crédito, realizadas en Londres en esos días.

—Y, dígame, ¿cómo iba a argumentar su novela? —Diego parecía verdaderamente interesado en aquel asunto—. Quiero decir, ¿en qué se iba a basar para poder rellenar esos años perdidos de Holmes?

Sergio se relajó al poder entrar en un terreno que le era familiar, aunque supuso que el policía había dado aquel giro a la conversación precisamente para que se sintiera cómodo.

—Bueno, los escritores tenemos que ser capaces de orquestar una trama de ficción sobre un soporte que parezca sólido. —Se subió los caros calcetines negros que lucía bajo el traje y cruzó una pierna sobre la otra—. Como saben, Watson era el cronista de casi todas las aventuras de Holmes. —Los dos policías guardaron silencio, tal vez porque desconocían ese detalle—. El caso es que hay una historia muy interesante que se titula «El problema del puente de Thor» que me dio la idea. Al principio de esa historia Watson dice, por primera y única vez, dónde están ocultos sus archivos, los que contienen todo cuanto sabía de Holmes, desde los casos publicados hasta aquellos que jamás vieron la luz. Asegura que esa información estaba en los depósitos del banco Cox & Co., en Charing Cross, y dentro de una caja de hojalata estropeada en cuya tapa se leía: «Doctor John H. Watson, antiguo médico del ejército de la India».

—Y usted plantea al lector que ha encontrado esa documentación y ahí se desvela el gran secreto sobre dónde estuvo Holmes en ese tiempo —dijo Diego, que parecía cada vez más entusiasmado con todo aquello.

—Esa es la idea —reconoció Sergio—. Lógicamente, para que tenga verosimilitud, el lector tiene que aceptar que esa caja existió, que hubo una sucursal bancaria situada en esa zona de Londres, y que el azar la ha puesto en mis manos un siglo después.

—Entiendo. —Tomás Herrera miró al escritor de un modo extraño—. ¿Y la gente cree en todas esas historias?

—Es un juego, una ficción —respondió Sergio—. Pero para mucha gente, Holmes fue un personaje real, lo mismo que Watson. ¿No sabe usted que aún hoy en día llegan cartas a nombre de Sherlock Holmes al 221B de Baker Street? ¿Sabía usted que cuando sir Arthur Conan Doyle decidió acabar con su personaje en las cataratas de Reichenbach los lectores se echaron a la calle en manifestaciones? Si no comprende que entre el autor y el lector se establece una relación de complicidad sin la cual es imposible el éxito de la historia, es que no ha leído nunca una novela de aventuras. —Las palabras de Sergio sonaron mucho más duras de lo que había previsto.

—Tal vez esté en lo cierto —replicó Tomás Herrera, sin que se advirtiera en su tono acritud—. Y, dígame, ¿quién conoce la clave para entrar en su ordenador si es que, como usted declaró, estaba apagado? ¿Cómo pudo alguien escribir esa nota que luego recibió y que estaba escrita sobre uno de los papeles que usted mismo había desestimado para su novela?

Se había acabado el territorio conocido. El inspector jefe demostraba que tal vez no era un lector consumado, pero sí un tipo con una excelente memoria, pues parecía conocer perfectamente todo cuanto Sergio había declarado a Diego Bedia el día anterior.

—Ya respondí a esa pregunta. —Sergio miró a Diego.

—Su antigua agente literaria —intervino Bedia. El policía consultó las notas que había tomado en su anterior conversación con Sergio—. Se llama Clara Estévez. Era su pareja hasta hace poco.

—De todas formas —preguntó Herrera—, ¿no podrían haber cogido esos folios suyos y haber escrito la carta en otro ordenador?

—Naturalmente —reconoció Sergio—, pero lo curioso es que guardaron el texto en el disco duro de mi ordenador, como si quien lo hizo quisiera dejar claro que me conocía y que se podía burlar de mí.

—¿Puede haber sido esa mujer? —preguntó Herrera.

A Sergio le molestó que los dos policías hablaran de Clara y de su relación con ella. Sintió como que los dos hombres cotilleaban sobre su vida ignorando que él estaba presente.

—No lo creo —respondió Sergio—. Pero es la única persona, al menos que yo sepa, que conoce la clave de acceso a mi ordenador.

—¡Esto adquiere un giro de lo más interesante! —exclamó Herrera—. ¿Dónde podemos encontrar a la señora Estévez?

A Sergio le pareció extraño de nuevo escuchar el nombre de Clara en boca de aquel policía, y aún más que la llamara «señora».

—No está casada —aclaró—. Nunca nos casamos. Hemos vivido juntos veinte años, pero rompimos no hace mucho.

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