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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (11 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Daniela se apartó para dejarlo pasar. El hombre llevaba en un estuche un instrumento musical y una maleta que contenía las tallas de madera que a diario ponía a la venta en una plaza céntrica de la ciudad. Las tallaba él mismo y trataba de atraer a los posibles compradores interpretando piezas populares con su esposa. Mari Cielo había acertado: los dos rusos eran violinistas.

El resto del día lo pasó vagando por el barrio. A media tarde vio salir de uno de los lóbregos portales del inmueble al cura más viejo de la parroquia, a don Luis. Por lo que sabía de él, era un hombre de un temperamento agrio que mantenía evidentes diferencias con el otro párroco, y no solo en la edad. Sin embargo, también había oído decir que solía visitar a los enfermos y que en muchas ocasiones, gracias a él, alguno de los tres médicos que pasaban consulta gratuita en la Casa del Pan se acercaba incluso a los hogares de aquellos que eran más reacios a acudir al comedor de beneficencia.

Don Luis caminaba apresuradamente bajo la lluvia, guareciéndose con un paraguas negro, el cual concedía a su sotana un aire aún más sombrío. El sacerdote apenas levantó la vista del suelo cuando se cruzó con Daniela, pero fue el tiempo suficiente como para que sus miradas coincidieran en aquel universo de desesperanza y pobreza en que se había convertido el barrio norte de la ciudad.

Antes de regresar a casa, una furgoneta provista de altavoces y decorada con los lemas de un partido político pasó junto a ella lanzando al aire el anuncio de un mitin para aquella misma noche en un colegio del barrio. Las elecciones municipales tendrían lugar el mes próximo, pero la maquinaria de las organizaciones políticas se había puesto ya en marcha. Y aunque a Daniela no le importaban en absoluto ni las elecciones ni los partidos políticos, por alguna razón se estremeció al ver el rostro del hombre que aparecía en los carteles que decoraban la furgoneta. El vehículo chillón se perdió instantes después tras una esquina arrancando agua de los charcos.

Daniela volvió a salir de su habitación alrededor de las diez de la noche con el propósito de conseguir cenar un día más en la Casa del Pan. Pero cuando estaba a punto de salir por el portal, una multitud vociferante y amenazadora la hizo retroceder. No tardó en comprender lo que ocurría. Se trataba de un grupo de fanáticos que salía con ánimos caldeados del mitin que había dado en el colegio próximo el político cuyo rostro había visto retratado en aquella furgoneta por la tarde.

La turba se mostraba violenta, y vio como algunos de ellos golpearon a Ilusión, una muchacha uruguaya con la que Daniela había hablado en alguna ocasión. Ilusión ejercía la prostitución en la calle de un modo ocasional. No era una prostituta profesional, pero a veces no quedaba más remedio que trabajar de cualquier cosa para poder vivir.

Cuando los violentos partidarios de Jaime Morante se marcharon, Daniela corrió hacia la joven uruguaya. La encontró llorando y con la cara ensangrentada. Ilusión había cumplido los treinta y cinco años, pero su aspecto frágil y ajado la hacía parecer mucho mayor. Era más alta que Daniela. Iba teñida de rubio, y sus ojos marrones estaban inundados de terror.

—Vete a casa, mi amor —le aconsejó Daniela.

—No puedo —confesó entre lágrimas Ilusión—. Necesito dinero para pagar el alquiler.

Daniela la vio alejarse dando tumbos buscando el parapeto de las sombras del barrio. A lo lejos aún se escuchaban las voces de la turba xenófoba.

A pesar de la ginebra que había bebido aquella tarde, los sentidos de Daniela se aguzaron al ver la suerte que había corrido su amiga, de modo que procuró no ser vista por nadie durante su caminata hasta la Casa del Pan. Pero, para su desgracia, el incidente que había visto y el tiempo que perdió consolando a Ilusión hicieron que llegara tarde. El cupo de comidas se había servido ya.

El padre Baldomero se mostró desconsolado cuando compareció ante las decenas de personas que, como Daniela, no habían tenido la fortuna de caldear su estómago aquella noche.

—¡Doctor! ¡Doctor! —Baldomero alzó la voz por encima del guirigay que formaban los comensales y aquellos que aún aguardaban su turno en la fila.

Al segundo grito un hombre de mediana edad, de aspecto gris y taciturno y al que parecía caerle grande la chaqueta del traje, se giró en dirección al cura y saludó con la mano. Después se abrió paso entre el gentío y estrechó la mano del sacerdote calurosamente.

—Me alegro de verle, padre.

—¡Por favor! —El párroco movió la cabeza en señal de desaprobación—. Nada de padre. Le tengo dicho y redicho que me llame Baldomero.

—A mí me cuesta tutear a un cura, ¿qué quiere le diga? —replicó el médico—. Aunque no lleve usted sotana y sea bastante más joven que yo, y le confieso que eso sí que lo envidio, sigo siendo de la vieja escuela, ya me entiende.

Baldomero sonrió como solo él sabía hacer.

—¿Y qué? ¿Muchos pacientes?

—Pura rutina, gracias a Dios —dijo el médico—. Esta semana está siendo muy tranquila. No sé cómo les habrá ido a los demás.

—Por lo que me han dicho, parece que la gente les va perdiendo el miedo y cada vez vienen más a consulta.

—Eso espero. —El médico miró su reloj—. Me van a disculpar, pero debo irme. —Saludó de nuevo al sacerdote y miró con simpatía a Cristina antes de abandonar el local.

—Parece un buen hombre —comentó la joven.

—Lo parece y lo es —dijo el cura.

—No sé cómo te las has arreglado para que esos tres médicos pasen consulta gratuita a esta gente.

—Dios provee. —El clérigo rio.

El médico caminó con decisión hacia la puerta de salida de la Casa del Pan. Había pasado consulta durante una hora, tal y como hacía dos veces por semana de modo absolutamente gratuito. Al margen del problema que en ocasiones suponía el idioma de los pacientes, estos no eran diferentes de los demás que atendía en su consulta privada o de aquellos por cuya salud velaba en el centro de salud a diario.

El médico pensaba que Baldomero era un buen tipo, un idealista que tal vez pudiera llegar a convertirse en alguien peligroso para algunos en la ciudad precisamente por ser un soñador. Cuando el cura le habló de su proyecto con aquel entusiasmo suyo y le dijo que ya tenía convencidos a otros dos médicos para pasar consulta, pero que necesitaba a un tercero para que cada día los inmigrantes tuvieran asistencia médica, dudó. Tal vez sintió miedo a tener que enfrentarse a los sectores de la parroquia que más se habían opuesto a ese proyecto, pero finalmente decidió qué era lo correcto y qué no, más allá de lo que los demás pensaran.

En la puerta de salida, la cola de personas que aguardaban su turno para comer engordaba. El médico tropezó en ese momento con Daniela Obando.

En la calle, la lluvia arreciaba.

Daniela se alejó sin saber adónde ir. Era tarde para encontrar ninguna tienda abierta en la que poder adquirir algo de comida. Decidió administrar su exiguo capital comprando un bocadillo y otra botella de ginebra para pasar la noche. Arrastrando los pies, se encaminó hacia un bar llamado El Campanario, situado en una plazoleta no lejos de la iglesia.

Antes de entrar en el garito, repleto de jóvenes emigrantes y prostitutas más o menos profesionales, contó cuidadosamente el dinero que llevaba encima. Al ver cuánto habían menguado sus ahorros, pensó en Ilusión. Y, por primera vez en su vida, cruzó por su cabeza la pregunta de cuánto podría ganarse trabajando en la calle. ¿Sería capaz ella de prostituirse? El olor a sudor y cerveza que impregnaba el local espantó esas ideas de su mente.

Minutos después había devorado un escuálido bocadillo y apuraba el primer trago de la botella que había comprado para remojar la garganta. Fue entonces cuando escuchó una voz masculina a su espalda.

—¿Te apetece un trago?

Ilusión estaba contenta. Tenía motivos para estarlo, porque la noche había comenzado de forma terrible cuando aquellos bárbaros la golpearon, y sin embargo luego todo había discurrido de la mejor manera posible. Había despachado a cuatro clientes poco exigentes y de escasa resistencia (el cliente ideal, en definitiva). A dos de ellos los complació en sus vehículos; a los otros dos, al amparo de miradas indiscretas entre las sombras de sendos patios del barrio.

Contó los billetes y rio satisfecha. Tal vez aquella fuera la última noche en la que se veía obligada a vender su cuerpo, porque le habían prometido un trabajo como limpiadora en un par de casas del centro de la ciudad.

Durante el camino de regreso al minúsculo apartamento por el que pagaba un alquiler desmesurado a unos marroquíes, Ilusión vio cosas que, a la larga, serían de sumo interés.

Estuvo a punto de llamar a Daniela, su amiga, cuando la vio entrar en un garito no lejos de la iglesia de la Anunciación, pero no quiso tentar a la suerte aquella noche en la que tan bien habían rodado las cosas. Para que Daniela pudiera oírla, debería gritar, y tal vez no era lo más sensato si recordaba la paliza que le había propinado horas antes el grupo de fanáticos. Mejor no tentar a la suerte, decidió.

La segunda cosa notable que el destino hizo que viera Ilusión fue al cura más viejo, a don Luis, deambulando por las calles a una hora que le pareció totalmente inapropiada para un sacerdote. ¿Acaso también los religiosos iban de putas? La sola idea le hizo reír.

Más adelante, un grupo de hombres de color charlaban animadamente a las puertas de un local en el que apenas quedaban clientes. Ilusión, temerosa, cambió de acera para evitarse posibles problemas. Al doblar la esquina vio a un hombre alto, delgado y con barba, que llevaba una maleta y una bolsa de deporte negra. El hombre salía del portal donde vivía Daniela.

Instantes después entró en el edificio donde malvivía y respiró aliviada. Tanteó en el fondo del bolsillo oculto bajo su falda el fajo de billetes y subió las escaleras dispuesta a soñar con ese trabajo de limpiadora del que le habían hablado.

Una furgoneta negra pasó por la calle desierta.

11

Londres

27 de agosto de 2009

A
quel día, Sergio amaneció de un humor excelente. Cuando miró sin ambages a la mañana desde la habitación de su hotel, sintió que aquel iba a ser un gran día. Y aunque esos arrebatos de optimismo eran por completo anómalos en su comportamiento, tal vez tenían una sencilla explicación. La causa, sin duda, era que aquel día volvería a Baker Street.

Después del desayuno, caminó despreocupadamente hacia el West End. Al principio, se obligó a contemplar con calma aquella inmensa ciudad que ponía en marcha su sala de máquinas para activar a un puñado de millones de seres humanos, pero a medida que se acercaba hacia Baker Street, su mente se fue alejando lentamente de aquel mundo ruidoso y humeante.

Al otro lado de la calle, el enigmático espía que parecía decidido a acompañarlo a todas partes se había detenido a charlar con un muchacho que no tendría más de catorce años. El niño vestía unos tejanos sucios y rotos, una camisa descolorida que en un pasado más espléndido que su presente debió de ser azul celeste, y se tocaba con una gorra cuya visera miraba hacia su nuca. Los demás complementos del mozalbete consistían en una argolla que pendía de su nariz y unas enormes zapatillas de deporte.

Nadie pudo escuchar la conversación entre el hombre y el muchacho, pero debió de existir entre ambos algún tipo de acuerdo comercial, puesto que el desconocido entregó al pilluelo un pequeño fajo de libras. A partir de ese momento, el hombre y el niño caminaron por la acera opuesta a la que Sergio elegía en cada momento.

Sergio consultó sus notas. Allí aparecían las referencias al momento en el que Holmes y Watson son presentados por Stamford, el antiguo subalterno del doctor. El momento sublime se narraba en
Estudio en escarlata
. Watson conoce a Holmes cuando el detective está enfrascado en la ejecución de uno de sus trabajos químicos, con el que pretendía encontrar un reactivo para detectar las manchas de sangre. Ninguno de los dos necesitó más que una conversación trivial a propósito de los gustos y manías personales del otro para decidirse a alquilar las habitaciones de las que habían tenido noticia.

¿Qué hombre contempló ante sí Watson? Pues un tipo alto, que sobrepasaba los seis pies
[34]
, y muy delgado, por lo que parecía aún más alto. Tenía la mirada aguda, la nariz era fina y aguileña. Su barbilla, prominente y cuadrada, delataba a un hombre de gran voluntad, según el propio doctor dejó escrito tiempo después.

Y ¿qué hombre contempló ante sí Holmes? Pues a un hombre de estatura mediana, fuerte, provisto de un cuello grueso y un hermoso bigote. Luego supo algunas cosas más sobre aquel doctor, como que era siete años mayor que él
[35]
, que había pasado parte de su infancia en Australia, que se había doctorado en medicina en Londres, que había prestado servicio militar en el Quinto de Fusileros de Northumberland como ayudante de cirujano y que, herido en la batalla de Maiwand en la guerra de Afganistán el 27 de julio de 1880, había sido licenciado y se le había concedido una modesta pensión. Y precisamente lo exiguo de esa renta lo había obligado a buscar un compañero con el que compartir el pago del alquiler de unas habitaciones.

Aquel encuentro memorable tuvo lugar en enero de 1881.

Las habitaciones que los dos jóvenes decidieron alquilar se encontraban en la zona por la que ahora caminaba Sergio seguido de cerca por el hombre que se había convertido en su sombra. Se trataba de una de las más aristocráticas de Londres. Regent's Park es el pulmón verde de un distrito en el que, además de Kensington, se incluye Mayfair.

El primer relato en el que se mencionan las habitaciones de Baker Street es también el que nos permite conocer a la dueña de las mismas, la señora Hudson. A Sergio siempre le había parecido un personaje fascinante. ¿Cómo era la dueña de aquel piso en alquiler? Y, por cierto, ¿realmente era la dueña? ¿Estaba casada? ¿Era viuda?

Todas esas preguntas jamás fueron respondidas en los relatos holmesianos. Poco más se sabe de ella que su nombre de pila, y ese no es mencionado hasta la última de las aventuras
[36]
. Solo entonces sabremos que la buena señora Hudson se llamaba Martha, y en alguna ocasión habría de jugar un papel estelar en los misterios que rodeaban al detective
[37]
.

Cuando Holmes se retiró a Sussex en noviembre de 1903, con cuarenta y nueve años de edad, Martha Hudson lo acompañó. Debemos suponer que no era tan mayor cuando los dos amigos la conocieron. Holmes tenía entonces veintisiete años.

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