Llegado a este punto, cuando tuviera que escribir la biografía del más famoso detective de la historia, Sergio sabía que tendría que hacer un guiño a los lectores, puesto que la casa que se describe en los relatos de Doyle jamás existió. El inmueble, situado al norte de Baker Street, fue elegido por el escritor por alguna razón que nadie conoce. Tal vez la pasión que Doyle sentía por los crímenes y por el misterio lo había llevado a visitar el célebre museo de Madame Tussaud, una especie de cámara de los horrores que se encuentra situada a poca distancia de la supuesta vivienda de Sherlock Holmes. Puede ser que en alguna de esas visitas reparara en esa calle y le pareciera la más idónea para situar a su héroe. O puede, como prefería especular Víctor Trejo, que Holmes, como el personaje real que quería imaginar, hubiera vivido por las inmediaciones.
El número 221B, por tanto, fue una licencia literaria. Todo el mundo sabía que fue durante una renumeración de los inmuebles de la calle que tuvo lugar en los años treinta del siglo
XX
cuando el correspondiente al número en cuestión pasó a formar parte del complejo conocido como Abbey House, sede de la Abbey Road Building Society. Sin embargo, lo sucedido a partir de ese instante reforzaba la tesis de un Holmes de carne y hueso, puesto que de otro modo parecía imposible creer que cientos y cientos de personas enviaran sus cartas solicitando la ayuda del detective al ahora rebautizado 221B de Baker Street.
El aluvión de cartas obligó a la sociedad a crear un secretariado que despachara esa correspondencia, y de ese modo Holmes resucitó. Pero a Sergio le gustaba preguntarse si tal vez desde la misma publicación de sus aventuras no tuvo que atender personalmente cartas similares.
La fuerza inmortal de Holmes se demostró una vez más cuando el 27 de marzo de 1990 se inauguró un museo en su honor precisamente en ese inmueble. Y a ese museo le había conducido a Sergio su caminata. El escritor contempló el portal de acceso con infinita ternura. La entrada estaba custodiada por un portero ataviado como un
bobby
decimonónico.
A pesar de que había cruzado aquel umbral en varias ocasiones, en todas ellas había sentido la misma emoción que la primera.
A la derecha del portal había una tienda que despachaba los más variados productos relacionados con Holmes, desde pipas hasta estatuas, desde postales y libros hasta lupas y sombreros de época. Sergio se dirigió hasta el mostrador, donde también se adquirían las entradas para entrar en el museo. Después salió al exterior, saludó al
bobby
con cordialidad y subió los míticos diecisiete escalones que conducían al primer piso del inmueble de la señora Hudson. Allí estaba la guarida de Holmes.
Mientras tanto, el hombre que vigilaba sus movimientos se mostró terriblemente complacido al ver que el escritor entraba en el museo. El hombre se ajustó unos guantes y sacó un sobre del bolsillo de su americana. A continuación, habló durante unos instantes con el muchacho que parecía haber contratado.
—¿Has visto al hombre al que hemos seguido? ¿Te has fijado bien en él?
El chico asintió y se pasó una mano impaciente por su pelo enmarañado.
—Lo único que tienes que hacer es entregarle esta carta, ¿de acuerdo?
El mozalbete asintió de nuevo.
—Ponte estos guantes —le ofreció un par de guantes de látex sin estrenar antes de entregarle el sobre—. No te los quites hasta que entregues la carta. No hables con él nada más que lo necesario. No olvides decirle que te llamas como yo te he dicho, ¿entendido? En cuanto le entregues la carta, corre si quieres que te pague el resto. —Y diciendo esto mostró un buen fajo de libras—. Te esperaré junto a la estatua de Sherlock Holmes que hay en la boca del metro.
Al entrar en aquel salón Sergio se estremeció. Allí la presencia del espíritu de Holmes era innegable, y no estaba dispuesto a conceder ni la menor oportunidad a quienes pretendían sofocar su pasión diciendo que todo cuanto tenía ante sus ojos era una simple recreación artificial destinada a los ingenuos turistas. Para él, había algo que no se podía reconstruir, y esa preciada joya era el alma inmortal del detective más extraordinario que jamás existió.
El apartamento constaba, como bien había quedado escrito en los «textos sagrados»
[38]
, de dos dormitorios y un único cuarto de estar muy ventilado y soleado gracias a la luz que recibía a través de dos espaciosas ventanas. La habitación de Holmes estaba a un paso de aquel pequeño salón, mientras que la de Watson se encontraba en el segundo piso, junto al de la señora Hudson, y daba a un patio trasero.
Sergio Olmos acarició con la vista, tiernamente humedecida, cada uno de aquellos rincones cargados de recuerdos. Allí estaban el violín, el equipo de experimentos químicos y muchos más guiños que solo los iniciados podían captar. Afortunadamente para él, no había en ese momento ningún otro visitante en la sala. Con la excepción de un vigilante de avanzada edad que custodiaba el lugar, nadie más que el espíritu del eminente detective consultor podía advertir la emoción con la que sus dedos se deslizaron por la chimenea del salón. Junto al fuego de una chimenea como aquella, tal vez exactamente igual a la que ahora tenía ante sí, Holmes narró a Watson las peripecias de su investigación sobre la corbeta Gloria Scott
[39]
. Sobre la repisa estaba la babucha persa en la que Sherlock solía guardar tabaco, y todo tenía el aire caótico que Watson describía como propio de las costumbres de su compañero de piso, un tipo capaz de vestir con escrupulosa elegancia, pero tender a lo bohemio en mil detalles cotidianos
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.
Sergio sintió la necesidad de emular a Holmes y clavar sobre la repisa de madera de la chimenea la correspondencia, como hacía en su casita de Sussex. Y lamentó no tener un revólver a mano para poder disparar contra la pared con cartuchos Boxer escribiendo con los impactos el patriótico «V. R.»
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que Sherlock realizó en ocasiones.
¡Cuántos relatos habían comenzado precisamente en aquella sala! ¡Y cuántos debates del Círculo Sherlock comenzaron justamente con alguna rebuscada alusión a los diálogos que allí habían tenido lugar!
¡Baker Street!
Sergio vagó de un lado a otro del salón recordándose a sí mismo durante las largas horas en las que devoró una y otra vez las aventuras de su admirado Holmes. No necesitó esforzarse mucho para que su imaginación recuperara mil escenas que habían tenido lugar en aquella sala. Le parecía ver la figura enjuta, reseca y nariguda del inspector Lestrade acudiendo a pedir ayuda a Sherlock, e incluso creyó escuchar las voces de los más variados clientes que habían llegado hasta allí pidiendo auxilio al fantástico detective.
Le resultaba imposible no recordar las historias en las que Baker Street había cobrado un protagonismo especial, como ocurrió durante «La aventura de la casa vacía».
Al evocar aquella narración, Sergio, inconscientemente, miró por una de las ventanas del salón, creyendo por un instante que vería el escondite de Candem House donde se ocultaron Watson y Holmes con el propósito de detener al malvado coronel Sebastian Moran, el hombre de confianza del profesor Moriarty. Los hechos ocurrieron en la primera aventura después de la sorprendente reaparición de Holmes, al que todo el mundo había dado por muerto tres años antes en las cataratas de Reichenbach.
Mirando ahora por la ventana de Baker Street y recordando aquellos hechos, Sergio renovó sus votos: su novela convertiría a Holmes en un hombre de carne y hueso.
Aquellas habitaciones eran mencionadas de un modo u otro en varias de las aventuras del detective consultor
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. Lejos estaba Sergio de imaginar que aquel salón en el que dieron comienzo tantas aventuras iba a servir para que su vida diera un vuelco inesperado y siniestro.
—¡Míster Olmos!
El escritor se volvió al escuchar cómo alguien pronunciaba a duras penas su apellido. Pero si aquello le pareció extraordinario, aún más sorprendente fue descubrir al dueño de aquella voz. Se trataba de un chico de unos trece o catorce años que vestía un amplísimo tejano raído que le colgaba por el trasero de forma grotesca. Se tocaba con una gorra cuya visera estaba dispuesta mirando hacia la nuca, y había una expresión resuelta en su rostro imberbe. El joven, que lucía un
piercing
en la nariz, alargó su mano derecha, enfundada en un guante de látex, y entregó un sobre a Sergio. Y antes de que este fuera capaz de articular palabra alguna, el muchacho dijo que se llamaba Wiggins. Acto seguido, abandonó presurosamente el salón.
Sergio estaba paralizado por la sorpresa. En la habitación no había nadie más en aquel instante, y toda su atención se centró en el sobre que el joven le había entregado. Su pasmo había nacido de la insólita circunstancia que suponía el haber reconocido de inmediato aquel modelo de sobre y también el papel sobre el que estaba escrita la carta más extraña que jamás le había correspondido leer. Además de la carta, el sobre contenía cinco pétalos de violeta. Y, para colmo, aquel nombre: Wiggins.
—¿Cómo es posible? —murmuró.
Cuando fue capaz de reaccionar, bajó los diecisiete escalones que conducían desde las habitaciones de Holmes a Baker Street, pero ya era demasiado tarde. Wiggins había desaparecido.
En una ciudad del norte de España
31 de agosto de 2009
G
regorio Salcedo trabajaba en una fábrica química situada en el extrarradio de la ciudad. El horario de su jornada laboral variaba en función del relevo a cuya disciplina debía ajustarse, y en aquellos días le correspondía incorporarse a las seis de la mañana, razón por la cual una hora y media antes se levantaba y, tras abrir los ojos con una taza de café, se demoraba lo estrictamente necesario para asearse.
Antes de salir a la calle, miró por la ventana. Llovía torrencialmente y una neblina algodonosa salía del río embadurnando las calles con su hálito frío, a pesar de ser aún verano.
Gregorio abandonó el amparo de su portal, en la calle Juan
XXIII
, para dirigirse hacia el aparcamiento gratuito, situado a menos de un kilómetro de distancia, en el que solía aparcar su vehículo. Cobijado bajo su paraguas, maldijo aquel temporal.
Poco después atravesó una amplia plaza y enfiló hacia el callejón por el que solía acortar su recorrido hasta el aparcamiento. En realidad, era un pasaje que se abría bajo un edificio y que apenas tenía treinta metros de largo. Los números 42 y 44 de la calle José María Pereda encontraban allí acomodo. A pesar de que durante el día nada había en aquel callejón que provocara recelo, a las cinco y media de la madrugada de aquella tormentosa jornada a Gregorio el acceso se le antojó siniestro. La tormenta había provocado un apagón en la zona que oscurecía el pasaje, y Gregorio se estremeció. Un rayo dejó una cicatriz violenta sobre el telón de nubes negras y, cuando sus pasos al fin lo pusieron bajo la cubierta protectora del pasaje, un feroz trueno pareció zarandear los cimientos de la ciudad.
Al pasar a la altura de los dos portales, situados frente a frente, miró hacia la izquierda y entonces fue cuando la vio.
Junto al portal del número 42, a un par de metros de donde Gregorio se encontraba, estaba el cadáver de una mujer. Se trataba de una mujer mulata, joven, cuyos ojos sin vida se abrían enormemente mirando hacia su derecha, al este. Aquella mirada vidriosa paralizó a Gregorio. Su cerebro comenzó a procesar por su cuenta la información que sus ojos le proporcionaban y se descubrió elucubrando sobre cosas tan absurdas como lo irónico que resultaba que aquella desdichada mirara hacia donde el sol saldría, cuando en realidad ya no lo volvería a ver.
Parecía evidente que estaba muerta, no obstante, se acercó un poco más y sintió aún algo de calor en los brazos de la desconocida. Dos terribles heridas recorrían en paralelo la garganta de la mujer. Las palmas de ambas manos estaban abiertas y hacia arriba. A su lado había un sombrero de paja recubierto de terciopelo negro que a Gregorio le pareció absolutamente fuera de lugar. Las piernas de aquella infeliz estaban ligeramente separadas y le habían levantado la falda vaquera que lucía.
A pesar de la náusea que le provocaba la imagen de aquella mujer, que parecía un pelele en el que nunca hubiera anidado vida alguna, un extraño hechizo parecía haberse apoderado de Gregorio, que se sentía incapaz de apartar la vista de aquella escena. Su mirada recorrió el cuerpo tendido en el suelo y se detuvo horrorizada al comprobar que los intestinos de la difunta asomaban por entre los labios de una herida salvaje que había en el abdomen, como si pretendieran ver la primera luz de una mañana que su dueña no vería jamás.
El estómago de Gregorio se amotinó, y vomitó el desayuno y parte de la cena. Aún temblando, sus manos consiguieron dar con el teléfono móvil que guardaba en el chaquetón y marcar el número de la policía.
Cuckmere Haven, Sussex (Inglaterra)
2 de septiembre de 2009
S
u mesa de trabajo, como de costumbre, estaba repleta de papeles y cuadernos de notas en cuyas tripas hacían la digestión una enorme cantidad de datos garrapateados con una letra minúscula e ininteligible. No obstante, bajo el caos aparente, imperaba un orden que solo Sergio sabía interpretar.
Había instalado su ordenador portátil sobre una venerable mesa de roble no demasiado grande, pero muy pesada. Cuando alquiló la casa, la mesa presidía el pequeño salón, pero él se las arregló para que el pastor que atendía las ovejas que Sergio tenía por vecinas le ayudara a subirla a una de las dos habitaciones del piso superior, la que había convertido en su guarida y en la que, con no demasiado éxito hasta ese momento, se había propuesto desvelar al mundo todo lo sucedido en la vida de Sherlock Holmes durante sus años perdidos.
La mesa fue dispuesta frente a una ventana desde la que podía contemplar a placer las Siete Hermanas y ver la muerte continua de las olas en la costa. A la derecha, colgado en la pared, había un enorme tablón de corcho en el que estaban clavados con chinchetas numerosos nombres de personas y flechas que unían y enlazaban a unos con otros. Eran los personajes de su futura novela. En aquellos nombres latía la vida; cada uno tenía una historia maravillosa que contar, pero Sergio debía sacarlos de la lámpara maravillosa de la imaginación para que el público llegara a conocerlos un día.