Las violetas del Círculo Sherlock (75 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Sergio esbozó una sonrisa. No había duda de que Bullón era un truhán, pero sabía cómo mantener la atención del lector. Miró su reloj. Debía apresurarse si quería llegar a tiempo a su cita con el inspector Bedia.

Sergio se presentó en la comisaría vestido con un elegante traje Hugo Boss de color negro, como acostumbraba. Su inmaculada camisa blanca y sus relucientes y carísimos zapatos contrastaban con la humilde americana y la camisa a rayas que formaba el aliño indumentario de Diego Bedia. El sueldo de un inspector de policía no daba para más, y las cosas se complicaban de un modo extraordinario si además había que pasar una compensación económica porque Ainoa era menor de edad y vivía con su madre tras el divorcio de Diego y Beatriz.

—De modo que el escritor abandona la ciudad. —Diego recibió a Sergio con un poderoso apretón de manos—. Al final, no hemos podido detenerte —bromeó.

—Holmes siempre fue más listo que Scotland Yard —replicó Sergio—. Siempre se salía con la suya.

Por un instante, los dos hombres se miraron a los ojos en silencio, como si en lo más profundo de la mirada del contrario pudieran ver reproducidas en un cinematógrafo mágico las imágenes de todo lo que habían vivido en las últimas semanas. En la calle, como una promesa de tiempos venturosos, lucía al fin el sol.

—¿Has leído el artículo de Bullón? —preguntó Diego, intentando evitar que la emoción le jugara una mala pasada. Al contrario que Sergio, él sí era un hombre sentimental y le costaba muy poco tomar afecto a las personas que creía amigas—. Me parece que va a explotar el filón hasta donde pueda.

—Eso parece. —Sergio sonrió, agradeciendo que Diego cambiara de tema porque, contra su costumbre, también él se había emocionado—. Gracias a Dios, todo lo que escribe ahora es solo historia lejana.

—Mmm —murmuró Diego—. ¿De modo que a la última víctima la asesinó en la habitación en la que ella vivía?

—Así fue —contestó Sergio—. En la muerte de Mary Kelly rompió con su rutina habitual. Al contrario que a las demás mujeres, a Mary no la asesinó en la calle, si es que a las demás las mató exactamente donde fueron encontradas. A pesar de todo, hay similitudes con los demás crímenes en cuanto a la elección de la víctima: una prostituta con problemas de alcoholismo. Pero, en contraste con las otras, Mary era joven, muy guapa y estaba embarazada.

—¿Embarazada? —Diego no había leído eso en el dossier que le habían entregado los miembros del Círculo Sherlock.

—Eso sostienen algunos investigadores —repuso Sergio—. Dicen que estaba de tres meses. Además —añadió—, no la atacó por la espalda, como al resto, y con ella se ensañó más que con ninguna.

Diego meneó la cabeza.

—¿Crees que Guazo hubiera llegado hasta ese extremo?

—Yo ya soy capaz de creer cualquier cosa —admitió Sergio—. Jamás hubiera imaginado que José pudiera matar a nadie, y ya ves lo que ha ocurrido.

—¿Qué dice tu hermano?

—Está aún más consternado que yo —respondió Sergio—. Voy a comer con él cuando salga de trabajar. Quiero despedirme de él con calma.

—¿Y Cristina?

Sergio se mordió el labio inferior. Diego había pulsado una tecla dolorosa.

—Hablaré con ella esta noche —se limitó a responder el escritor—. ¿Y qué pasa con Estrada? —preguntó para cambiar de tema—. ¿Por qué disparó si Guazo estaba desarmado?

—Él asegura que Guazo hizo un gesto sospechoso. Parece ser que se metió la mano en la bata que vestía y creyó que iba a sacar una pistola. Tu amigo Bullón —añadió con sorna— ha corroborado esa historia. También él vio el gesto de Guazo y asegura que dijo: «Deberían darle esto a Sergio».

—¿Y qué era? —preguntó Sergio asombrado.

—Nada. En realidad, nada. No tenía armas ni nada parecido.

—Y Guazo ¿qué dice?

—Nada —respondió Diego—. Está aislado y custodiado por la policía en el hospital. Sigue muy grave y apenas ha hablado. Ha confesado que empleó un cuchillo de veinticinco centímetros de hoja y tremendamente afilado para cortar la garganta de las mujeres, y las mutilaciones las hizo con escalpelos quirúrgicos. Nos dijo dónde encontrar las armas en su casa y, en efecto, aparecieron donde afirmó que estaban. Pero del episodio del disparo, no ha dicho nada. No sabemos qué quiso decir ni por qué hizo aquel gesto extraño. En cuanto a Estrada, pues se ha metido en un buen lío y ahora tendrá que aclarar por qué disparó a un hombre desarmado. Pero creo que el testimonio de Bullón será clave.

—Al final, Estrada se ha cubierto de gloria, ¿no?

Diego soltó una carcajada sin el menor disimulo.

—Más o menos —dijo cuando la risa se lo permitió—. Querer ser un héroe tiene su precio, supongo.

—En fin, Diego, debo irme. —Sergio extendió la mano hacia el policía.

El inspector miró al escritor e, ignorando la mano tendida, lo abrazó efusivamente.

—Fue un placer conocerte —confesó.

Sergio, tan poco acostumbrado a expresar sus sentimientos, se vio sorprendido. Sin embargo, terminó por devolver el abrazo a aquel policía entrañable de aspecto tan italiano.

Sergio y Marcos comieron en silencio. Sergio miró a su hermano mayor disimuladamente varias veces. Las arrugas que flanqueaban las comisuras de la boca se habían hecho más profundas, el tono de su piel parecía cada vez más amarillento, y las tensiones de los últimos días habían roturado profundos surcos en su frente. En su cabeza rapada se reflejaba ocasionalmente el sol de otoño filtrándose por la ventana del restaurante.

Solo la llegada de los cafés cambió la decoración de aquella comida de despedida. Marcos no había sido capaz de reprochar a su hermano que volviera a dejarlo solo. Sabía que Sergio aborrecía aquella ciudad tanto como él la amaba. No podía culpar a su hermano pequeño por no sentirse cómodo dentro de la piel de un hombre provinciano. Sí en cambio había algo que no podía comprender.

—¿Y a Cristina? ¿También a ella la vas a poder olvidar? —preguntó por encima de la taza de café.

—Eso no es asunto tuyo, Marcos —respondió visiblemente enojado Sergio.

—Creo que dejas atrás a una mujer maravillosa.

—¿Lo dices por experiencia propia? —Sergio lamentó haber contestado de ese modo—. Lo siento —dijo—, discúlpame.

—No importa.

—¿Has leído el artículo de Bullón? —Sergio echó mano del mismo recurso que había empleado Diego por la mañana.

—Sí, claro —respondió Marcos. De inmediato, en sus ojos apareció el brillo del interés por los enigmas—. Sigo pensando que hay cosas que no encajaban en aquella historia.

—¿Lo de los testigos que vieron a Mary por la mañana?

—Claro —dijo Marcos visiblemente entusiasmado. El asunto, era evidente, le devolvía la salud—. Veamos, a pesar de que los informes médicos sitúan el asesinato de Mary en la madrugada del día 9, resulta que Carolina Maxwell, que conocía perfectamente a Mary Kelly, aseguró en el juicio que la había visto con vida a las ocho de la mañana de ese día. —Marcos dio un nuevo sorbo al café—. Maxwell describió incluso con detalle la ropa que llevaba Mary. Además, dijo que la acompañaba un hombre.

—Y luego está el testimonio de Maurice Lewis —añadió Sergio, que se había dado cuenta de que el truco de provocar la memoria de su hermano era infalible para animarlo—, el sastre que vivía en Dorset Street, que aseguró que vio en la noche del crimen a Mary y a Barnett bebiendo cerveza en el pub El Cuerno de la Abundancia.

—Y añadió que la vio con vida a las diez de la mañana —apuntó Marcos—. Pero la policía no le hizo caso ni tampoco llamaron a declarar a George Hutchinson, que la había visto entrar en la habitación con aquel tipo que llevaba un pañuelo rojo.

—¿Y qué me dices del fuego? —recordó Sergio—. Dicen que la chimenea de la habitación de Mary estaba encendida. ¿Para qué lo hizo Jack si eso podía llamar la atención de cualquiera que pasara por allí? ¿Y por qué atrancó la puerta de entrada, si eso le impediría huir con rapidez si lo sorprendían?

—Por otra parte, si Mary estaba embarazada, ¿por qué ese dato no se menciona en los informes médicos? —Marcos entornó los ojos, tratando de encontrar la respuesta a aquellas dudas—. En fin —dijo al cabo de unos segundos—, supongo que si Jack ha pasado a la historia no es solo por matar a unas mujeres, sino porque su nombre ha quedado para siempre como sinónimo de terror, como Drácula. Y los mitos siempre guardan enigmas sin respuesta.

Sergio escuchó a su hermano embelesado. Nunca había escuchado una definición así de Jack el Destripador, emparentándolo con el mito de Drácula. La idea le pareció magnífica y muy literaria. Pero el brillo que había prendido en los ojos de Marcos ya se había esfumado.

El segundo abrazo del día fue para Sergio más doloroso, pero los dos hermanos lograron evitar que las lágrimas arrasaran sus ojos.

Cuando la vio entrar en el restaurante, el reproche que su hermano le había hecho por la tarde le pareció a Sergio incluso insuficiente. Cristina vestía unos sencillos pantalones vaqueros azules, un jersey beis y una chaqueta de cuero negro. Prendida de su mirada azul, Sergio vio una mezcla de tristeza y temor.

La cena fue aún más triste que la comida que había compartido con su hermano. Cristina apenas probó los platos, y la botella de vino italiano quedó prácticamente intacta. Ninguno quiso postre.

—Cristina —dijo Sergio casi en un susurro—, yo me ahogaría si tuviera que vivir aquí.

—Yo no te lo he pedido —respondió la muchacha. Sus palabras se acompañaron de una mirada fría.

—¿Vendrías conmigo?

—¿Cómo podría hacerlo si no me lo has pedido?

Sergio guardó silencio y se mordió la lengua. ¿Realmente estaba dispuesto a pedirle eso a Cristina? Antes de que pudiera responderse con sinceridad, la joven dijo algo que tuvo en Sergio un efecto similar a la bala que Estrada disparó al pulmón de José Guazo:

—Es por Clara, ¿verdad? ¿No la has olvidado?

¡Clara! Los ojos pícaros y sonrientes de Clara Estévez sobrevolaron la mesa que ocupaban.

—No —respondió Sergio—. Ella no tiene nada que ver.

Pero ¿realmente era así? ¿Había olvidado a Clara?

Cristina no quiso acompañar a Sergio a su hotel y, cuando él la acompañó hasta su domicilio, tampoco permitió que Sergio subiera a su piso.

Se despidieron en el portal, en el mismo barrio donde habían ocurrido los crímenes que habían convertido a la ciudad en noticia de apertura de los telediarios nacionales. Ahora, en aquella noche agradable de octubre, todo aquello parecía irreal. Lo único real en ese momento era el temblor de los labios de Cristina, el espejo empapado de sus ojos azules, y la palabra que salió de su boca y se clavó en el corazón de Sergio como una daga:

—Adiós.

10

Sussex (Inglaterra)

6 de noviembre de 2009

L
entamente, la bruma iba trepando por los acantilados de tiza engullendo a su paso las playas y las praderas. Las ovejas que pastaban frente a la ventana de la casa que Sergio había alquilado pronto desaparecerían de su vista, y los prados verdes se untaban de una melancólica humedad.

Los dedos de Sergio se deslizaban con extraordinaria rapidez por el teclado de su ordenador. Al fin había encontrado el camino, y la historia fluía con suavidad. Sin embargo, no le había resultado nada fácil.

Tras regresar a su monacal retiro, allí donde se suponía que la muerte sorprendió a Sherlock Holmes, Sergio había vagado por las praderas y los acantilados durante varios días sin un rumbo fijo, y sin más compañía que las ovejas y el pastor que velaba por ellas. Pero, a pesar de su soledad, en más ocasiones de las que hubiera deseado se había sentido en compañía de una mujer. Pero ¿quién era su acompañante?

A veces, cuando miraba hacia su derecha convencido de la presencia de aquella mujer, Sergio creía descubrir los ojos risueños de Clara; pero, otras veces, eran la mirada azul y la piel limpia de Cristina las que lo sorprendían.

Durante aquellos primeros y dolorosos días en los que Guazo y los cadáveres de las cuatro mujeres asesinadas por él aparecían en sus sueños, Sergio no fue capaz de escribir ni una sola línea. Su novela no estaba en un punto muerto; simplemente, no acababa de nacer.

Pero el destino aguardaba tras la más inesperada esquina para cambiar las cosas. Y sucedió cinco días después del regreso de Sergio a Sussex. Ocurrió la mañana en que tomó la decisión de viajar a Londres y pasar un día completo en la capital.

El mediodía lo sorprendió vagando sin rumbo por Oxford Street. Después, tomó Duke Street y luego Wigmore Street. Al cabo de unos minutos, se encontró, sin haberlo previsto, en Queen Anne Street. No salió de su ensimismamiento hasta ese momento. Hasta ese instante, había estado rumiando los reproches que su hermano Marcos le había hecho por no comprometerse con Cristina. Se preguntaba si realmente no quería vivir en la ciudad en la que nació o simplemente no podía olvidar a Clara. ¿Qué quería hacer con su vida exactamente? El piso en el que había vivido con Clara estaba a nombre de ella; él carecía de una casa propia. ¿Dónde deseaba vivir? ¿Desde dónde quería reconstruir su vida?

De pronto, el cartel de una casa en alquiler en Queen Anne Street atrajo su atención. Se trataba de un inmueble de ladrillo visto rojo, de tres alturas, al que se accedía a través de unas escaleras de un color blanco inmaculado. Era una construcción antigua, más que centenaria, y la imaginación de Sergio comenzó a desbordarse. ¿No había sido en esa calle donde John Watson tuvo su domicilio tras casarse por tercera vez?

Dejándose llevar por un repentino impulso, Sergio marcó el número de teléfono que aparecía en el letrero del anuncio y, sin detenerse a pensar en lo que hacía, concertó una cita con el agente inmobiliario para aquella misma tarde.

La casa resultó ser tan espléndida y maravillosa como cara. El piso inferior constaba de un pequeño recibidor; una cocina amueblada en tonos claros; un salón amplio, luminoso y provisto de una extraordinaria chimenea. Las ventanas eran enormes, con grandes cristaleras que miraban a la calle. También había un pequeño aseo.

En el segundo piso estaban las habitaciones. Una de ellas contaba con un vestidor y un lujoso cuarto de baño. Pero lo mejor del inmueble estaba aún más arriba, en la planta bajo cubierta. Allí aguardaba a Sergio la pieza que había de enamorarlo irremediablemente: un gigantesco estudio de más de sesenta metros cuadrados totalmente diáfano. La luz entraba a raudales por la ventana orientada hacia Queen Anne Street y, además, un impactante ventanal se abría en el techo ofreciendo una perspectiva insólita del cielo gris de Londres.

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