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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (37 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—Ustedes dirán. —Clara sonrió.

Tomás Herrera dejó que Diego hiciera un rápido repaso a la situación, silenciando aquellos detalles que estaban bajo el secreto de sumario.

Clara y Sigler escucharon al inspector relatar la increíble historia en la que todos estaban metidos. Sigler se removió incómodo cuando escuchó el nombre de Sergio Olmos, pero guardó silencio. Los ojos sonrientes de Clara parecieron ensombrecerse al llegar a aquella parte del relato en la que aparecía Daniela Obando degollada. Y, después, Diego puso delante de los dos la primera de las notas que Sergio había recibido. De la existencia de la segunda solo estaban al corriente Tomás Herrera y él mismo. Aún no había podido decírselo a Meruelo y a Murillo.

Clara leyó una vez la nota.

—«El Gloria Scott» —dijo.

Enrique Sigler la miró de un modo extraño. Estaba claro que él no había entendido el mensaje o, si lo había comprendido, era un actor magnífico.

—Un mensaje cifrado usando el mismo tipo de clave que aparece en esa aventura de Holmes —añadió la escritora.

Diego recordó que Sergio le había dicho que Clara sabía más de Sherlock que todos los miembros del círculo juntos, exceptuando a Marcos. Clara era muy inteligente, había insistido Sergio.

—¿Cómo es posible que lo haya interpretado tan rápido? —preguntó Tomás Herrera.

—Si no hubiera aparecido el nombre de Holmes en el texto, seguramente ni yo ni nadie hubiera podido descifrar el mensaje tan pronto —reconoció Clara—. Pero la pista de Holmes es tan clara que, para quienes conocemos bien esas aventuras, resulta sencillo de interpretar.

Clara miró a Sigler buscando apoyo.

—Por supuesto —dijo Enrique Sigler, como si él hubiera sido capaz de llegar por sí mismo a aquella conclusión—. Supongo que Sergio les habrá hablado del Círculo Sherlock, ¿no es así?

Diego dijo que sí, que les había hablado de aquella época universitaria, de las relaciones entre Clara y Sigler, del posterior noviazgo de Clara con Víctor Trejo, y de todo lo demás. Diego también sabía, aunque eso no lo dijo, que Sigler era posiblemente quien menos sabía sobre Holmes. Sergio le había explicado que el atractivo de aquellas historias para Sigler residía en la atmósfera victoriana que se respiraba en ellas. De igual modo, le apasionaban las obras de Charles Dickens, de Oscar Wilde o el
Drácula
de Bram Stoker.

—El caso es que la carta ha sido escrita en el ordenador de Sergio Olmos —explicó el inspector jefe Herrera—. Se ha usado un papel que él mismo había desestimado.

Clara dio la vuelta al papel instintivamente y trató de leer lo que Sergio había escrito. ¿Qué demonios hacía él en Sussex? Pero Herrera le arrebató el papel antes de que ella pudiera leer su contenido.

—El señor Olmos —prosiguió Herrera— asegura que siempre cierra el ordenador y lo apaga por completo cuando no está trabajando en él.

—Eso es cierto —corroboró Clara—. Es un poco paranoico con eso de la seguridad.

—Según él, no le faltan motivos para serlo —dijo Diego. De pronto se dio cuenta de su imprudencia. ¿Por qué había tenido que decir eso? ¿Y si no era cierto que Clara hubiera robado una novela a Sergio, tal y como este aseguraba?

Clara lo miró y sus ojos volvieron a sonreír. Luego también su boca se abrió y se escuchó una risa fresca en la sala.

—Bien, y ¿qué quieren saber? —La escritora se volvió hacia Tomás Herrera, obviando el comentario de Diego.

—Por lo que sabemos, es usted la única que conoce la clave de acceso al ordenador de Sergio.

—Pero, bueno, ¿qué insinúa usted? —intervino Sigler—. Clara no tiene nada que ver en todo esto. Llamaremos a nuestros abogados.

—Cálmese, hombre —replicó Herrera sin mirar a Sigler. Toda su atención estaba centrada en Clara—. Lo único que queremos saber es si usted puede probar que no tiene nada que ver con la redacción de esa carta.

—¿Cuándo dice Sergio que se la entregaron?

Diego consultó sus notas.

—El 27 de agosto —dijo.

—Pues puede usted descartarme como sospechosa —bromeó Clara—. Durante los últimos quince días de agosto, Enrique y yo estuvimos de viaje en Italia. Lo podemos demostrar sin ningún problema. Tenemos las facturas del viaje, del hotel, y aparte tenemos testigos.

—Fuimos con un matrimonio amigo nuestro —añadió Sigler.

—¿Me pueden decir los nombres de esos amigos? —preguntó Diego.

Sigler le dijo los nombres y Diego los anotó. Sigler, además, le facilitó los teléfonos de la pareja que les había acompañado por Italia y prometió que les enviarían de inmediato desde Barcelona las facturas del viaje y de los hoteles. Diego Bedia asintió sin decir nada.

—¿Cuándo conoció usted a Sergio? —preguntó Herrera.

—¿A qué viene esa pregunta? —Sigler saltó como un resorte. Diego recordó que Sergio le dijo que cuando Clara rompió con Sigler e inició una relación con Víctor Trejo, Sigler huía de ella como los vampiros de la luz del sol. Parecía ser un tipo muy celoso, concluyó.

—Seguro que ya se lo habrá contado él, ¿no? —El tono de Clara siempre era igual de sosegado. Su voz tenía un matiz grave que la hacía muy sugerente—. Fue durante los años de universidad, en Madrid.

Clara revivió para los policías algunos detalles que ellos ya conocían por lo que Guazo, Marcos y Sergio Olmos les habían contado. De tanto escuchar la historia, ya creían que aquel maldito Círculo Sherlock formaba parte de sus vidas desde siempre.

—También con usted discutía Sergio a propósito de las aventuras de Holmes.

Clara rio. Aquella mujer era tremendamente atractiva, pensaron los dos policías. Ambos se intercambiaron una mirada que lo decía más claramente que las palabras.

—Claro que sí —dijo Clara—. Bueno, al menos lo intentó.

—¿Qué quiere decir? —quiso saber Diego, que se sentía fascinado escuchando aquella voz sutilmente grave.

Clara les explicó que la primera y última vez que Sergio trató de medir hasta dónde llegaban los conocimientos de Clara sobre las aventuras holmesianas fue cuando hablaron de Violet Hunter.

—¿Y quién diablos es esa mujer? —exclamó Herrera. Empezaba a estar harto de aquella gente, que creía que todo el mundo conocía las dichosas historias del detective.

Clara explicó que en el mes de abril de 1889 Holmes recibió en Baker Street una carta singular firmada por una mujer llamada Violet Hunter. La carta parecía ser una verdadera broma. La mujer consultaba a Holmes si debía aceptar o no un empleo como institutriz. Sherlock creyó, sinceramente, que había tocado fondo. Ya no había verdaderos criminales en Londres, y ahora su oficina se convertía en una agencia que daba consejos a señoritas desorientadas.

Sin embargo, la historia pronto fue adquiriendo un giro cada vez más inquietante. Y, lo que era mejor, Holmes se sintió profundamente impresionado por Violet en cuanto la vio. Tanto fue el interés del detective por la muchacha que Watson creyó que quizá una chispa de amor prendiera con aquella relación. Pero luego se demostró que no fue así.

El empleo que le proponían a la señorita Hunter suponía cumplir algunas exigencias realmente absurdas. Míster Jephro Rucastle poseía una casa de campo en Cooper Beeches, cerca de Winchester, y solicitaba una institutriz para su hijo, pero Violet debía cortarse el pelo tal y como Rucastle exigía, y lucir un vestido de un tono azul eléctrico que, aseguraba, a su esposa le encantaba. El sueldo era más que generoso, pero a Violet aquellas exigencias le parecieron extrañas y fuera de lugar.

—¿Y qué fue lo que ocurrió? —Tomás Herrera parecía haber sido seducido por la historia.

—Eso es lo de menos —intervino Diego—. Dígame por qué discutió con Sergio por primera y última vez a propósito de esa historia.

—Sergio quiso ponerme a prueba y resultó que quien le puso a prueba a él fui yo —confesó Clara.

—¿Ah, sí?

Al parecer, Sergio confió en su magnífica memoria y jugó todas sus cartas tratando de vencer a Clara. ¿Cómo se llamaba la hija de Rucastle que, según él, estaba en Filadelfia? Clara respondió: Alice. ¿En qué hotel se citó Violet con Sherlock? Clara respondió: Hotel Black Swan, en Winchester. ¿Cómo se llamaba el mayordomo de Rucastle? Clara respondió: Toller.

Pero, de pronto, Clara pasó al ataque. ¿Cómo se llamaba el mastín de Rucastle? Sergio respondió: Cario. ¿Cómo se llamaba la agencia de institutrices adonde Violet fue a pedir empleo? Sergio respondió: Westway's. Pero Westway había sido el fundador de la empresa, y no quien la dirigía en aquel momento. ¿Cómo se llamaba la señorita que la regentaba cuando Violet acudió allí? Y Sergio no respondió. Clara repitió la pregunta. Pero Sergio seguía en silencio. Sergio no sabía que la señora Stoper dirigía aquella agencia para institutrices enclavada en el West End.

Consciente de que se enfrentaba a un adversario temible, Sergio Olmos jamás volvió a poner a prueba a Clara Estévez.

Al escuchar el relato, Diego murmuró:

—«La mujer».

—¿Cómo dice? —preguntó Sigler.

Clara miró al detective y sus ojos rieron. Diego se preguntó si habría escuchado lo que había mascullado.

—Bien, creo que podemos irnos. —Sigler se levantó de su asiento.

—Tal vez nos pongamos en contacto con ustedes en otro momento —deslizó Herrera.

—Pensamos quedarnos unos días aquí —anunció Sigler—. Aprovecharemos para ver a algunos viejos amigos. De todos modos, si nos necesitan tienen nuestros teléfonos.

Diego los vio salir de la sala, pero sus ojos se enredaron por debajo de la espalda de Clara Estévez.

Marcos Olmos y José Guazo llevaban más de media hora tratando de encontrar una solución que les permitiera salir airosos, en la medida en que tal cosa fuera posible, del inminente conflicto que se avecinaba. Sergio estaba a punto de llegar. Faltaban cinco minutos para las cuatro de la tarde, la hora en que los dos hermanos se habían citado para hablar sobre la nueva y enigmática nota que Sergio había recibido en su hotel.

—Debíamos habérselo dicho desde el principio —se lamentó Guazo.

Marcos guardó silencio, pero movió la cabeza afirmativamente. Estaba realmente preocupado. No sabía cómo reaccionaría su hermano ante lo que debían contarle. Guazo, pensó, tenía razón: debían habérselo contado cuando llegó.

—También es mala suerte que ella vaya a aparecer precisamente ahora —comentó Guazo.

—Era de suponer que la policía la llamara —repuso Marcos—. El caso es que Clara está aquí, y además se hospeda en el mismo hotel que Sergio. Espero que no se hayan visto antes de que se lo digamos nosotros.

—¿Y qué hacemos con la cena? Ya sabes que yo tengo cosas que hacer, y cada día me encuentro peor, Marcos. Tú lo sabes tan bien como yo.

—Yo no estoy mucho mejor que tú, José, pero creo que sería de muy mal gusto no ir a la cena con los demás. Espero que Sergio lo entienda.

El timbre del portero automático hizo que los dos amigos enmudecieran.

—Supongo que es él —dijo Marcos.

Marcos Olmos contestó a la llamada. En efecto, era Sergio. Abrió la puerta y aguardó la llegada de su hermano. Tenía pensado insistir para que Sergio abandonara el hotel y se mudara a casa, pero quizá cuando le contasen lo que tenían que decirle él se sintiera demasiado ofendido como para vivir bajo el mismo techo que su hermano.

—Buenas tardes —saludó Sergio—. ¡Hombre, Guazo! —añadió al ver al fondo de la sala al médico. A Sergio le pareció que José Guazo había menguado un poquito más en las últimas horas. Lo miró de arriba abajo y volvió a percibir algo raro en él, algo que no se ajustaba a los recuerdos que tenía del médico, pero siguió sin saber qué era.

Marcos había preparado café y lo sirvió en el salón. Los tres se sentaron alrededor de la vieja mesa familiar. Sergio no tardó en darse cuenta de que algo raro sucedía allí.

—¿Pasa algo? —preguntó.

Marcos carraspeó.

—Verás —Marcos parecía buscar las palabras con sumo cuidado—, tenemos que decirte algo.

—¿Qué sucede? ¿Es por lo de la nota nueva? ¿Sabéis algo?

—No. —Marcos movió la cabeza—. No es por lo de la nota. Se trata de algo que te teníamos que haber contado cuando llegaste, pero no nos atrevimos a decírtelo porque tal vez te enfadarías con nosotros.

Sergio paseó su mirada sobre las únicas dos personas en las que creía poder confiar y sintió un extraño escalofrío. ¿Qué estaba ocurriendo?

—Es Clara. —La voz de Guazo pareció un graznido.

—¿Clara? ¿Qué pasa con Clara? —Sergio enderezó la espalda. Guazo y Marcos advirtieron su incomodidad.

—Está aquí, en la ciudad —explicó Guazo—. La policía la llamó para que explicase dónde había estado cuando te entregaron la primera nota en Londres.

Guazo guardó silencio y miró a Marcos, buscando ayuda.

—Sospechaban de ella —prosiguió el hermano mayor. Se pasó la mano por la cabeza rapada en un gesto que denotaba su nerviosismo—. Ya sabes, ella es la única que conoce la clave de acceso a tu ordenador.

—Ya sé que está aquí. Me lo dijo ayer el inspector Bedia.

Durante unos segundos, los tres sorbieron en silencio el café. Descubrieron que se había enfriado y dejaron las tazas sobre la mesa.

—¿Y eso qué tiene que ver con vosotros? —preguntó Sergio—. ¿Por qué decís que me teníais que haber contado algo cuando llegué, si entonces Clara no estaba aquí?

—Verás. —Marcos carraspeó de nuevo—. Clara nos invitó a ir a la entrega de su premio. Invitó a todos los del Círculo Sherlock.

Sergio miró a su hermano con gesto sombrío. De pronto, comprendió lo ocurrido. A pesar de que se había publicado que Clara había dejado a Sergio, e incluso que este había insinuado que ella le había robado la idea de aquella novela, su hermano y su amigo Guazo habían ido a la fiesta en la que Clara recibió el maldito premio de los cojones. Recordó la fotografía que tenía colocada en el tablero de corcho de su casita de Sussex y reconoció al fin la espalda del hombre que aparecía en la imagen charlando con Bullón: ¡era Guazo!

En aquella fotografía aparecían Clara, muy sonriente, y Enrique Sigler cogiéndola por la cintura. Al fondo se veía a Víctor Trejo mirando la escena con una extraña expresión, tal vez repleta de odio o de celos, y, en otra parte de la fotografía, Bullón, con un vaso de whisky en la mano, hablaba con una persona que estaba de espaldas. Sergio no reconoció a Guazo después de tantos años sin verlo, pero ahora sabía que era él. El único que no aparecía en la instantánea era Marcos.

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