Las tres heridas (79 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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—Buenas tardes, ¿vive aquí Antonio Belón? —pregunté.

—Sí, señor, en el cuarto derecha.

Después de darle las gracias, me quedé pensativo, con la mirada perdida en el vacío. El hombre cerró la ventanilla y continuó con su lectura, obviando mi presencia. Me di la media vuelta sin llegar a moverme del sitio, indeciso.

Antonio Belón (cuyo nombre, si la naturaleza hubiera seguido su curso, tendría que haber sido Manuel Abad Manrique), había sido Corredor de Comercio, una profesión ya desaparecida; tenía que haber cumplido los setenta y cuatro en octubre, así que debía que haberse jubilado hacía tiempo. Si vivía en esa casa (la misma en la que vivieron sus falsos padres), era porque la había heredado, de manera que seguramente no había tenido hermanos. Dudé sobre si subir o no, hasta que me decidí por salir a la calle; con paso firme, me arrimé al bordillo de la acera y levanté el brazo para parar a un taxi.

—Calle General Martínez Campos 25, por favor.

Mi mirada vagaba por las calles ruidosas e iluminadas de Madrid, una ciudad anochecida pero que todavía hervía de vida y movimiento. Pensaba en cómo convencer a Teresa Cifuentes para que me acompañase a ver a Antonio Belón. Creía que era ella la que debía decirle quién era en realidad, ella podría hablarle de su madre, su verdadera madre, y de su padre; Teresa tenía derecho a descargar su conciencia con aquella visita. Yo estaría a su lado (siempre que ella me lo permitiera). El taxista tenía un buen aparato de música y por mis oídos penetraba la suave melodía del Aria de la Suite 3 BWV 1068, de Johann Sebastian Bach. La conocía bien porque la dulzura de sus instrumentos solía acompañarme en muchos momentos del día. Me sentía extrañamente emocionado; sin saber muy bien por qué, me parecía estar llegando al final de algo importante, un acontecimiento del que yo había de ser testigo necesario.

Cuando el taxista detuvo el coche frente al portal número 25 de la calle del General Martínez Campos miré por la ventanilla. Saqué la cartera y pagué la carrera. Cuando descendí del coche tuve la extraña sensación de que no era ése el lugar donde había estado hacía sólo unas horas. Pensé en lo que cambia la ciudad entre la vana quietud de la noche solitaria y la hora punta, cuando las calles recuperan el bullicio de coches y gentes discurriendo de un lado a otro.

Me acerqué al portal y entré. También había un pequeño garito de conserje pero estaba vacío, y por su apariencia de abandono debía de llevar así bastante tiempo. Subí lentamente la escalera, que hacía una ligera curva, hasta llegar al descansillo. Un viejo marco de madera con las letras doradas en las que se leía: «Derecha», se veía sobre la puerta oscura.

El timbre resonó en el interior de la casa. Tan sólo se oía el sonido hueco y lejano procedente de la calle. Sin embargo, en la escalera no había ni un solo ruido, como si el edificio estuviera vacío de vecinos. Olía a cerrado y a humedad, como huelen los lugares abandonados largo tiempo. Un escalofrío me heló la espalda y me estremecí. No recordaba esa sensación de abandono cuando llegué la tarde anterior, o tal vez estaba tan nervioso por mi encuentro con Teresa Cifuentes que no lo percibí. La espera se me hizo eterna, y llegué a pensar que no había nadie. Cuando estaba a punto de pulsar otra vez el timbre, oí unos pasos. Indudablemente, se trataba del taconeo de una mujer, pero no pensé que fuera Teresa Cifuentes porque no se correspondía con el paso lento de una anciana, siempre más sosegado, más lento, con menos brío en la pisada. Me erguí como un pavo, nervioso.

La puerta se entreabrió, y tras ella, asomándose con la prudencia de quien no espera visita de nadie, apareció el rostro conocido de Rosa, mi asistenta, mi Rosa. Tanto ella como yo nos quedamos atónitos de vernos el uno al otro. Por fin, asimilada mi imagen, abrió de par en par.

—Don Ernesto, ¿qué hace usted aquí? ¿Ha pasado algo?

—Rosa… yo… —balbucí desconcertado; miré hacia atrás pensando que me había equivocado de piso. En aquel momento caí en la cuenta de que tal vez Rosa limpiaba en casa de Teresa—. No sé si es que me he equivocado… busco a Teresa Cifuentes Martín.

—¿Cómo?

—Quería ver a Teresa Cifuentes Martín —repetí—. Ayer tarde estuve aquí, hablando con ella. Sé que no he avisado y que no son horas, pero es urgente.

Rosa me miraba con tanta extrañeza que me desconcertó, y empecé a convencerme de que me había equivocado de portal.

—Eso que dice es imposible. Mi tía Teresa murió hace un mes.

Abrí la boca y volví a cerrarla, confuso.

—¿Su tía?

—Mi tía, Teresa Cifuentes Martín. Hermana de mi madre —remarcó—. ¿Ocurre algo?

Recordé que Teresa me había hablado de la hija pequeña de su hermana Charito, la única de sus sobrinas con la que mantenía trato.

—¿Es usted la hija de su hermana Charito?

—Sí, señor, Charo se llamaba mi madre.

—Perdóneme… pero… —mi estupefacción, se manifestaba con el balbuceo de mis palabras, torpes e incoherentes—, no me esperaba, nunca hubiera pensado que yo…, que usted… bueno, que quería ver a su tía Teresa, si fuera posible.

—Don Ernesto, le repito que eso es imposible porque mi tía Teresa murió hace un mes.

—¿Teresa Cifuentes Martín? No puede ser…, yo estuve aquí ayer, hablé con ella. Me atendió su hijo Miguel. ¿Está él en casa?

Rosa sonrió condescendiente, como si se compareciera de mi falta de cordura.

—Mi primo Miguel regresó a Buenos Aires ayer mismo, después de leer el testamento. Por cierto, ¿se acuerda de la buhardilla de la que me habló, frente a su ventana? —afirmé con un movimiento de cabeza—, pues resulta que era de mi tía, y me la ha dejado en herencia; como piso no vale nada, pero tiene cosas de un valor incalculable, hasta unos borradores manuscritos del poeta Miguel Hernández. Ya se lo enseñaré, sé que usted sabe apreciar convenientemente esas cosas y me ayudará a acertar con su destino.

Se calló y, durante un rato, la miré anonadado, abriendo y cerrando la boca, como un pez que boquea cuando le sacan fuera del agua.

—Será… —balbuí de nuevo—, será un placer para mí ver esos manuscritos, Rosa, pero… yo… su tía, quiero decir, Teresa Cifuentes Martín, vivía aquí, su hijo Miguel vivía con ella…

—Sí, eso es cierto, mi primo Miguel ha vivido con ella desde que se vino a esta casa, pero aquí ya no le ata nada y ha decidido regresar a Argentina con sus hermanos.

Me puse una mano en la cadera y la otra sobre la cabeza, intentando tranquilizarme. Luego me tapé la cara con la vana esperanza de cerrar los ojos, desaparecer por un instante, y al abrirlos, empezar de nuevo. Pero al retirar mis manos, allí seguía Rosa, mi Rosa, mirándome con los ojos muy atentos.

—Vamos a ver, Rosa, yo estuve aquí ayer por la tarde, hablé con Teresa Cifuentes, la vi con mis propios ojos. —Miré por encima de su cabeza (era más baja que yo), luego volví a posar mis ojos en ella que no dejaba de mirarme. Señalé con el dedo hacia el interior de la casa—. Este corredor lleva hasta un salón que tiene unos cristales esmerilados, y en él hay tres ventanales, con grandes cortinas, y delante del ventanal central hay dos butacas forradas de una tela granate con remates dorados, son… —gesticulaba con las manos, juntándolas para dar énfasis, o colocándolas, una la barbilla y la otra en la cintura, nervioso, alterado por el desconcierto—, si no recuerdo mal, filigranas de hojas; y en medio de las dos butacas, separándolas, hay un velador, con la mesa de mármol de tonos claros con vetas pardas, y tiene las patas de bronce —callé un instante mirándole, expectante—. ¿Es así?

—Don Ernesto, yo no digo que no haya estado en esta casa, pero le aseguro que mi tía murió el 21 de diciembre, y el 22 la enterramos, y que este piso ha estado vacío durante este tiempo salvo unos días que estuvo mi primo recogiendo sus cosas para su viaje; y yo he venido hoy a recoger la ropa de mi tía y a limpiar. Por lo que sé, mis primos han decidido venderlo.

Sentí que el corazón se me aceleraba y que mi estado de ansiedad se elevaba por momentos.

—Le aseguro que yo estuve aquí ayer —callé un instante, para de inmediato preguntarle impaciente—. ¿Podría ver una foto de su tía? Así saldremos de dudas, y sabremos si estamos hablando de la misma persona.

—Claro, pase. Le mostraré la última que le hicieron, hace apenas un par de meses. Yo misma le compré el marco.

Por fin me permitió el paso; la seguí a lo largo del corredor, un corredor conocido. Cuando entramos al salón me quedé mirando a mi alrededor. Era tal y como lo recordaba, aquél era el lugar en el que pasé horas hablando con aquella anciana que me desgranó la historia de Mercedes, de Andrés, de Arturo y de ella misma. ¿Qué estaba pasando? ¿Dónde estaba Teresa Cifuentes Martín?

Rosa cogió un marco que había en una estantería y me lo tendió. Lo cogí sin dejar de mirar a Rosa, alertado de que, en cualquier momento, estallase aquella ofuscación en la que parecía moverme, aquella alucinación que me desconcertaba. Noté un temblor extraño recorrer mi cuerpo. Por fin miré la imagen de la foto. Me estremecí al contemplar el rostro sereno de Teresa Cifuentes Martín observándome desde la quietud del retrato, con sus ojos penetrantes, grises, casi transparentes, con el mismo jersey de cuello alto, el mismo pelo blanco cardado de peluquería, el mismo gesto conocido: esa sonrisa blanda que parecía siempre despuntar de sus labios. Sentada en la misma butaca en la que había estado el día anterior hablando conmigo, como si aquella instantánea la hubiera tomado yo mismo la tarde anterior. Acaricié el cristal que cubría la foto, y hasta mi nariz (e inmediatamente a mis sentidos) llegó un ligero aroma a azahar, el mismo perfume que desprendía Teresa Cifuentes.

Levanté los ojos para mirar a Rosa, que me observaba en silencio. Recordé sus palabras sobre los sueños de los que nos dedicamos a escribir, sueños que a veces se confunden con la realidad. Una ficción puede llegar a hostigar tanto sobre nuestra mente en busca de una historia que contar que al final se hace real.

Volví mis ojos a la foto, intenté concentrarme y pensar en lo que había hecho el día anterior. Mis recuerdos eran claros desde que la puerta del principal derecha de la calle de General Martínez Campos se abrió y apareció sonriente ese hombre, Miguel, alto, delgado y elegante, de pelo cano que me llevó hasta Teresa Cifuentes. Sin embargo, me costaba recordar cómo había llegado hasta allí. No me acordaba de dónde había dejado el coche, ni siquiera de mi paso por el portal. Era como si mi mente sólo hubiera grabado el momento en el que se abrió esa puerta, como si de repente me hubiera plantado allí. Retrotraje mis recuerdos a lo que hice por la mañana: leí mucho (terminé
El conde de Montecristo
, releído por enésima vez), había pasado mala noche y me acosté a media mañana cuando todavía estaba Rosa por la casa. Luego, nada. Me sobresalté. No recordaba nada. Mi siguiente recuerdo era la puerta del piso, abriéndose.

No hubo más palabras. Le devolví el marco, agradecí su paciencia y bajé a la calle. Busqué en la memoria de mi móvil el número que había marcado cuando llamé a Teresa Cifuentes por primera vez, subí el cursor arriba y abajo sin conseguir hallar el dichoso teléfono, busqué en registro de llamadas, en la lista de contactos. Las llamadas entrantes hechas por ella habían sido con número oculto, así que era inútil buscar. Abrí el cuaderno y hojeé buscando con frenética avidez el que había apuntado de la chica de los mármoles. Marqué cada uno de los dígitos, pero para mí desesperación la voz enlatada e impersonal indicando que el número al que llama no existe me dejó aturdido y decepcionado. Guardé el móvil, paré otro taxi y me dirigí de nuevo a la plaza de la Independencia. Me detuve al ver cerradas las puertas de madera del portal número 8. Empujé con tanta resolución como ineficacia. Miré el reloj; eran las ocho y media. El portero debía de haber terminado su jornada y se había ido. Me acerqué a los timbres del portero automático. En un cuadrado pequeño, con dificultad por la falta de luz, se leía cuarto derecha. Presioné el pulsador y sonó el timbre metálico y hueco.

—¿Sí?

Era la voz de una mujer. Me acerqué todo lo que pude al recuadro de la pared por donde salían y se recogían las voces.

—¿Antonio Belón Santos?

—¿Quién le llama?

No supe qué decirle, y por un momento me quedé mudo.

—¿Oiga?

—Sí —respondí, nervioso—, verá, vengo de parte de Teresa Cifuentes Martín. Tengo algo importante que decirle.

Después de un silencio, para mí estridente, la mujer me dijo que esperase un momento.

Aguardé pegado a la pared, como si tuviera miedo de no oír.

—Le abro.

La voz de la mujer fue tan repentina que me costó reaccionar al sonido de apertura de la puerta. Empujé casi en el último momento y entré al portal oscuro, envuelto en una penumbra sólo iluminada por el resplandor que, conmigo, al abrir la puerta, entraba de la calle. Encendí el interruptor que había a la entrada y todo se iluminó con una luz blanquecina. Frente a la garita en la que antes estaba el portero y que ahora aparecía vacía, estaban las escaleras. Eran de madera, similares a las de la casa de Teresa Cifuentes, con la diferencia de que en ésta había un ascensor en el hueco del centro, era de los antiguos (de esos que tienen doble puerta abatible), con un enrejado que le rodeaba y que permitía ver a través de la celosía de hierro subir o bajar la cabina. Me metí en el ascensor, pulsé el botón del cuarto y sentí ascender la plataforma bajo mis pies lenta y pausadamente con un pesado ruido. Era todo de madera, incluso el suelo. Se detuvo con un brusco frenazo. Abrí las dos puertezuelas de la cabina, y luego la de la cancela. Las cerré y, por fin, me volví hacia el descansillo. Había dos puertas, una frente a otra. Me situé delante de la derecha y tomé aire para intentar tranquilizarme. Toqué el timbre que resonó fuerte en el interior rasgando el silencio de la escalera. Casi al instante, oí el sonido de unos pasos lentos, arrastrando una de esas zapatillas de andar por casa llevadas en chancla. La puerta se abrió y apareció un hombre de más de setenta años (Antonio Belón, me imaginé en el primer momento, o Manuel Abad, pensé de inmediato). Nos quedamos mudos, mirándonos fijamente, inmóviles.

—¿Es usted Antonio Belón Santos? —reaccioné por fin.

—Yo soy.

—Soy Ernesto Santamaría. Necesito hablar con usted.

—Le ha dicho a mi esposa que viene de parte de Teresa Cifuentes Martín.

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