Las tres heridas (73 page)

Read Las tres heridas Online

Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
4.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No te preocupes, hablaré con él, pero necesito tiempo…

—No tengo tiempo —interrumpió furibundo—, si me encuentran, me matan.

—Nadie te va a matar. Tienes que confiar en mí. Te sacaré de Madrid, y yo me iré contigo. Nos casaremos y seremos felices lejos de esta ciudad y de este país que parece no haber aprendido nada. Mientras tanto, te quedarás aquí. ¿Te ha visto entrar la portera?

—No. Pero me conoce. Si sabe que estoy aquí, me denunciará, seguro, es una fulera.

—Cerrarle la boca tiene fácil remedio, déjalo de mi cuenta; pero no puedes moverte de aquí hasta que encuentre la manera de sacarte de Madrid. Te traeré comida y todo lo que necesites.

—¿Y doña Matilde y los demás? Hay que ayudarles. Es injusto que estén detenidos.

—Cada cosa a su tiempo, Arturo. Sé que es una injusticia, pero hay demasiadas, y me siento incapaz de atender a todas. También tenemos que buscar a Andrés, Mercedes lleva toda la guerra esperando su turno, y no voy a abandonarla.

—No te preocupes por eso —intervino Mercedes—, creo que será mejor que regrese a Móstoles. Si como dice el tío Manolo, está vivo, no tardará mucho en aparecer.

—No puedes marcharte ahora. Te necesito a mi lado más que nunca.

—Yo ya no hago nada en Madrid, y, además, tus hermanos me quieren fuera de tu casa…

—Mis hermanos pueden decir lo que quieran, también es mi casa.

Se quedaron en silencio, con miradas esquivas. Teresa tenía en la cabeza el nombre de Jorge Vela, tal vez él pudiera hacer algo, no sólo por encontrar a Andrés como se había comprometido, sino también por ayudar a Arturo. No le había pasado desapercibido que el chico se había fijado en ella. Si sabía utilizar con acierto ese interés podría conseguir a través de él lo que sus hermanos le negaban.

Arturo se fijó en el paquete que había dejado Mercedes sobre la mesa.

—¿Qué es?

—Ah, es para ti. Me lo dio Emiliana, la portera. Ha llegado hoy mismo. Es de Miguel.

Arturo se levantó y rasgó el papel.

—Tenemos que irnos —le dijo Teresa—. Volveré en cuanto me sea posible y te traeré lo que necesites. Haré todo lo que esté en mi mano para ayudarte, pero no hagas ninguna tontería. Espera a que yo regrese.

—No me moveré, pero sácame de aquí cuanto antes o te aseguro que no duraré mucho.

Echó la llave a la puerta y se volvió hacia la caja. La abrió y de su interior sacó un sobre sin remite ni remitente. Contenía una carta de Miguel, fechada el día 15 de marzo, en la que le decía que estaba en casa con Josefina y Manolillo, y le pedía que guardase el contenido de la caja hasta que se volvieran a ver.

Dejó la carta sobre la mesa y extrajo lo que había en el paquete: un ejemplar de
El rayo que no cesa
, con una dedicatoria hecha en lápiz y fechada también el día 15 de marzo de 1939:

«Si nuestros caminos vuelven a cruzarse será cierto que habremos salvado un destino negro. En esta senda que emprendo hacia la libertad, te llevo conmigo, mi querido amigo, mi buen amigo. Un abrazo. Miguel Hernández.»

Una sonrisa lánguida y melancólica le surgió en sus labios. Tragó saliva, embargado por la emoción. Sacó otro libro encuadernado en rústica, con una cubierta de tonos tierra, sobre las que estaban impresas en letras blancas el título —
El hombre acecha
— y su nombre —Miguel Hernández— en letras negras. Abrió la cubierta y comprobó que también se la había dedicado:

«Mi buen amigo Arturo, custodia ésta, mi obra impresa y no publicada, que el tiempo decida su suerte, y la nuestra. Con mi reconocido afecto, Miguel Hernández.»

Resopló para ahuyentar las lágrimas inoportunas que emborronaban la visión. Respiró para tranquilizar el abatimiento que sentía, preguntándose una y otra vez cómo habían llegado a ese callejón sin salida, sin esperanza, cómo salir, cómo huir de aquella ratonera en la que se había convertido su vida.

Lo dejó sobre la mesa, junto al anterior, y de nuevo introdujo la mano en la caja. Sacó otros tres libros más,
Romancero Gitano
y
Mariana Pineda
, de García Lorca, y un ejemplar de
La destrucción o el amor
, de Vicente Aleixandre, éstos dedicados por sus autores a Miguel, con emotivas palabras de admiración y amistad. Debajo había una carpeta de cartón azul muy usada, que se cerraba con gomas de color rojo. Las soltó para ojear el interior. Reconoció la letra de Miguel en unas cuantas cuartillas escritas de tamaños y textura diferentes; letra menuda y suelta, con algunos tachones. Al leerlas se dio cuenta de que eran versos de prueba de la elegía que había dedicado a Ramón Sijé. Arturo se sintió estremecer porque aquella composición, grabada en su memoria de tanto analizarla y gozarla por su perfección poética, parecía tomar un terrible protagonismo en aquellos días tan repletos de lamentos e infortunio. También había pruebas de otros poemas que ya habían sido publicados o que se incluían en su última obra de
El hombre acecha
. En la última cuartilla vio un verso corto que no conocía. Había escrito una primera frase:
«Vino con tres heridas»
, pero tachó el verbo
«Vino»
para escribir encima
«Llegó»
. Arturo leyó el poema; eran tres estrofas, cortas pero contundentes. Un escalofrío le recorrió la espalda y sus ojos (irremediablemente esta vez) se colmaron de lágrimas que intentó ahogar pasando su mano por su cara, como si quisiera borrar la visión de esas tres heridas, la del amor, la de la muerte y la de la vida.

Teresa Cifuentes Martín

Tan absorto estaba escuchando aquel relato que me sobresalté cuando una luz se encendió a mi espalda. Me giré, incómodo por la interrupción.

—Estáis casi a oscuras —dijo Miguel.

—Gracias, hijo —añadió Teresa Cifuentes, aturdida, como si regresara de un largo y profundo sueño. Tenía los ojos entrecerrados ante lo súbito del alumbrado, y, a pesar del agradecimiento dado a su hijo, frunció el ceño evidenciando que la penumbra del atardecer abocaba a la conveniente intimidad con que repasar y declamar los recuerdos. Después de encender la luz, Miguel volvió a salir del salón dejándonos solos otra vez—. No sé a usted, pero a mí me gusta esta sensación de ser tragada por el anochecer. Ahora, en seguida se enciende todo, ¡Santo Cielo!, ni que temieran la oscuridad —cambió el gesto y me sonrió amable—. ¿Le apetece otro café?

Negué con vehemencia. Ansiaba seguir escuchándola. Lo hacía, embelesado, desde que había llegado a ese piso de la calle del General Martínez Campos, número 25, tres minutos antes de que dieran las cinco. Me había recibido Miguel (el más joven de los hijos de Teresa Cifuentes), rondaba los sesenta años, alto, delgado, mesurado en sus formas y buen porte en el vestir. Nada más abrir y tenerlo frente a mí, me presenté y pregunté por Teresa Cifuentes Martín. Mi voz tembló. Miguel afirmó cordial. Se hizo a un lado. «Pase, mi madre le espera.» Accedí a la casa cohibido, con un incontrolado temor a molestar. «Acompáñeme, por favor. ¿Querrá usted un café?» Agradecí el ofrecimiento y lo seguí por un pasillo largo y ancho, de techos altos y decoración recargada y antigua. Refrenaba cada uno de mis pasos para amortiguar el crujido del piso de madera que rompía el silencio reinante en la casa. Más allá de sus vetustas paredes se apreciaba, muy atenuado, el estallido propio de la ciudad. A izquierda y a derecha se sucedían puertas anchas, cerradas, de pomos antiguos y madera seca a falta de una buena capa de barniz. Extravagantes cornucopias se alternaban con cuadros oscuros de marcos dorados; las paredes mostraban un color opaco que hacía más sombrío el largo corredor. Al final del mismo se abría una puerta de doble hoja con cristales esmerilados; de su interior refulgía la tenue claridad procedente de la calle. «Madre, está aquí el señor Santamaría», dijo precediendo mi paso; se detuvo, se volvió hacia mí y se echó a un lado para permitirme la entrada. Era un salón de los de antes: amplio, alto y atestado de un rancio pasado; parecía detenido en un tiempo inveterado. Los muebles y las tapicerías exhalaban aromas añejos; tres balconcillos con ventanas de doble hoja se abrían a la calle, despejados de cortinas, fruncidas y amontonadas a los lados enmarcando cada uno de los miradores. Frente al balcón central había dos butacas, una junto a la otra, dispuestas hacia la calle, separadas por un velador con la superficie de mármol y cuatro patas de hierro forjado que se retorcían desde el suelo hasta la base. En una de las butacas, la que quedaba a mi derecha, se hallaba sentada Teresa Cifuentes Martín. Mi primera impresión al ver su perfil había sido la de un ser frágil, delicado, consumido por los años; sin embargo, cuando estuve frente a ella noté un aura de fortaleza en sus maneras, en sus formas, en su voz.

Mi timidez inicial desapareció en seguida debido el trato amable y cordial dispensado desde el primer instante por mi anfitriona. Sobre el velador que nos separaba había unas gafas de ver encima de dos libros de Vargas Llosa, viejas ediciones con las cubiertas desgastadas secuela de múltiples lecturas. Asomaba entre sus hojas un punto de lectura plastificado. Durante los primeros minutos charlamos de literatura, de la grata sensación que producía la lectura de un buen libro, de mis preferencias y de las suyas, así como de los distintos autores, españoles y extranjeros, que había conocido a lo largo de su vida, a muchos y mucho, afirmaba con seguridad, sin atisbo de arrogancia pero sí de una grata complacencia, nombrando entre otros a Alberti, a su mujer Teresa León, a Miguel Hernández —alcé las cejas anonadado al oír su nombre— a Carmen Laforet, Neruda, María Zambrano, Juan Ramón Jiménez —con el que, me dijo, se encontraba en octubre de 1956, en el momento en el que le comunicaron que había sido galardonado con el premio Nobel de literatura, en el transcurso de una visita hecha a Zenobia, su esposa, ingresada en una clínica de Puerto Rico, donde moriría tres días después de recibir la noticia de tan ilustre distinción— por supuesto a Mario: de aquella manera se refería a Vargas Llosa para darme a entender su cercanía con tan afamado y admirado escritor.

Mi primera impresión fue la de que había viajado mucho, se la veía una mujer de mundo; nada tenía que ver con las ancianas de su edad que les había tocado bregar en su juventud y la mayor parte de su madurez con la angosta y oscura sombra de la dictadura franquista. Pero no quise preguntarle. No era el momento, dejé que ella llevase la voz cantante en la conversación, y, además, la llevaba muy bien, y yo me sentí mucho más cómodo de lo que podría haber imaginado.

Ella, por su parte, nada me preguntó acerca de mi interés en la historia de Mercedes y Andrés. Desde el primer momento, tuve el extraño presentimiento de que conocía detalles sobre mí, de mis intenciones y de los pasos que había dado hasta llegar a descubrir el último paradero de la pareja en el cementerio de Móstoles. Había llevado conmigo la caja de hojalata adquirida en el Rastro (no así el sobre sustraído de la buhardilla; había decidido esperar a ver qué me encontraba antes de confesar mi conducta reprobable). Cuando se la mostré, se emocionó, esbozó una tímida sonrisa y la cogió temblando, como cuando se halla algo perdido desde hacía años. «Dios mío, esta caja, todavía rodando por ahí —me dijo—. Era de caramelos. Una mujer se la regaló a mi padre unos días antes de la guerra, en agradecimiento por salvar la vida de su hija durante un parto difícil. Cuando los dulces se terminaron, me la quedé yo y luego se la di a Mercedes; y ahora, mira tú donde ha acabado.» Abrió la tapa con un sonido metálico. La foto del matrimonio en la fuente de los Peces de Móstoles apareció ante sus ojos; la miró fijamente durante un rato, rozando levemente con la yema de su dedo la superficie apergaminada del cartón; noté estremecer su barbilla, y una sonrisa rota de tristeza quedó dibujada en sus labios. «Qué pena —su voz fue sólo un murmullo sutil, apenas perceptible—, qué futuro tan hermoso esfumado por la maldita guerra.»

Casi sin darme cuenta, Teresa Cifuentes empezó a relatar los recuerdos, aferrados a su memoria, de aquel domingo 19 de julio en el que todo se quebró de repente. Las palabras fluían suaves de sus labios, embriagados en el precipitado atardecer de invierno. El salón quedaba al margen de la realidad presente y en su interior me resultaba fácil sumergirme en el pasado evocado. Apenas me dedicaba alguna fugaz miraba; sus ojos diáfanos, suspendidos siempre en un punto perdido. Así fue enlazando la historia vivida: la suya propia, la de Mercedes, Arturo y Mario, la de sus padres, su hermana, los dos mellizos, así como todos y cada uno de los actores secundarios que, de una forma u otra, se cruzaron con ella en aquel tiempo pasado. Me relató sin ambages los horrores de los que fue testigo en aquel verano funesto, horrores que abocaron sin remedio hacia años aciagos, envueltos primero en una guerra fratricida, dolorosamente prolongados después con la paz terrible, vengativa, represora, mortal: el hambre, la miseria, material y humana, la revancha envuelta en rabia incongruente, la envidia, la traición conformada en un profundo resarcimiento, un odio amasado en los años de contienda, una perversa y mezquina animadversión a todo lo que no estuviera posicionado con meridiana claridad del lado del vencedor. Sus palabras mostraban la desesperanza y el miedo de muchos, ese miedo paralizante inductor a la terrible indiferencia que vació tantas memorias. Yo escuchaba absorto, mecido por su voz laxa, delicada, hasta que ese haz de luz rompió el hechizo de aquel prodigio.

—Continúe con la historia, se lo ruego —insistí, inquieto porque el tiempo de aquella conversación de pronto se agotase.

Ella me miró con una sonrisa blanda. Frunció el ceño y se quedó pensativa, como si estuviera intentando escarbar en sus recuerdos.

—¿Dónde estábamos?

—Me contaba que Arturo había conseguido huir…

Me interrumpió con un gesto de la mano, dándome a entender que había retomado el hilo de la historia.

—Mercedes y yo abandonamos la buhardilla con la intención de regresar esa misma tarde provistas de medicinas y comida, además de algo de lectura y utensilios para escribir con los que matar el paso de un tiempo, un tiempo lento, tedioso, desalentado y conturbado en la incertidumbre de un futuro cada vez más negro. Al salir a la calle, volvimos a ser testigos de la euforia desenfrenada y alegre que vivía la gente; sin embargo, mi optimismo de los primeros días se había desmoronado por completo. El regreso de mis hermanos me hizo comprender que, siendo cierto que la guerra había terminado, la paz, tan ansiada por todos, tardaría mucho tiempo en llegar. Igual que tres años atrás, los planes de futuro se derrumbaban inexorablemente como un castillo de naipes, y empecé a asumir, con cierta amargura, que nada volvería a ser como antes porque ninguno de nosotros (los que habíamos tenido la ventura, o la fatalidad, de sobrevivir) éramos los mismos. Había demasiado odio acumulado, demasiado resentimiento almacenado como para dejar de lado el macabro sendero de la muerte, de la desconfianza, del sometimiento y de la exterminación de los desafectos, de cualquiera que resultase sospechoso. Se iba a mantener, impertérrita, la liquidación personal derivada de la venganza, las rencillas personales, la envidia, todo igual que antaño, pero ejecutado y consumado, no tanto en la desidia o en el desGobierno que se vivió en las calles de Madrid al principio de la guerra, sino en una justicia torticera, despótica, sectaria y malevolente que convertía cualquier vana nimiedad del contrario en un grave delito, condenando a miles de inocentes a muerte, a interminables años de cárcel, o a vivir en la miseria apartados de cualquier posibilidad de ganarse la vida, depurados como apestados de sus puestos de trabajo, mientras se elevaba a la categoría de héroes de la patria a los más sanguinarios, a los traidores o a los más déspotas, siempre y cuando rindieran pleitesía a los poderes establecidos desde ese momento, cuya máxima autoridad era Franco, representados en la Iglesia sectaria y beata, el Ejército patriota y nacional de una España única y excluyente, además de la Falange, que no tuvo inconveniente en enterrar la honestidad original de su ideario, para acomodarse al nuevo estamento de poder y, de esta manera, no quedar relegado a la desafección. Todo el que pertenecía a uno de estos cuerpos tenía asegurada la promoción. La sartén por el mango, sí señor. El que se acopló al sistema (le sorprendería la cantidad de gente, de toda clase y condición, que lo hizo) tuvo el futuro consolidado en el oscuro caos que siguió a la guerra.

Other books

La reina sin nombre by María Gudín
Robin Cook by Mindbend
Taming the Beast by Emily Maguire
Beaming Sonny Home by Cathie Pelletier
Bluebonnet Belle by Lori Copeland
Run by Michaelbrent Collings