Las tres heridas (68 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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—¿Dónde estás ahora? —le preguntó Arturo, una vez acomodados, y después de haber pedido al camarero dos tazas de manzanilla caliente.

—He pasado unos días con Víctor, el escultor, metidos en una imprenta en la calle Garcilaso, pasando frío y hambre. Y desde hace dos estoy en casa de Cossío. Dadas las circunstancias, es el lugar más seguro. Aleixandre y él me dicen que me vaya de España, pero yo quiero volver a Cox, con Josefina y el niño; allí estaré seguro; no creo que nadie me quiera tan mal como para denunciarme.

—Ten cuidado, Miguel, las cosas están negras para todos, pero sobre todo para los que lleváis el carnet del partido comunista —chascó la lengua con un mohín contrariado—. Nos estamos matando entre nosotros…, los nacionales tienen que estar descojonándose del espectáculo.

—Dímelo a mí, que ya no sé ni de quién tengo que esconderme, ni quiénes son los míos o quiénes mis enemigos. Precisamente vengo de la embajada de Chile. Allí todo es un caos. Ahora son los nuestros los que piden asilo; le he hablado a Morla de la posibilidad de refugiarme allí, por si acaso, pero como dentro está lleno de fascistas que todavía no se atreven a salir, no me asegura que respeten mi integridad.

—Es normal, cada vez está más cerca su triunfo y nuestro fracaso.

—Cómo cambian las tornas —murmuró el poeta.

—Deberías salir de España, al menos por un tiempo, a ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Haz caso de lo que te dice Cossío. Seguro que alguno de ésos te proporciona un buen sitio a donde ir.

—Conmigo no se atreverán, bastante metieron la pata con Lorca.

—Si ganan la guerra harán lo que les venga en gana.

—Me dice Neruda que en Chile me acogerían con los brazos abiertos, pero ¿qué hago yo en Chile?

—Vivir, ¿te parece poco? No lo pienses, Miguel, vete ahora que puedes.

—Ése es el problema, Arturo, que no puedo. Morla me ha dicho que ya tengo el pasaporte, pero me da miedo de ir a retirarlo; tal y como están las cosas con todo lo que huela a comunista, seguro que me encierran, si antes no me pegan un tiro.

—Yo tampoco tengo pasaporte, ni siquiera lo he pedido.

Se apartó un poco para que el camarero pusiera las tazas sobre la mesa. Los dos abrazaron con las manos la loza hirviente.

—Además, yo no estoy por la labor de huir de mi país —añadió Miguel. Levantó la vista y la clavó en los ojos de Arturo, como si quisiera atrapar toda su atención—. Si nos vamos, nos convertimos en desertores, y eso me inquieta más que permanecer aquí.

—Yo pienso lo mismo, Miguel, pero me temo que, por una buena temporada, vamos a tener que enterrar bajo tierra ideas y principios; nos va la vida en ello. Aquí se ha impuesto el sálvese quien pueda, y al que no se espabile lo van fundir, ya lo verás —se mantuvieron callados un rato, cabizbajos y meditabundos. Arturo miró a su amigo—. Tienes que irte, Miguel, de nada servirás a la causa si te matan. Ya tuvimos bastante con la muerte de Lorca.

—Te agradezco que me pongas a la altura de Federico —agregó Miguel, ufano—, eres un buen amigo.

—De poco le vale a España otro poeta muerto, otro héroe, o peor, otro antihéroe. Mira cómo trataron al gran Unamuno.

—Ése fue un tibio, te lo digo yo.

Arturo dio un respingo.

—Para ti la perra gorda, ya hemos discutido demasiado sobre ese asunto. —Le miró con fijeza y le señaló con el dedo índice—. Esta sociedad necesita de tu poesía, no puedes arriesgarte a privarnos de continuar gozando de tu obra por una falta de prudencia. Tienes la obligación moral y patriótica de protegerte y de vivir.

Miguel le dedicó una mirada meliflua.

—Lo dicho, eres un buen amigo —se llevó la taza a la boca. Sorbió un poco y volvió a dejarla con gesto hastiado—. Cuesta tanto acostumbrarse a la muerte de Federico. Cómo es posible que hayamos perdido para siempre a un maestro como él. Cómo es posible que unos malnacidos que se les puso en la frente que tenían que cargárselo hayan privado a la humanidad de su poesía y de su teatro. Mal rayo les parta, sentina de burgueses mal criados… —torció el gesto con una sonrisa rota—. ¿Te enteraste de que los fascistas estrenaron
La casa de Bernarda Alba
?

—No es de extrañar, tenía amigos fascistas.

—Eso es falso, Arturo. No te creas sus mentiras, Lorca era uno de los nuestros —quedó un instante callado y pensativo—. Tiene huevos, encima nos quieren robar a nuestros intelectuales.

—Mejor que conozcan la obra de Federico a que la destruyan. Algo bueno sacarán.

—Todo es una pose para aparentar una ilustración que no tienen.

—Me da lo mismo quién utilice su obra, el caso es que se conozca, se honre y se extienda. La obra de Lorca y de los maestros como él no pertenece a nadie, es universal. Creer lo contrario puede resultar mucho más dañino que su persecución.

—¡No me compares, Arturo, coño! Éstos son unos cafres, si la mayoría no sabe hacer la o con un canuto, sólo entienden el lenguaje de la mano dura, siempre contra el más débil.

—Si eso no te lo discuto, Miguel, pero mejor que vean y aprecien las obras de Lorca que no otras.

Miguel movió la cabeza de un lado a otro, con los ojos clavados en la taza medio vacía.

—Maldita guerra —murmuró contenido—. Nos ha marcado a sangre y fuego como si fuéramos
ganao
.

—Entre unos y otros hemos machacado este país para mucho tiempo.

—A mí no me metas en el mismo saco que esa chusma fascista.

—Chusma hay en todas partes —farfulló Arturo con un mohín de desidia, echando una rápido mirada hacia la gente que se hacinaba en el local.

Miguel alzó las cejas, sorprendido.

—A ver si los vas a defender ahora…

—No, Miguel, ¿cómo voy a defenderlos? ¿Crees que estoy loco? Pero es que en este país nuestro, tan visceral, resulta obligatorio ponerse de un lado o de otro, nadie puede ser neutral, o tibio como tú dices. He presenciado tantas muertes de infelices, inocentes de toda culpa, he visto tanto sufrimiento, tanto horror…, tanto sacrificio para qué.

—Para mantener la libertad, nuestra libertad, Arturo —calló un instante y buscó sus ojos—. ¿Qué te pasa? Sabes mejor que yo que si no aplastamos al fascismo serán ellos los que nos aniquilen como ratas.

Arturo chascó la boca y movió la cabeza de un lado a otro, con la mirada perdida en la profundidad amarillenta de su taza. Se sentía derrotado y eso le hacía débil, frágil, tibio como él decía. No estaba seguro de tener miedo, de lo que estaba convencido era de que las heridas que se habían abierto tardarían generaciones en cerrarse.

—Dejemos el tema, Miguel, estoy cansado, más que cansado me encuentro vencido.

—Y hambriento, que el hambre lo primero que mata es el entendimiento —hizo una pausa; luego, continuó más distendido—: ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer?

—Yo no tengo a donde ir. Y además, las noticias de los que consiguen salir no son muy alentadoras.

—Hay de todo, ya sabes, incluso entre los nuestros ha habido clases, todos esos que han vivido la guerra como si fuera la
belle époque
, comiendo y durmiendo como marqueses, han salido por piernas en cuanto han visto las orejas al lobo, pero no como el resto, no, ésos se van cómodamente en avión o en camarotes de primera, y serán recibidos como grandes héroes de la causa. Maldita sea —masculló entre dientes con la mirada en el vacío—. Servidores de la patria…, unos cabrones, eso es lo que son, comunistas de pacotilla sin escrúpulos ni moral.

Arturo sabía de las diferencias que le separaban de algunos de los que formaban la Alianza de Intelectuales Antifascistas, y sobre todo de sus discrepancias y disputas (de las que, en ocasiones, había sido testigo) con Alberti y su mujer, María Teresa León, sobre la diferente forma de sobrevivir que habían tenido unos y otros durante la guerra. Sonrió lacónico.

—Ellos tienen fama —continuó Arturo, apesadumbrado—, su obra es conocida en el mundo entero, no les faltarán países que les acojan conscientes de que se quedan con los mejores intelectuales que ha parido este país quebrado. Pero nadie da asilo a un escritor mediocre.

—Ten un poco de paciencia y todos se rendirán a tus pies.

Le miró y esbozó una sonrisa entristecida.

—Paciencia vamos a necesitar todos, y nadie se rendirá a mis pies, porque soy yo el que me rindo. No tengo talento, Miguel. No sirvo para esto. Soy un simple proletario de la literatura.

—No seas tan duro contigo mismo. Mantén la dignidad, hazme caso, tu hora llegará cuando consigas hacerte con un nombre en este mundo complicado y clasista, y luzcas con honores gracias a tu obra. Fíjate en mí, ¿qué más me da que me tilden de pastor, de poeta pobre y desvalido? Fue esa imagen la que me abrió las puertas a los intelectuales madrileños rancios y arrogantes que me acogieron por aparente caridad literaria, pero lo cierto es que yo era mejor que muchos de ellos, y ante esa evidencia no les quedó más remedio que doblegarse a mi obra. Qué me importa que se refieran a mí como un pastor, realmente lo fui, no tengo los estudios que ellos han tenido, ni las oportunidades con las que han contado, pero tengo mi talento, y lo trabajé hasta conseguir el reconocimiento de los que antes me ignoraban o me denostaban. Siempre he sabido que estaba destinado para este oficio, eso ni me lo quita ni me lo pone nadie, y tú harás buena literatura, date un poco de tiempo, y mientras, disfruta escribiendo.

Arturo sonrió.

—Tal vez tengas razón —calló un instante, y esbozó una sonrisa agradecida—. De todas formas, creo que me quedaré en Madrid. No quiero dejar a Teresa.

—Que se vaya contigo.

—Ya la conoces, es terca como una mula, está convencida de que su familia, ahora falangista por los cuatro costados, me protegerá.

—Tú sabes que no lo harán.

Arturo alzó los ojos, e intentó cargar de firmeza sus palabras.

—Me lo deben. Yo los ayudé. Gracias a mí están vivos.

Miguel abrió una sonrisa laxa. Bebió otro sorbo del líquido dulzón.

—Esa gente no tiene corazón. Anda con cuidado, Arturo, la guerra carga las conciencias sólo para la venganza y el odio, no hay espacio para la compasión.

—Yo qué sé, Miguel, a veces me da todo igual —se calló y removió la manzanilla con la cucharilla. Luego, levantó la cara y le preguntó—: ¿Y Josefina y el niño, cómo están?

—Van tirando —contestó Miguel, encogiendo los hombros—. Sufriendo pena y hambre, como siempre. La angustia que llevo aquí dentro por la muerte de mi niño del alma no se pasa, Arturo, no se pasa… sigue ahí y duele… duele mucho…

—Ahora tienes a Manolillo, él te colmará de felicidad.

—Ya lo hace, te aseguro que sí; pero una cosa no quita a la otra, y el miedo a que éste también se me muera me rompe por dentro.

Arturo intentó cambiar de tema. Sabía que la pérdida de su primer hijo unos meses antes, y el nacimiento del segundo hacía apenas dos meses, hacía que los sentimientos fuesen contradictorios y chocantes, incidiendo aún más en el frágil equilibrio de su amigo.

—¿Has escrito algo últimamente?

Miguel sonrió y apuró el contenido de su taza. Luego, se echó la mano al bolsillo de su chaqueta y sacó una libreta de octavo menor con tapas de cartulina gris. Se lo tendió; Arturo lo abrió y lo trashojó. Eran composiciones escritas a lápiz, versos de prueba llenos de tachones y correcciones.

—Queda mucho trabajo que hacer, pero escribir es lo único que me ayuda a soportar toda esta mierda —observaba a Arturo cómo ojeaba los versos más limpios—. Le escribo al hijo muerto, al vivo, a la mujer, y a toda esta maldita guerra que tantas heridas nos ha causado, aunque, a veces, no tengo fuerzas, ni ganas, o tal vez se me esté secando el cerebro… tampoco me extrañaría, con todo lo que está pasando…

—Pues esto tiene muy buena pinta —le devolvió la libreta—. ¿Qué ha pasado con
El hombre acecha
? La última vez que nos vimos me dijiste que saldría publicado muy pronto.

—Hace un mes estuve en Valencia; me pasé por la imprenta y estuve viendo las pruebas de las cubiertas.

—Ya verás cómo funciona.

—No sé, Arturo, no sé… esto se acaba, y precisamente no muy bien para nosotros.

De nuevo volvieron a caer en un silencio apesadumbrado, largo, envuelto en el barullo de voces que les rodeaban.

—¿Te has enterado de lo de Francia? —añadió Arturo con la intención de romper el incómodo silencio—. Ha reconocido el Gobierno de Burgos. Son unos hijos de mala madre. Ésos sí que nos han traicionado.

—Nos han traicionado todos, incluso los nuestros. Por eso vamos a perder esta guerra.

Miguel apuró los restos de azúcar que se habían quedado en el fondo de la taza vacía. Dejó la cucharilla y consultó su reloj de pulsera, regalo de boda de su amigo Vicente Aleixandre.

—Tengo que marcharme.

Se levantaron y salieron a la calle. El frío era intenso, demasiado para ser marzo. No muy lejos, se oían tiros y el tableteo de metralletas.

—Si decides salir de Madrid, no dejes de escribirme a la pensión; por ahora, yo de allí no me muevo.

—Tendrás noticias mías. Cuídate, Arturo, y no te fíes ni de tu sombra, y, sobre todo, no te me hagas fascista, que te arranco las entrañas.

Se dieron un fuerte abrazo. Arturo tensó todos los músculos de su cuerpo intentando contener una emoción que se desbordaba en su garganta.

—Últimamente lo único que hago es despedirme de amigos.

—Nos veremos —añadió Miguel.

—Eso espero. Te deseo suerte.

—Con lo que nos viene, la vamos a necesitar todos.

Capítulo 27

Era el último martes del mes de marzo, y la calidez de la primavera se hacía esperar. El día había amanecido nublado y frío. Arturo se sentía enfermo y destemplado, como si el viento gélido de los últimos días se le hubiera incrustado en las entrañas. Desde el sillón, arrebujado en una manta que le había colocado doña Matilde, oía la algarabía de la gente en la calle. Desde hacía unas horas, había un ambiente raro en toda la ciudad, la euforia contenida de unos se mezclaba con el miedo de los que temían el final; ya se hablaba sin ningún reparo de Franco y de los nacionales. «Él nos sacará de esta miseria en la que estamos; acabará con el hambre y pondrá todo en su sitio de una vez», repetía vehemente don Hipólito. Doña Matilde ya no le replicaba, en el fondo estaba deseando que, de una manera o de otra, terminase por fin aquella pesadilla que ya se alargaba casi tres años; demasiado tiempo, pensaba, que vengan los que quieran, pero que vengan de una vez. Arturo se despojó de la manta y se levantó con pesadez febril. Asomado al balcón se apreciaba el reflejo de lo que se vivía en la pensión. Había gente alegre, sonriente, rebosante de impaciencia, retenida por una prudencia necesaria todavía; pero asimismo se veían hombres y mujeres de mirada esquiva, con los hombros encogidos, caminando deprisa para llegar a algún sitio donde esconder el miedo que les hacía sospechosos.

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