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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (66 page)

BOOK: Las tres heridas
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—Déjalo, Damián, puede que tengas razón, no quiero meterte en un lío.

Sin disimular su enfado, sacudió el hombro para que retirase la mano; cuando lo hice se giró y continuó picando.

—Ahora se jode y apenca con las consecuencias. ¿No tenía tanto interés? —dio un golpe más y se abrió un hueco. Sacó los trozos de ladrillo y siguió picando hasta hacerlo un poco más grande. Se detuvo y se volvió hacia mí—. Pues ahí lo tiene.

Enfoqué el interior oscuro del nicho. Se agachó un poco más y metió las manos. De inmediato se oyó un arrastre metálico.

—Aquí está.

Dejó sobre la tierra una caja de cinc. Nos quedamos quietos, uno a cada lado, con la caja en medio. Tenía forma de cabás y no era más grande que una caja de zapatos. En uno de los lados, justo el que estaba frente a mí, la cerraban unos enganches, y en la parte curva de la tapa sobresalía un asa de piel. Parecía en buen estado a pesar de que estaba oscurecida por la humedad y el polvo adheridos a su bruñida superficie.

Damián levantó los ojos hacia mí.

—¿Es que no la piensa abrir?

Alcé los ojos y lo miré. Me pareció un espectro; tenía el pelo enmarañado y mojado por el relente, y de la punta de la nariz, colorada como un pimiento, pendía una gota que amenazaba con caer sobre la tierra. Volví a bajar la vista hacia aquella caja. La incómoda postura en cuclillas me provocaba un intenso dolor en las piernas, pero me aguanté, no quería moverme por temor a desaprovechar algo de aquella extraña coyuntura que tenía delante de mí. Dejé la linterna en el suelo y puse mis dedos sobre los cierres metálicos. No parecía que estuvieran cerrados con llave. Presioné, y los dos enganches saltaron de la hebilla. Tragué saliva y me dispuse a abrir. Me hubiera gustado estar en otro sitio, algo más adecuado, más cálido, más cómodo. No sabía qué me iba a encontrar, pero resultaba un momento como mínimo inusual y, en cualquier caso, digno de ser contado en una historia.

—Ábralo de una vez —me instó Damián, impaciente por mi tardanza—. No podemos pasarnos aquí toda la noche; hay que dejarlo todo como estaba.

Lo miré un instante. Estaba nervioso. Me temblaban las manos y la respiración acelerada se expandía por mi rostro al salir cálida de mis labios entumecidos por el frío. Por fin levanté la tapa. Damián cogió la linterna y enfocó al interior. Lo que atisbé fueron unos cuadernos de tapa blanda y grisácea.

—¿Qué es eso? —preguntó Damián, ante mi silencio.

—Un muerto no es, en eso podemos estar tranquilos.

Los saqué. Eran media docena de cuadernos escolares. Abrí el primero y leí con voz queda como si las palabras se escapasen de mis labios: Sábado, 12 de septiembre de 1936. Madrid. Mi querido Andrés…

Un ruido a mi espalda me hizo callar. Todo sucedió muy rápido, demasiado para poder reaccionar. Habíamos estado tan abstraídos en aquel rincón oscuro, concentrados en el haz de luz delante de nosotros, que no nos dimos cuenta de que alguien se acercaba entre las tumbas. El rostro de Damián estaba desencajado, los ojos puestos en un lugar más allá de mi espalda, petrificado, como si hubiera visto una aparición. Se levantó dejando caer la linterna sobre la tierra y dio un paso hacia atrás quedando su espalda pegada al muro. Antes de que pudiera ni siquiera moverme, sentí un empujón en el hombro como si quisiera apartarme, perdí el equilibrio y caí de lado. Ya en la tierra, me volví, aturdido, al que me había tirado.

—Es usted un indeseable —la voz del Camposanto resonó etérea en la penumbra, alumbrada sólo por el tenue resplandor de la linterna que apenas enfocaba la tierra sobre la que había caído. Se agachó delante de mí, metió los cuadernos al interior de la caja y la cerró con un golpe metálico—. No se conforma con preguntar, si no obtiene lo que quiere es capaz de remover la conciencia hasta de los muertos para obtener su respuesta.

—Gumer… yo… lo siento…

—¡Cállese! —su tono no fue alto, pero sí rasgó su garganta por la rabia ahogada. Metió la caja en el nicho—. Damián, prepara el yeso para cerrar esto. Vamos —le instó al ver que no se movía todavía paralizado por la aparición repentina.

Damián salió disparado como si tuviera fuego en los pies, dando saltos por entre las tumbas igual que un animal asustado. Yo me levanté por fin, me sacudí la tierra húmeda de la ropa, y cogí la linterna.

—No le eche cuentas a Damián, la culpa sólo es mía.

En ese momento, el Camposanto se levantó como un resorte y se colocó frente a mí, tan cerca que creí que me iba a agredir. Me quedé quieto, alerta, pero mantuve su mirada fría. Sentía su aliento agrio, a puchero y a vino. Sus ojos me envistieron durante unos segundos, acompañados de una respiración acelerada.

—Deje en paz a los muertos, y respete el trabajo de los que intentan ganarse la vida honradamente.

—Ya le he dicho que lo siento…

—Si no fuera porque aprecio a ese chico mucho más de lo que usted pueda imaginar, a partir de mañana estaría en la puta calle, gracias a usted y a su afán de saber más allá de lo que le corresponde. Es usted un cretino.

Aquel insulto me pareció injusto y provocó en mí una reacción de ataque.

—Puede que tenga razón y que sea un cretino, pero hay algo que no encaja en todo esto, y creo que la respuesta la tiene usted. Y si no me la quiere decir a mí, tal vez se la pueda explicar a la policía.

—¿Qué tiene que ver la policía en todo esto?

Mi actitud produjo un efecto inmediato, y el sepulturero, hasta aquel momento al ataque, hizo un amago de replegarse.

—¿Por qué en el despacho de la parroquia no saben nada de esa caja? ¿Por qué el nombre de Andrés Abad Rodríguez se perdió aunque sabían que su sepultura estaba ahí? ¿Qué sabe usted que no quiere contarme?

—Yo no tengo que contarle a usted nada. Y si quiere y tiene huevos vaya a la policía, lo primero que conseguirá es que Damián se vaya a la calle, y luego me gustará verle dando explicaciones sobre la profanación de una sepultura.

—No es un muerto lo que hay ahí dentro.

—No sabe usted nada, no entiende nada.

Los dos nos callamos de repente. Habíamos quedado en una especie de tablas, un empate que a nada nos llevaba, y del que yo tenía todas las de perder si seguía por el mismo camino. El órdago de ir a la policía se había vuelto contra mí. Bajé la mirada al suelo, con la intención de relajar un poco el ambiente.

—Gumer, se lo suplico, cuénteme qué secreto esconde su suegro.

—Mi suegro lo único que tiene son muchos años y ganas de morirse tranquilo.

—Andrés Abad Rodríguez fue enterrado en este cementerio el 27 de abril de 1939, pero su nombre no ha aparecido nunca en los registros hasta hace unos meses. Y qué casualidad, cuando aparece el nombre de Andrés Abad, también lo hacen los restos de su esposa, Mercedes Manrique; y luego está esa caja, que lo único que contiene son unos cuadernos escolares que una… —me costaba decir la palabra— meiga está intentando enterrar en la sepultura de Andrés y Mercedes. Usted sabe lo que les pasó y no quiere contármelo.

—Yo no sé nada. Sólo intento ganarme la vida. ¿Es mucho entender para usted?

En aquel momento llegó Damián con el yeso ya preparado. Desconozco dónde lo había mezclado, pero, de inmediato, con prisas y sin mirar nada más que hacia adelante, se arrodilló frente al nicho y empezó a colocar rasilla para volver a cerrar el nicho.

—Gumer…

—Lárguese y déjenos en paz —me espetó con destemplanza.

—Usted sabe mucho más de lo que quiere aparentar, Gumer, y le aseguro que no voy a parar hasta averiguar qué se esconde detrás de todo esto.

—Haga usted lo que le venga en gana, pero aléjese de nosotros y de este cementerio.

Me dio la espalda y fingió ayudar a Damián en su tarea.

No quise continuar. Me alejé despacio, mirando bien dónde pisaba para no tropezar. Aterido de frío, con la vergüenza de haber sido descubierto y la desesperación de haber tenido a mi alcance algo importante. Por lo poco que había leído parecían cartas dirigidas a Andrés, tenía que tratarse del mismo Andrés de mi historia. El círculo se iba cerrando a cada paso, a la vez que se hacía más vasto y complicado. Al llegar al paseo central vi a una mujer por dentro de la puerta, y a otras dos que hablaban con ella desde el lado de la calle. Cuando me acerqué me di cuenta de que la que estaba dentro era Herminia. Las tres dejaron de hablar cuando pasé por delante.

—Ah, si es usted —me espetó Herminia como si me regañase—, que sepa usted que a puntito hemos estado de llamar a la policía.

No dije nada. Traspasé la puerta consciente de la mirada inquisitorial y ceñuda de las mujeres, que me reprochaban la osadía de entrar en el territorio privado de sus muertos.

Llegué al coche tiritando de frío. Me sentí enfermo, débil. Puse la calefacción y emprendí el regreso a Madrid. Cuando llegué, me di una ducha para desprenderme del olor a muerto que me parecía arrastrar, una especie de vaho frío, gélido, que me sacudía el cuerpo con temblores involuntarios. Me preparé un vaso de leche caliente con miel y me la bebí a sorbos lentos, sintiendo entrar la calidez líquida en mi estómago. Manteniendo entre mis manos la loza ardiente de la taza, me dirigí a mi estudio. No encendí la luz. Me quedé a oscuras, delante de la ventana mirando a la buhardilla, intentando encontrar una explicación lógica a la visión de mis vecinas. Me hacía mil preguntas sobre lo que había visto, o sobre lo que había creído ver, porque ya empezaba a dudarlo. ¿Dónde estaban? ¿Por qué de repente se habían esfumado como si nunca hubieran existido salvo para mis ojos? Eran reales porque Damián las había visto, y también el Camposanto (que incluso las consideraba meigas). De mis labios se escapó una risa nerviosa, estúpida. «Creo que me estoy volviendo paranoico.» Yo mismo había visto el estado de la buhardilla, nadie había vivido ahí desde hacía años. Pero mi mente se resistía rebelde a esos pensamientos de locura. ¿Qué había visto por esa ventana entonces?

Las madres y las esposas

vestidas de muertos callan.

Tumbas y cárceles gimen

cerrándose a las palabras.

CARMEN CONDE

Capítulo 25

Febrero, 1939

«La epopeya que España empezó a escribir el 18 de julio de 1936 no tendrá ni una sola página indigna de su grandeza espiritual timbrada de egoísmo.»

La frecuencia se perdió un instante y Draco dio un golpe al aparato con la mano, hasta que volvió a escucharse la voz enlatada del coronel Casado.

Arturo escupió las hebras de tabaco que se le colaban en los labios al aspirar el humo.

—Ahora resulta que somos las hermanitas de la caridad —masculló, ceñudo—. ¿Dónde estaría éste cuando se hacían los «paseos», o cuando se saqueaba a la gente por tener un ejemplar del
ABC
o una estampita de la Virgen del Carmen?

—Eso es pasado —señaló Draco—. En esta puta guerra el que más y el que menos ha cruzado límites y ha cometido excesos.

—Unos más que otros.

—Desde luego a los fascistas no los pongas en el menos.

—Los fascistas no son de los míos.

—Ésos sí que han hecho, y lo peor es que van a hacer mucho más; te aseguro que ésos nos convierten en unas hermanitas de la caridad, y si no, al tiempo —se calló y dio una calada al cigarro; al expulsar el humo entrecerró los ojos—. Pero ahora estamos en otra cosa, Arturo. Hay que pensar en salir por piernas, esto se va al carajo.

—Pues yo lo tengo crudo. Debería estar en el frente. No tengo pasaporte. Estoy atado de pies y manos, por los unos y por los otros.

—Al que se quede lo crujen, eso seguro…

—Yo no he matado a nadie.

—¿Y cómo se lo vas a demostrar? Has estado en el frente, y eso les vale para ponerte la cruz en la frente y pegarte el tiro.

—Lo único que he hecho ha sido jugarme la vida enseñando a leer, a escribir y a contar a hombres que firmaban con una cruz; he salvado montones de libros, cuadros, obras de arte de ser quemados o destruidos; me he dedicado a defender el patrimonio cultural de este país. ¿Me van a matar por eso?

Draco soltó una risa vaga, se llevó el cigarro a la boca y aspiró con intensidad, como si quisiera tragarse todo el humo de una vez.

—No te engañes, estos que vienen les trae al pairo tu patrimonio cultural, tus libros y tus batallones de la cultura. No les interesa que la gente lea, ni escriba, ni que haga cuentas, lo que quieren son borregos sometidos a sus consignas, que no pregunten y obedezcan a la primera y sin rechistar. La única cultura que entienden son las armas, los uniformes, la camisa azul y la boina roja, santurrones meapilas domeñados a las sotanas como beatas que apestan a incienso y a cera rancia. Te mandarán al infierno a ti, a mí y a todos los que no piensan como ellos. Si esperas de ellos que hagan una selección de cuáles son los buenos y cuáles los malos, andas listo. Para ellos todos somos rojos escoria, basura que hay que eliminar. Acuérdate de lo que dijo el cabrón de Franco: si hay que fusilar a media España, pues se fusila a media España. Lo han hecho durante toda la guerra en cada sitio al que han llegado. No preguntan, al que no se manifiesta ferviente adepto de Franco y a su Ejército, a la Falange, a la Iglesia y a la cruzada contra el marxismo, le pegan un tiro —escupió a un lado una hebra que se le había quedado en los labios, para luego retirársela con los dedos—. Todo es una mierda. Estamos acabados. Tanta resistencia, tanto cartel de NO PASARÁN… ¿que no pasarán?, y no tardando mucho, ya lo verás, esto se acaba por mucho que se empeñen en repetir lo contrario. El Gobierno es el primero que huye como las ratas, escondido para que no le peguen un tiro en el culo. Malditos… Dicen que ya se ha firmado la rendición de Madrid, tú me dirás.

Arturo lo miraba entornando los ojos. El cigarrillo de hebras se deshacía entre sus dedos. Dejaba un sabor agrio en la boca; la primera vez que lo probó le dieron arcadas, pero se había acostumbrado porque aquella porquería acorchaba las ganas de comer. La radio dejó de emitir la voz de Casado, y se coló el canto chillón y destemplado de una cupletista.

—¿Y tú?, tienes pasaporte. ¿Por qué no sales de este infierno?

Draco bajó la mirada al suelo. No quería que sus ojos descubrieron su engaño.

—Desde principios de año estoy intentando conseguir papeles para pasar a Francia, pero desde la rendición de Barcelona todo se ha paralizado, si es que funcionó alguna vez. He oído que los militares avanzan a marchas forzadas, que se acercan a la frontera. Además, la colaboración de los franceses es más bien nula.

BOOK: Las tres heridas
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