Read Las tres heridas Online

Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (72 page)

BOOK: Las tres heridas
13.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Me voy a encargar personalmente de que no vuelvas a ver a ese rojo.

Apenas había pegado ojo en toda la noche; tenía que avisar a Arturo. Le fue imposible utilizar el teléfono, controlado a todas horas por Juan desde el despacho. Así que con la excusa de que querían buscar la forma para que Mercedes pudiera regresar a Móstoles, salieron a primera hora de la mañana sin sospecha aparente.

Cuando llegaron al portal de la pensión, la portera se encontraba apoyada en la puerta, muy entretenida, viendo pasar a la gente. Al verlas se alertó, miró a un lado y a otro, y entró delante de ellas.

—Pero ¿adónde va, señorita Teresa? ¿Es que no se ha enterado?

Emiliana llevaba más de treinta años en la portería del edificio, conocía bien a todos los vecinos del inmueble, incluidos los clientes habituales de La Distinguida, sus entradas y salidas, sus virtudes y miserias personales las sabía de memoria. Era algo fisgona y entrometida, pero no tenía mal fondo y sobre todo era muy agradecida. Las necesidades surgidas por la escasez de la guerra le habían mostrado quién era quién en aquella casa de vecinos. Viuda y sola en la vida, durante la contienda había sobrevivido gracias a la generosidad de algunos de ellos. Arturo, cuando regresaba del frente, la dejaba algunas latas de conservas, chocolate o un puñado de arroz; doña Matilde la invitó muchas veces a compartir el insulso puchero de lentejas que se encargaba de cocinar Cándida, con apenas ingredientes y mucho ingenio. Incluso había cogido cariño a Teresa, no sólo porque era la novia de Arturo, sino porque en el invierno del 37 le proporcionó una manta y algo de ropa de doña Brígida, con la que pudo abrigarse, después de que un grupo de hombres (y alguna mujer marrullera, como ella decía) irrumpieran en su pequeña vivienda situada en la trasera de la portería, y se llevasen, para el Auxilio Rojo, toda la ropa de invierno, dejándola con lo puesto.

—¿Qué ha pasado, Emiliana?

Hablaba en susurros, asustada.

—Se los han
llevao
a todos, señorita, bueno, menos al señorito Arturo. Menos mal que pudo escapar…

—¿Quién se los ha llevado? ¿Adónde?

—La policía, detenidos. Esta misma mañana, ni había amanecido, no le digo más. Me hicieron levantar de la cama con unos golpes que no puede usted imaginar, creía que echaban abajo el portalón. Subieron como una exhalación y al poco bajaron con doña Matilde, don Saturnino, Cándida, la chica y la señora Maura, uno detrás de otro, pobrecitos míos, los metieron a todos en un furgón y, hala, a encerrar, sin ton ni son, lo mismito que en el 36.

—¿Y don Hipólito?

—¿Ése? —Se puso los dedos en los labios y se los besó—. Me juego lo que quiera que ese hijo de mala madre ha sido el que los ha denunciado, se lo digo yo, que conozco a todos los que están aquí como si los hubiera parido. Es un mal tipo, una mala persona, hágame caso, señorita Teresa, ese
tié
una sentina por conciencia. Ha sido él, y yo le voy a decir lo que ese mal
parío
pretende —alzó las cejas y miró altiva, como si fuera a pronunciar algo trascendente—, ese quiere quedarse con el piso de doña Matilde, ya lo verá si no… ¿Qué no? Tiempo al tiempo, ya me lo dirá usted a mí. Si nadie pone remedio, ése se queda de dueño en el piso de doña Matilde, pobrecita mía, si es una santa, una santa. Arriba debe de estar, repantigado como un pachá. Si ya le veía yo venir, desde siempre, miserable cabrón…

La mujer terminó murmurando entre dientes como si soltase una letanía, con las manos cruzadas bajo su pecho orondo, con su bata de siempre, de un gris difuminado, desvaído por el paso del tiempo, sobre el que llevaba, como siempre, un delantal también gris algo más claro, desprendiendo el mismo olor que ambientaba el portal a hortaliza cocida, a rancia fritanga y a sudor retenido que aumentaba si abría los sobacos.

Teresa intentaba poner orden a la retahíla de palabras que soltaba la portera por la boca, como si se le escapasen sin control y salieran aturulladas, rápidas, sin apenas respirar.

—¿Dónde está Arturo?

Emiliana miró a un lado y otro. Alzó las cejas y se acercó a ellas como si les fuera a decir una gran confidencia.

—Se escapó, ya se lo he dicho. Cuando todos se fueron, salió del patio de luces y se fue a la calle. Menudo susto me dio, iba vestido de cura con la sotana del cuñado de doña Matilde; casi me da un patatús. Tenía que haberlo visto. No le quedaba mal la sotana al chico, algo corta, pero daba el tipo de cura, sí señor.

—¿Y sabe adónde ha ido?

Emiliana se acercó casi hasta su oído y la habló muy bajo.

—Me dijo que usted sabría dónde encontrarle.

Teresa se volvió a Mercedes, pensativa. Luego, volvió a dirigirse a la portera.

—¿Le dijeron adónde se llevaban a doña Matilde y a los otros?

—Ni idea, hija, no me atreví ni a preguntar. Yo punto en boca, cuando subieron y cuando bajaron; cualquiera pregunta. Pobre doña Matilde, con lo buena que ha sido conmigo —de repente, y por primera vez, su gesto se entristeció, y sus ojos se enrojecieron por un llanto blando—. Ah, tengo algo que darte, ven por aquí, hija, ven.

Entró en el cuchitril de la portería; sobre la mesa había una caja envuelta con papel de estraza.

—Lo han traído hace una hora, como es para el señorito Arturo, pues se lo lleva usted, no vaya a ser algo importante.

—Gracias, Emiliana.

—De nada, hija,

eso estamos.

Teresa cogió el paquete. No era muy grande y tampoco pesaba mucho. Miró el remite, lo enviaba desde Cox, Miguel Hernández, un poeta de ojos muy grandes y carita de hambre amigo de Arturo, que hacía pocos meses había perdido a su primer hijo y que acaba de ser padre del segundo.

Se despidieron de la portera y salieron del portal. Mercedes miraba a Teresa de refilón; iba cabizbaja, agarrotada, tensa. La gente pasaba a su lado y las empujaba o zarandeaban cuando atravesaban grupos numerosos.

—¿Adónde vamos?

Teresa levantó los ojos y la miró cuando escuchó su voz, como si la hubiera descubierto de repente.

—A buscar a Arturo.

—Pero ¿sabes dónde está?

—Creo que sí…, espero que sí.

Anduvieron durante casi media hora, esquivando como podían el tumulto formado en las calles en torno a la Castellana. A duras penas cruzaron el paseo, para subir por Serrano, agarradas de la mano o del brazo, en silencio, atentas a los fuertes empellones que recibían de la gente empeñada en seguir a los militares que penetraban en la ciudad por todos los puntos. Llegaron a Ramón de la Cruz. La cosa fue tranquilizándose y por allí pudieron caminar con normalidad. Teresa miraba los edificios, como si buscase algo más que conocido, escudriñado en un vago recuerdo. Giraron a Núñez de Balboa y, de repente, se detuvo delante de un portal.

—Es aquí.

Accedieron al interior. El portal era oscuro y largo como un túnel. El aire parecía espeso y olía a cueva mal ventilada.

—¿Adónde vamos? —preguntó otra vez Mercedes, agarrando a Teresa del brazo.

—Mi abuela materna me dejó en herencia un sotabanco en este edificio —hablaba en susurros, mirando al frente, avanzando lentamente hacia unos escalones que se vislumbraban al fondo—. Estuvo alquilado a un matrimonio durante muchos años, y la renta se ingresaba en la cuenta que abrió mi abuela a mi nombre para comprarme el ajuar. Nunca he estado aquí, pero creo que es un cuartucho con una ventana al patio; tiene gracia porque a mi hermana le dejó un piso precioso de cien metros con cuarto de baño en José Abascal, por el que sus inquilinos pagaban cuatro veces más, nada que ver con esto; otra de las componendas de mi madre que nunca las he entendido, ni lo pretendo. Al principio de la guerra, antes de que tú aparecieras en casa, los arrendatarios dejaron de pagar el alquiler; no sólo lo hicieron éstos, todo el mundo dejó de pagar los alquileres, los servicios de gas, luz, agua, en este afán que tienen de que todo es explotación de los propietarios, de la patronal y de las grandes empresas de suministros. Ya sabes, todo a la tremenda. Se lo comenté a Arturo y vino a hablar con los inquilinos para ver si se podía llegar a algún acuerdo; se trataba de los únicos ahorros con que contábamos para casarnos. Encontró un drama: la mujer estaba sola, destrozada, acababa de enterrar al marido, se lo habían matado en el frente. Dejaba la buhardilla porque no podía pagarme; regresaba a Toledo, allí tenía familia, no quería quedarse sola en la ciudad. Así que la buhardilla quedó vacía —se detuvo y se volvió hacia Mercedes—. Sé que Arturo la ha utilizado durante este tiempo para meter a gente de paso que no tenía donde dormir.

Subieron los cuatro escalones que dividían el portal en dos alturas, y vieron una puerta con un cartel pegado a la pared: PORTERÍA. Nadie salió a su encuentro, y se apresuraron a ascender los cuatro pisos y la entreplanta que les llevó hasta el sotabanco. El rellano estaba muy oscuro. Teresa cedió a Mercedes el paquete que portaba y, casi a tientas, avanzó con las manos por delante, guiándose por un reflejo que se escapaba por el resquicio bajo la puerta. Tocó dos veces con los nudillos. Las dos guardaron silencio, expectantes a cualquier ruido en el interior.

—Arturo —Teresa pegó su boca a la madera de la puerta y susurró su nombre—, Arturo, soy yo.

De inmediato, se oyó un chasquido en el interior y se abrió lentamente. Las dos entraron rápido. Teresa se abrazó a él sin poder contener la angustia que llevaba dentro desde que había hablado con su hermano. Testigo mudo del abrazo, Mercedes cerró sin hacer ruido. Echó un vistazo alrededor y depositó el paquete sobre una mesa que había en el centro. Se trataba de un espacio pequeño, abuhardillado, con una ventana que mantenía los postigos cerrados, por cuyas rendijas se colaban haces de luz que se estrellaban oblicuas contra el suelo, entre los que danzaba el polvo suspendido. Había dos sillas junto a la mesa, además de una cómoda con cajones, un armario de dos puertas, una pequeña estantería vacía, un viejo sillón, un infiernillo y una cama; sobre ella, una sotana. El ambiente resultaba agobiante, no sólo por la forma del techo que caía a los lados hasta llegar al suelo, sino porque aquel lugar no se había ventilado en mucho tiempo.

Arturo tenía un aspecto horrible. Pálido, sucio, las mejillas ennegrecidas por la barba de varios días; cada vez que se movía desprendía un fuerte olor a sudor que hacía pesado el aire. Después del abrazo, como si le faltasen las fuerzas, se dejó caer sobre la cama, rendido, con los brazos apoyados en las rodillas, inclinado hacia ellas, las manos inertes, desvencijado por la debilidad, la desidia y el desánimo; les contó que había pasado los dos últimos días en cama, con mucha fiebre, al cuidado de doña Matilde y las atenciones de Lela y de su abuela.

—¿Por qué no me llamaste?

—Lo intenté varias veces, pero la línea siempre estaba ocupada.

—Mis hermanos han vuelto a casa. Se pasan horas colgados al teléfono.

Él la miró intentando encontrar en ella alguna esperanza para contar con su ayuda; sin embargo, no le preguntó, o no quiso hacerlo. Continuó describiendo la peripecia de la huida.

—No había amanecido todavía cuando Lela irrumpió en mi cuarto, despertándome sobresaltado del duermevela en el que había conseguido caer. Estaba alterada, nerviosa, con los pelos alborotados y en camisón, tras ella entró la señora Maura. Atropelladamente, me urgió a que saliera de la pensión de inmediato porque venían a por mí, y que estaría muerto antes de terminar el día si me cogían —miró a Teresa que permanecía de pie, a su lado, acariciando su hombro—. Ya sabes cómo es esa chica, no sé qué tiene, pero ve mucho más allá de lo que podemos percibir el resto de los mortales —se llevó las dos manos a la cabeza y la escondió por un momento entre ellas, tocándose el pelo, como si concentrara sus ideas para ponerlas en orden; resopló desesperado, y volvió a dejar los brazos desmayados sobre sus rodillas—. Me vestí apresuradamente. Doña Matilde, que al oírnos se había levantado, pensó que sería buena idea lo de la sotana (había salido a la calle y comprobó que los curas y las monjas se paseaban por Madrid sin ningún problema, sin miedo y sin esconderse); la sacó de donde la tenía escondida y me la puse. Estaba ya en la escalera para marcharme cuando oímos los golpes en el portal. No tuve más remedio que saltar por la ventana del baño hasta el patio interior; me escondí en el cuarto de basuras hasta que se marcharon. Salí por la casa de la portera —esta vez sus manos taparon su cara, movió la cabeza de un lado a otro, y habló sin descubrir el rostro—. Me dijo que se los habían llevado a todos; ha sido mi culpa, venían a por mí; tenía que haberlo pensado, les he puesto en peligro, tenía que haberme marchado hace tiempo…

—Tú no has puesto en peligro a nadie —interrumpió Teresa—, se los han llevado a todos porque don Hipólito los ha denunciado. Según Emiliana, pretende quedarse con la casa.

Teresa necesitaba creer la versión de la portera de que el responsable de aquel desaguisado había sido don Hipólito y no sus hermanos.

Un silencio se tragó el tiempo, envueltos en ese aire empalagoso, cargado, irrespirable apenas. La penumbra no ocultaba el rostro macilento y desesperado de Arturo, las bolsas oscuras orlando los ojos hundidos, vidriosos por la fiebre y la falta de sueño.

—No sabía adónde ir, éste es el único sitio… —tragó saliva—, Teresa, tengo que salir de Madrid, tengo que marcharme de este país. No puedo esperar más. Mario tiene que ayudarme. Tienes que decirle que me saque de aquí.

Teresa bajó los ojos inquieta. Cómo decirle que Mario no sólo que no estaba dispuesto a ayudarlo, sino que pretendía encerrarlo. La guerra había transformado a sus hermanos; Mario ya no tenía la noble candidez de antes, se había vuelto frío, rudo, calculador y estricto, tanto que no aceptaba nada que no estuviera en los límites de su criterio o en los del ideario de Falange. Juan había potenciado la mala baba que siempre le había diferenciado de su mellizo, y se había especializado en los oscuros enredos, en la imposición autoritaria del poder y la fuerza contra todo aquel que no caminase a su lado, que no manifestase con claridad su afección a los vencedores: Franco y el Ejército, avalados ambos por la Iglesia y por el partido único (la Falange, unificada con la JONS desde el 37); la táctica de aquella maquinaria totalitaria llamada Movimiento Nacional, se ceñía a afianzar la autoridad a base de humillar a los desafectos, someter a los perdedores y denostar a todo el que se atreviera a pensar, a opinar o criticar el discurso impuesto. Y en cuanto a Carlos, se había convertido en un héroe de guerra, un héroe sin piernas, un lisiado, un tullido que había recibido como única recompensa por su arrojo y entrega, además de una medalla de hierro, un negro futuro, inmóvil y sombrío. Amargado, aislado y resentido con el mundo, ni siquiera se le había pasado por la cabeza pedirle su ayuda. Sin embargo, no quería caer en la desesperanza, tenía que convencer a Mario, no sería capaz de cerrar los ojos a una realidad: Arturo le había salvado la vida, le había librado del paseo en la checa en la que estuvo más de una semana encerrado, y no sólo a él, a su padre, a su hermana Charito, les había ayudado poniendo en peligro su propia integridad. Estaba dispuesta incluso a renunciar a él si con ello le evitaba la negra suerte que le amenazaba si permanecía en España. No se podía dar por vencida. Tomó aire y lo miró.

BOOK: Las tres heridas
13.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

To Love, Honour and Disobey by Natalie Anderson
Promise of Forever by Jessica Wood
Némesis by Louise Cooper
Red Stefan by Patricia Wentworth
The Notorious Widow by Allison Lane