Las tres heridas (80 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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Pensé que no era del todo cierto, pero no quise perder la única oportunidad que, tal vez, tuviera de hablar con él.

—En cierto modo, sí, estoy aquí por ella.

El hombre, con ademán sosegado, levantó la barbilla conforme, se apartó un poco y me invitó a pasar. Yo entré lento, comedido, temeroso de pisar un terreno peligroso al intervenir en un asunto que no me correspondía resolver a mí. Mientras daba esos tres o cuatro pasos que me posicionaron en el interior de aquella casa, se me planteó, por primera vez, la duda de si estaba haciendo lo correcto, si yo tenía derecho a decirle a ese hombre quién era realmente, si no sería más doloroso saber, después de tantos años y cuando ya nada tiene remedio (o sí, yo nunca podría calibrarlo) lo que pasó, y sobre todo cómo pasó.

Me di cuenta de que ya no había marcha atrás. Por alguna razón que todavía desconocía, aquel hombre había oído hablar de Teresa Cifuentes, o tal vez de los Cifuentes, los causantes del giro radical en su vida, una vida que no le tenía que haber tocado vivir, porque debería haber vivido otra distinta, nadie sabrá nunca si mejor o peor, pero sí diferente.

—Pase por aquí, por favor.

Me guió hasta un despacho austero, distinguido, que rezumaba ilustración y sapiencia contenida en cientos de libros apilados en anaqueles de madera que cubrían las paredes. Pisé la alfombra mullida por la que debían haber pisado miles de elegantes zapatos a lo largo de los años, seguramente décadas. Una mesa amplia de caoba, con algunas carpetas de piel sobre ella, con dos sillones confidentes junto a uno de los ventanales que daba a la plaza, por donde atisbé la Puerta de Alcalá. Percibí un penetrante olor a tabaco adherido a las paredes, a la madera y a las telas; la temperatura era agradable, así que antes de sentarme me despojé de mi abrigo y lo dejé en una silla. Antonio Belón llevaba un batín azul oscuro con un ribete dorado sobre un pijama (sólo se le veía la pernera) de color azul celeste, con las zapatillas de piel marrón, en chancla. Nos sentamos en unos sillones, uno frente al otro. Nos miramos, y de repente me dijo algo con una resolución conmovedora.

—Llevo esperándole toda la vida.

La frase me causó tal impacto que apenas pude articular palabra y un silencio, sereno por su parte, aturdido por la mía, se implantó durante un rato.

—¿Sabe a lo que he venido?

—Espero que a contarme la verdad.

—La verdad que yo sé es que usted debería haberse llamado Manuel Abad Manrique.

Su gesto mostró una mueca de bienestar contenido, apenas mostrado, anhelado durante demasiados años. Tragó saliva y repitió el nombre, despacio, cerrando los ojos. Saqué las fotos que llevaba en el bolsillo; primero le tendí la del matrimonio. Él la cogió, con una mirada ávida, con los ojos brillantes, y una especie de sonrisa agradecida que se había dibujado tenuemente en sus labios.

—Ellos son sus padres, Mercedes Manrique Sánchez y Andrés Abad Rodríguez. Eran naturales de Móstoles, lo eran ellos y sus padres y seguramente sus abuelos, pero la guerra les obligó a salir de su casa y de su pueblo, y les separó… para siempre. Ahí, Mercedes, su madre, ya le llevaba en su vientre. Debía de estar de siete meses.

Él no decía nada, sólo miraba, absorto, abducido por la emoción embriagadora de aquella imagen, la primera vez que ponía rostro a los que tanto imaginó en su cabeza, a sus padres, sus verdaderos padres. Quise entender lo que ese hombre sentía en aquel momento, pero comprendí que era imposible, porque hay sentimientos que sólo pueden concebirse en ciertas circunstancias, con ciertas condiciones, y la emoción que reflejaba aquel hombre era inconmensurable, inalcanzable para cualquiera que no estuviera metido en su piel.

Le tendí la foto de Mercedes. Sólo en ese momento, quitó la vista de la imagen que tenía en sus manos, para posarla en la que le ofrecía.

—Esta foto la llevaba su padre cuando… —callé, y al hacerlo, levantó la mirada y clavó sus ojos suplicantes sobre mí.

—Cuéntemelo todo, se lo ruego. Llevo toda mi vida esperando este momento.

—¿Usted lo sabía? ¿Sabía quién era?

Suspiró y volvió sus ojos a las fotos.

—Sabía quién no era. Sabía que no era Antonio Belón Santos, y que mis padres no eran Antonio y Carmen. Mi nodriza me lo confesó cuando tenía quince años. No quería morirse llevándose ese peso en la conciencia. Me contó que fue ella la que acompañó a mi padre a casa del doctor Eusebio Cifuentes la noche en la que vine al mundo; ella fue la que me cogió en brazos, y la que me crió al fin y al cabo, porque la que pretendió ser mi madre, no supo, no pudo o…, no sé, estaba demasiado ocupada en su propia vida, en salir del oscuro mundo en el que se movía; pobre mía, no era mala, o quiero convencerme de eso, de que no lo era, de que intentó ser una buena madre y no le salió…, no lo sé muy bien, o no lo he querido saber nunca, no he querido analizarlo, no se puede razonar con honestidad algo tan irracional como la compra de un hijo. De mi padre adoptivo apenas recuerdo su cara seria y su mal humor, murió siendo yo muy niño. Cuando Angelita, la nodriza, me desveló que no era quien yo creía, le pedí explicaciones a mi madre, más que pedirlas las exigí, estaba furioso; en ese arrebato no tuve en cuenta el alcance de mi actitud, de las consecuencias que traería, ya entonces irremediables. A ella, el hecho de que yo supiera, no sólo que no era su hijo, sino y sobre todo la forma en la que me adquirieron (algo un poco irregular, decía, justificándose), supuso un alejamiento casi absoluto de mí, y una completa reclusión del mundo, atrapada en una depresión que en pocos años la llevó a la muerte. Mi pobre Angelita acabó en la calle (despedida después de servir a mis padres durante más de treinta años, desde que apenas tenía doce) por no haber tenido la boca cerrada como se la exigió (así se lo dijo delante de mí, ante mi desesperación adolescente de quedarme solo sin el único sustento emocional que tenía en esta casa). Por supuesto no recibí ninguna clase de explicación sobre mi procedencia, y no dudé un minuto en presentarme en casa del doctor Cifuentes, dispuesto a no moverme de allí hasta que me dijeran dónde estaban mis padres, mis verdaderos padres.

Mientras hablaba, miraba las fotos acariciando su superficie suavemente con la yema de los dedos, como si en vez de conmigo, les hablase a ellos.

—Tampoco allí encontré respuesta, es más, me echaron con cajas destempladas. Lo cierto fue que no llegué en buen momento. La casa estaba de luto, acababan de perder a una hija en un parto. Recuerdo que mientras hablaba con un doctor Cifuentes derrotado, ojeroso, agotado de la vida, oía llorar a un bebé reclamando, seguramente, el consuelo de su madre, y me imaginé en aquella misma casa, llorando por gozar del regazo materno después de abandonar, expulsado, el vientre que me había servido de refugio durante nueve meses. Pensé en cuántas lágrimas habría derramado mi madre en aquella casa. Eusebio Cifuentes me amenazó con denunciarme y me echó de su casa, negando cualquier vinculación con Antonio Belón y conmigo. Desde entonces, los he buscado hasta debajo de las piedras, pero no he sido capaz de encontrar ni un solo dato sobre ellos, nada —levantó los ojos un instante hacia mí, para volver de nuevo a posarlos en ellos—, como si el mundo se los hubiera tragado.

—Nadie se desvanece así como así —dije, rememorando la frase que me dijo Teresa Cifuentes en nuestra primera conversación.

El anciano me sonrió, alzó las cejas y afirmó.

—Ésa ha sido mi esperanza durante todos estos años. Me convencí con el tiempo de que los únicos que tenían la llave de mi pasado, de mi vida al fin y al cabo, eran los Cifuentes. Siempre he confiado en la conciencia de los hombres, y nunca perdí la confianza de que algún día, alguno de ellos, tuviera algo de dignidad y viniera a hablar conmigo. Por eso cuando mi esposa me ha dicho que venía usted de parte de una Cifuentes para decirme algo importante, sabía que su presencia me ayudaría a recuperar mi vida.

Le conté todo lo que sabía sobre Mercedes y Andrés, sobre lo que les ocurrió y dónde estaban enterrados; asimismo le conté todo lo que sabía de Teresa Cifuentes y Arturo Erralde. Me dejó hablar sin interrumpirme, atento, retrepado en el sillón con las fotos sobre sus piernas, a las que, de vez en cuando, echaba una mirada. Su aspecto era adusto, serio, frío pero no distante, enjuto de cara, seco de carnes, y de ojos oscuros, los mismos ojos (o eso creía ver yo) de Mercedes, su madre. Su trato, sin embargo, una vez roto los ambages de los primeros momentos, fue cordial, amigable y cercano.

Hablamos largo y tendido del pasado, de su vida, una vida feliz (teniendo en cuanta las circunstancias); estudió Económicas y ejerció como Corredor de Comercio hasta que se jubiló. Se había casado con una buena mujer, su compañera de viaje con la que encontró la serenidad en tan larga espera. Tenía cinco hijos, cuatro varones y la niña (la última, y hubieran seguido hasta tenerla, decía), y diez nietos de todas las edades que le alegraban la vejez. Efectivamente, no había tenido hermanos, y al morir su madre heredó no sólo la casa, sino también un importante capital. Se confesaba un hombre sencillo, al que le gustaba el campo y el aire libre, que disfrutaba con las cosas más normales. Escuchando sus palabras, lentas, graves, que infundían una intachable autoridad, me preguntaba cómo hubiera sido su vida al lado de sus verdaderos padres, en un pueblo como Móstoles. ¿Quién sería ahora? Una pregunta que sabía quedaría sin respuesta para siempre.

El reencuentro

Dos días después, a las diez en punto de la mañana, detenía mi coche en un lado de la plaza de la Independencia. Llovía ligeramente pero no hacía demasiado frío. Antonio Belón me esperaba en el quicio del portal, y en cuanto me vio se acercó algo encorvado, como queriendo eludir la lluvia. Llevaba un abrigo oscuro sobre un traje marengo, camisa blanca y corbata de tonos pastel. El pelo peinado hacia atrás, ralo, algo canoso.

Abrió la puerta y se metió en el coche. Con él se llenó el habitáculo de un aroma fresco.

—Buenos días —me dijo con una sonrisa abierta, colocándose el cinturón de seguridad—. Es usted puntual, eso me gusta, una virtud no muy habitual en estos tiempos de prisas y agobios.

—No me gusta que me esperen, así que intento no hacer esperar. ¿Dispuesto?

Él sólo asintió con la mirada al frente como indicándome la dirección que debía seguir. Le noté nervioso, o más bien ansioso por llegar al destino premeditado dos días antes. Apenas hablamos durante el trayecto. Respeté el mutismo de aquel hombre que, con setenta y cuatro años, iba a reencontrarse con los que le habían dado la vida, una extraña reunión, sin presencia física pero sí espiritual, porque los muertos no se van si no se los olvida.

Como era mi costumbre, aparqué el coche en el parking de los Juzgados, y caminamos (ya sin lluvia) por las calles ruidosas de Móstoles. Primero quiso conocer a Genoveva, y con ella el lugar donde había estado la casa de sus padres, el lugar donde fue concebido. Había llamado a Carlos y no puso ningún inconveniente en el encuentro. «Ella encantada, ya lo sabe», me dijo con ese tono enérgico que le caracterizaba. Los dos ancianos (ella más que él) hablaron del pasado, de su pasado, del de cada uno. Genoveva se sorprendió de que al final hubiera encontrado la pista de Mercedes y de Andrés, e incluso de que hubiera encontrado a su hijo. Charlaban animosos, como si hablasen una lengua comprensible sólo para ellos. En medio de la conversación recibí una llamada. Era Martina, la administrativa del despacho parroquial.

—Sólo quería decirle que esta mañana nos llegó por carta certificada la autorización de Teresa Cifuentes Martín para abrir la sepultura de Mercedes y Andrés, e introducir la caja de cinc de la que le hablé, la de Manuela Giraldo, no sé si se acuerda…

Cómo no me iba a acordar si yo mismo la había visto de la mano de Damián.

Sorprendido, pregunté qué fecha tenía la carta.

—Es del 20 de diciembre. Por lo visto ha habido algunos problemas en Correos con el jaleo de las Navidades, y de ahí el retraso. Como hablamos el otro día de todo esto, al verlo, me he acordado de usted.

Hablaba en el pasillo del piso de Genoveva, andando de un lado a otro, escuchando con atención las palabras de Martina.

—¿Cuándo se abrirá la tumba para inhumar esa caja? —pregunté.

—Creo que lo iban a hacer esta misma mañana, porque el Camposanto me ha dicho, cuando le he llevado el permiso, que la lápida de la sepultura también llegó hace dos días y está instalada.

—¿Han colocado la lápida?

—Eso me ha dicho el Camposanto, y han arreglado la sepultura, que todavía estaba sin vestir. —Después de un silencio, continuó—: Parece que todo se pone en su sitio, a pesar de los años.

Justo en ese momento, llegué (en mi corto paseo) a la puerta de la sala y vi a los dos ancianos hablando entre ellos.

—Sí, eso parece…

Colgué el teléfono después de agradecerle a Martina la información. A continuación llamé a Begoña, la chica de los mármoles La Mostolense, para preguntarle por la lápida. Me contó que había llegado una carta certificada remitida por Teresa Cifuentes, con lo que había que grabar en la superficie, indicándoles que ese mismo día (el 20 de diciembre del 2010, el mismo día que Teresa Cifuentes envió la autorización para que se abriera la sepultura con el fin de inhumar la caja de cinc) hacía una transferencia a nombre de la empresa con el importe íntegro (de nuevo pagaba una lápida para Andrés Abad, la primera nunca se instaló, y ésta serviría para adornar la sepultura en la que ya descansaban los dos). La carta se había retrasado, y después de comprobar que el pago era correcto habían procedido al tallado y colocación de la lápida.

Nada más pisar el terreno del cementerio, Antonio Belón se detuvo y miró a su alrededor. Entendí su contención. Después de tantos años de espera, en los últimos dos días todas sus emociones se hallaban desbordadas.

—Venga, sígame —le dije iniciando la marcha en dirección a la sepultura de Mercedes y Andrés—, y tenga mucho cuidado de dónde pone los pies, no vaya a tropezar.

Cuando llegué junto a la sepultura (lo hice un poco antes que Antonio, que me seguía sin perderme de vista, con un paso más lento) me quedé mirando la nueva lápida: mármol blanco que resplandecía azuzada con el sol de invierno, con letras cinceladas sobre la piedra, incrustadas en su superficie para evitar que aquellos nombres cayeran de nuevo en el olvido. Un ramo de azahar había sido colocado a los pies de la tumba. No tenía lazo ni envoltorio, sólo el manojo de flores sueltas sobre el mármol entre cuyos tallos y pétalos blancas se leía como epitafio (labrado asimismo en la piedras), un hermoso poema de Miguel Hernández, corto y contundente:

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