Reaccioné irritado.
—¿Y entonces? ¿En su opinión cuál es la explicación?
Con un gesto del que se desprendía molestia y frustración, se encogió de hombros y dijo:
—Soy incapaz de explicarlo. No, no puedo. —Su voz sonó ronca por un momento, como si estuviera abrumado por las emociones, pero luego se recupero—. Todavía no he terminado lo que quería contarle.
Cogió unas cuantas radiografías más y dijo:
—Es sabido que Vermeer trabajaba sin descanso en la composición perfecta y que algunos detalles originarios a veces volvía a eliminarlos pintando encima. De nuevo gracias a los exámenes radiológicos podemos volver a descubrir los objetos sobre los que después se pintó. Le mostraré unos cuantos ejemplos.
Volvió a depositar las radiografías en su sitio, se puso en pie y cogió uno de los libros que había sobre la mesa. Tras hojearlo brevemente, encontró lo que estaba buscando.
—Fíjese, seguro que conoce esta pintura, es de una callejuela de Delft y se llama así:
La callejuela.
Naturalmente, reconocí el cuadro en seguida.
—En la parte de atrás de ese callejón ve usted una mujer inclinada. —Pasó la página y junto al texto aclarativo podía verse también una pequeña foto en blanco y negro—. En esta radiografía se distingue que en un principio había alguien más en el vano de la puerta, sentado en una silla, probablemente una anciana, pero no está claro del todo, ya que después decidió borrarla para reforzar el efecto de profundidad. Así hay muchos ejemplos de pinturas en las que elimina imágenes a posteriori. El ejemplo más conocido es el de
La lechera.
Siguió hojeando hasta que encontró esa pintura también con su comentario correspondiente.
—Aquí sustituyó lo que originariamente era una cesta con ropa por un suelo con un calientapiés y azulejos en el zócalo. Y al principio también colgaba de la pared un cuadro o un mapa que más tarde fue eliminado por completo. —Volvió a dejar el libro sobre la mesa y continuó—: Vermeer retocaba una y otra vez la composición hasta que quedara perfecta a sus ojos. En sus pinturas no hay nada, pero nada en absoluto, que haya sido colocado de manera casual.
A continuación volvió a coger las radiografías que había hecho de mi pintura.
—Fíjese, hay dos cosas que de inmediato llaman la atención en su pintura. Parece ser que la mujer primero tenía una carta en la mano y que el pintor después le pintó encima un peine. Y en la pared de detrás se ha eliminado un pequeño cuadro con una representación de Cupido. Esa combinación de una carta y Cupido sugiere que se trataría de una carta de amor, una escena que en aquella época se representaba con frecuencia. Por lo visto, el pintor después prescindió de ella.
Me puse a mirarlo con él y, en efecto, tenía razón, esos cambios podían distinguirse a la perfección.
—Me hallo ante un completo enigma —dijo Peter Kurth meneando la cabeza—. Por lo que yo sé, Van Meegeren nunca fue tan lejos en sus falsificaciones como para imitar también esta característica del procedimiento de trabajo de Vermeer. En ninguno de sus Vermeer falsificados las radiografías pudieron descubrir objetos ocultos debajo de la pintura. Usted también sabe que Van Meegeren eliminaba todas las representaciones de los lienzos antiguos hasta llegar a la primera mano de pintura. Sólo entonces se ponía a trabajar. En ninguna obra suya puede verse que haya introducido correcciones eliminando determinadas partes de una composición. Siendo muy irrespetuoso, se podría llegar a afirmar que Van Meegeren no tenía esa delicadeza. Por lo demás, siempre trabajaba con esbozos, de los que todavía hoy se conservan algunos. Por tanto, fijaba con antelación la composición y después la trasladaba al lienzo con exactitud, sin dudar en esa última fase ni incluir cambios, al contrario que Vermeer.
Cuando terminó de hablar, se produjo un silencio largo e incómodo entre nosotros. Yo me había levantado y me había colocado de nuevo ante la pintura. Intenté ordenar mis pensamientos. El segundo argumento de Peter Kurth ya era convincente, pero el primero lo era aún más.
Me volví hacia él y le pregunté:
—¿Está usted seguro de lo de la fecha, que hasta 1949 no se demostró que Vermeer colocaba un alfiler en el punto de fuga y empezaba a trabajar a partir de ahí?
Asintió con un gesto de la cabeza.
—¿Cuál es su conclusión entonces? —preguntaba yo ahora.
—¿Cuál es la suya? —eludió irritado mi pregunta.
No se lo tomé a mal, porque estaba claro que se encontraba muy cansado y apenas podía dominar sus emociones.
—Que usted insinúa que estamos aquí contemplando un auténtico Vermeer —le respondí—. Ya al principio de esta semana me decía usted que estaba impresionado por su excepcional calidad, lo que entonces era todavía un halago dirigido a Van Meegeren. Ahora dice usted que él no pudo pintar el cuadro. —Quería una respuesta clara de él, e insistí—: ¿Cree usted que estamos ante un auténtico Vermeer?
Él también se había incorporado ahora y se puso a mi lado. Suspiró hondo y dijo:
—Todo lo indica. Es increíble, pero todo señala en este momento en esa dirección. ¿Comprende entonces que no haya podido dormir? Si esto sale a la luz pública, la conmoción que se creará será indescriptible.
Fue hacia la mesa y se quedó mirando todas las «pruebas» que había reunido, como si quisiera cerciorarse una vez más de que los hechos confirmaban, en efecto, la conclusión a la que había llegado. Sin mirarme, dijo:
—Vermeer pintó más de treinta y cinco cuadros, y ésta sería una de las tres piezas desaparecidas. Eso ya se lo conté la semana pasada. Esta obra aparece descrita en la subasta de la colección Vermeer de Jacob Dissius. Hay dos Vermeer más que pertenecen a particulares: uno lo posee la reina Isabel, y así seguirá siempre, y el otro es de un comprador desconocido que hace poco adquirió
Muchacha sentada frente al clavicordio
. A esta pieza la denominaron en la prensa «el último Vermeer». ¿Lo ha oído bien? «El último Vermeer». El resto de sus lienzos cuelga en los museos. Las expectativas son, pues, que ya no volverá a salir nunca al mercado ningún otro Vermeer. Ese último cuadro se vendió por más de veinticuatro millones de euros, a pesar de las dudas que había sobre su autenticidad y a pesar de que los especialistas lo consideran el menor de sus trabajos. Ese precio, por tanto, se pagó más por la rareza de la obra que por su calidad. ¿Qué cree usted que provocará este cuadro? Sé lo suficiente del tema como para poder asegurarle que la calidad de esta obra es excepcional.
Sonaba fatigado y volvió a suspirar hondo. De momento, parecía más bien agobiado por una pesada carga que rebosante de alegría por este gran hallazgo.
—Al verle tan emocionado, soy consciente de lo convencido que está —dije comprensivo—. Sus argumentos también son irrefutables. Si llegara a conocerse, no hay duda de que se investigaría muy a fondo su autenticidad.
Supuse que algo así podría durar años. Toda clase de expertos analizaría probablemente hasta el más mínimo detalle de la pintura y sin duda tendrían opiniones diversas, lo que llevaría a vehementes discusiones. El dar a conocer la existencia de esta pintura y todo lo que provocaría era una perspectiva que no me agradaba especialmente, pero ¿era posible pararlo ahora? Difícilmente podía volver a llevarme ahora el cuadro y guardarlo en un armario de casa.
De repente, recordé lo que Adriaan me había dicho siempre cuando se trataba de evaluar cuadros. Las dos únicas cuestiones que importaban realmente. ¿Es auténtico? ¿Cuál es la
provenance
? Fue como si Peter Kurth me hubiera leído el pensamiento.
—¿Y de dónde procede, señor Havix? —Se quedó mirándome—. Usted me contó con toda franqueza que lo recibió de su amigo Adriaan Mantingh tras su fallecimiento, pero ¿sabe cómo consiguió su amigo esta pintura y, en el caso de que lo sepa, podría contármelo?
En su voz percibí la esperanza de que llegara a aclararle algo de este misterio, pero yo ya sabía que jamás podría hacerlo, pues Adriaan lo había encontrado en la casa de Van Meegeren en Niza y se lo había quedado. Esa historia nunca podía llegar a oídos de nadie. No sólo porque perjudicaría el buen nombre de mi amigo, sino también porque empezarían a hacerse preguntas sobre quién era el propietario legítimo del cuadro. ¿Los herederos de Van Meegeren, si aún vivían? ¿Las autoridades neerlandesas? Un falsificador que había hecho negocios con los nazis o unas autoridades que se habían servido de las prácticas más viles para conseguir una importante colección estatal de obras de arte. Ninguna de las dos me parecía una buena alternativa. Por mucho que confiara en Peter Kurth, nunca podría compartir con él lo que sabía. Mientras seguía mirándome, decidí destruir la carta de Adriaan nada más llegar a casa.
—No, no puedo contárselo.
Asintió y replicó:
—Entonces lo sabe.
—Sí, pero más no puedo decirle. Aunque fui yo quien le pedí ayuda, me temo que no podré responderle. Sólo puedo apelar a su comprensión.
—Así pues, debo considerarle el propietario y declarar al mundo exterior que, pase lo que pase, desea permanecer en el anonimato. ¿No es así?
Sonaba sorprendido, pero para mi alivio no percibí ningún matiz de censura en su voz.
Si la historia que me había escrito Adriaan era cierta, el falsificador Van Meegeren había tenido en su poder un auténtico Vermeer. Mientras pintaba y vendía falsos Vermeer, ganando mucho dinero con este negocio, tuvo que salir de Francia abandonando un Vermeer auténtico, una pintura de la que a todas luces nunca habría querido separarse. Siempre seguiría siendo un enigma el modo en que había llegado a sus manos. ¿Habría encontrado este Vermeer mientras buscaba alguna pintura antigua sobre la que poder volver a pintar? De la vida de Van Meegeren ya se había dicho y escrito prácticamente todo, y aunque no esperaba que este misterio pudiera llegar a resolverse nunca, en este momento me tocaba a mí cerrar esa puerta de manera definitiva.
—Sí, así es —asentí—, y ahora le pregunto si está dispuesto a aceptar ese papel.
Se encogió de hombros y preguntó a su vez con mal talante:
—¿Tengo alguna otra opción?
Yo sabía que había ganado el litigio y respondí sonriendo:
—Por lo que sé de usted, no.
—Lo consideraré un cumplido.
Se dirigió hacia el lienzo y estuvo allí mucho tiempo dándome la espalda. Estaba pensando en qué respuesta darme y parecía como si, mientras cavilaba, estuviera buscando ayuda en la tela que colgaba de la pared frente a él.
Entonces se volvió y dijo:
—¿Sabe que me coloca ante un difícil dilema? Precisamente nuestra institución, precisamente el Art Loss Register, sólo puede intervenir si estamos convencidos de hacerlo en nombre del propietario legítimo. Si hay un concepto que constituye el punto central y conforma la esencia de nuestro trabajo, ése es el de la
provenance
. Y ahora apela usted a mí para que me fíe tan sólo de su palabra. Bueno, estoy dispuesto a admitirlo, pero con una condición: debe aceptar que su pintura no caiga nunca en manos de particulares. Si su cuadro resulta ser un auténtico Vermeer, su valor será incalculable. Eso es algo que espero haberle dejado ya lo suficientemente claro. Seguro que habrá alguien en algún lugar del mundo dispuesto a pagar el precio más elevado si llega a salir al mercado, pero quiero pactar con usted que nunca se pondrá a la venta. Sea como fuere, su cuadro deberá pasar a formar parte de la colección de un museo, por lo que a mí respecta da igual dónde esté ese museo, pero el público deberá tener la posibilidad de contemplarlo. Sólo con esa condición estaré dispuesto, o mejor dicho, el ALR estará dispuesto a actuar en su nombre.
Gracias a la seriedad y el rigor característicos con que se archivaban los negocios administrativos en Suiza, Ella Foskett había podido obtener allí una copia del acta fundacional originaria y de los estatutos del Kunsthandel M. L. Wildenstein. La única propietaria y fundadora había sido una tal señora M. L. Wildenstein. Aparte de ese nombre y la firma correspondiente, no había nada registrado: ni dirección, ni fecha o lugar de nacimiento, ni número de pasaporte, nada en absoluto. Me pareció típico de Suiza: el registro de la empresa estaba consignado por escrito de manera impecable, pero todo lo que había detrás no era necesario ni deseable que se supiera. Cuantos menos datos, mejor.
En Suiza había diez mil residentes con el apellido Wildenstein, e incluso añadiendo las iniciales M. L. quedaba una lista demasiado larga. Aunque Ella Foskett albergaba pocas esperanzas de llegar a averiguar algo más, contrató una agencia para que siguiera investigando. Justo después, cogió un avión para Bélgica y, para entonces, ya había regresado a Estados Unidos.
Con lo que yo ya sabía, seguí buscando por mi cuenta con la ventaja que tenía de poder ir directo al meollo del asunto. En seguida conseguí resultados. Arthur Wienecke había utilizado el apellido de su madre para registrar la empresa. Coincidían las iniciales: M. L.: Maria Louise. A su hija le había puesto el nombre de su madre. Supuse que los antecedentes de Arthur Wienecke habrían sido objeto de una minuciosa investigación antes de ser propuesto para esa prestigiosa condecoración judía. No se me escapó la ironía de que Ella Foskett buscaba algo que podía encontrar en cualquier archivo judío.
Acepté la condición de Peter Kurth plenamente convencido. Con todo lo que había aprendido durante los meses pasados sobre el negocio del arte y las personas a cuyas órdenes se trabajaba, la idea de que un coleccionista particular pudiera convertirse en propietario de ese cuadro me repelía en lo más profundo del corazón. Para este lienzo, en cualquier caso, ya no valdría la tan manida sentencia de que todo puede comprarse con dinero.
Ese verano el mundo del arte neerlandés parecía no caber en sí de gozo. Después de que en la prensa hubieran aparecido artículos con la sensacional noticiade que posiblemente se había descubierto un nuevo Vermeer —llegó a salir incluso en el telediario—, se hizo público al cabo de algunas semanas que la famosa colección Lisetsky, de únicas pinturas paisajistas neerlandesas, había vuelto a aparecer completa y en buen estado. El mundo artístico neerlandés estaba eufórico, y en un verano en el que, por lo demás, había pocas noticias impactantes, se habló y escribió mucho al respecto. De todos los rincones y agujeros salieron expertos que no tenían reparos en expresar su opinión.