Necesitaba un poco de tiempo para asimilar lo que me acababa de decir, pero entonces me pregunté sorprendido si no habría cometido un error de cajón.
—Vermeer sí que se pintó a sí mismo en
Alegoría de la pintura
. Me parece que lo que acabo de leer encaja a la perfección con ese cuadro. Allí también aparece un pintor trabajando, supongo que el propio Vermeer, ¿no?
Peter Kurth respondió triunfal:
—Sí y no, señor Havix. Usted no es un auténtico experto en Vermeer, así que no se le puede tomar en cuenta esa equivocación, pero Van Meegeren sí que estaba muy al tanto y quiso aprovecharse de una manera yo casi diría que diabólica. No me cabe ninguna duda de ello. ¿Sabe usted?, ese lienzo,
Alegoría de la pintura
, que aparece aquí representado, nunca llegó a manos de Dissius. La viuda de Vermeer, Catherine Bolnes, conservó el cuadro y luego se lo cedió a su madre Maria Thins, con la que había contraído deudas. De esas transacciones nos han quedado documentos. En resumen, existen dos pinturas en las que aparece el propio pintor Vermeer:
Alegoría de la pintura
, que ahora cuelga en el Kunsthistorisches Museum de Viena, y ese lienzo que se mencionaba en la subasta de Dissius. Entre los expertos se lleva especulando ampliamente al respecto durante mucho tiempo, también en la época de Van Meegeren, y éste habrá estado sin duda al corriente. De nuevo habría querido satisfacer la demanda pintando ese famoso
Vermeer trabajando en su estudio
desaparecido, así volvería a aparecer de manera inesperada una obra maestra que había estado perdida durante siglos. Qué suerte, diría mucha gente.
Cogió mi pintura con cuidado, la sostuvo ante sí con los brazos estirados y dijo con una mezcla de excitación y admiración:
—Su paisano con este cuadro quiso copiar el más famoso Vermeer desaparecido y volverlo a colocar en el mercado. ¿Qué cree usted que hubieran estado dispuestos a pagar los nazis por semejante obra? A su lado, habría palidecido cualquier falsificación anterior de Van Meegeren.
Volvió a depositar el cuadro con cautela sobre la mesa y se secó el sudor de la frente y de la nuca con un pañuelo.
—¡Qué increíble descaro y, al mismo tiempo, qué genial hallazgo! No tengo palabras. Puedo asegurarle que, cuando esto se dé a conocer, volverá a escribirse un montón sobre Vermeer y Van Meegeren, y todo el asunto se reavivará de nuevo.
Su historia era verosímil, pero, dejando aparte lo que pudiera parecerme, lo que más me alegraba era haber despertado su interés. Eso significaba que podía contar con la colaboración del ALR para hacer público este lienzo. Mi objetivo final era que encontrara un lugar en algún sitio y que pasara a formar parte de la historia del arte. Volví a preguntárselo para estar más seguro y Peter Kurth me respondió afirmativamente. E incluso cuando volví a repetirle que bajo ningún concepto quería aparecer en las noticias, le quitó hierro. «Recibido de una fuente anónima», respondería en el caso de que se lo preguntaran. Y si le interrogaban al respecto, podía añadir: «De una herencia», para ofrecer así una explicación plausible de la razón por la que había aparecido de repente.
Aunque estaba tan impresionado como Peter Kurth del modo en que Van Meegeren había pergeñado todo esto, había una cosa que todavía me quedaba poco clara. Esa duda había ido surgiendo paulatinamente en mi interior mientras miraba las dos imágenes, y no podía quitármela de la cabeza.
—¿Qué sentido tiene esta pintura? —pregunté—. ¿Por qué es casi la misma composición pero han desaparecido esas referencias? Así ya no es ninguna alegoría, pero ¿qué es entonces?
Pareció como si le hubiera cogido desprevenido con esta pregunta. Era evidente que se había concentrado sobre todo en lo que acababa de explicar por extenso. Se encogió de hombros y dijo:
—Ahora mismo no puedo decírselo, si he de serle sincero, ya que tampoco me he fijado mucho en ello.
Sonó un poco irritado, como si no le hubiera hecho ninguna gracia que después de una disertación tan convincente hubiera quedado una pregunta sin respuesta.
Al no haber casi nada en la pintura que pudiera desviar la atención, ésta recaía de manera automática sobre la mujer con el peine. ¿Se habría convertido entonces en una oda a la belleza, a la mujer en general o quizá incluso a una mujer en particular?
En el ínterin, Jaap Tielemans no había estado inactivo, y a eso contribuyeron las circunstancias, porque ¿qué cosas malas pueden decirse de alguien a quien quiere todo el mundo? Eso no suponía ningún problema en el caso de Paul Vis, pues había un montón de personas que le detestaban tanto que incluso estaban deseando hablar con Jaap de las miserias de aquél. Poco o nada pudo percibir de lo que vendría en llamarse una excesiva reserva. Si la policía andaba detrás de Paul Vis, seguro que debía de haber gato encerrado. Para él por lo tanto malas noticias, algo que reconfortaba visiblemente a la mayoría de los interlocutores de Jaap.
Hasta la fecha, había estado citándose con toda clase de hombres de negocios que no sólo parecían envidiar el éxito de Paul Vis, sino también y sobre todo la manera en que alardeaba de él, haciendo que los demás se murieran de celos. Además, presumía con ostentación de su joven novia, con quien vivía después de haber abandonado a su esposa.
La envidia era una cosa, pero genuina y cruda amargura no oyó hasta que habló con su ex mujer. La había «dejado tirada como a una bolsa de basura» y se sentía utilizada después de haberle sido siempre fiel. Siempre había estado a su lado en los años de bonanza, pero también y sobre todo, esto no dejó ni por un momento de recalcarlo, en los años de adversidad. Al cabo de más de veinticinco años de matrimonio, la había abandonado por sorpresa y sin ninguna explicación o disculpa cambiándola por una muchacha de dieciocho años. Como si hubiera abolido los años pasados considerándolos un absoluto aburrimiento y su matrimonio no hubiera significado nada, ahora cohabitaba sin ninguna vergüenza con una chica que tenía la misma edad que su ex mujer cuando se conocieron por primera vez.
Él ya entonces, con veintiséis años, era algo mayor que ella, lo que aprovechó para conquistarla. Era encantador, estaba muy seguro de sí mismo y ya había vivido un montón. Todo eso lo utilizó para impresionarla y era lo que la había hecho caer, aunque por lo menos ella se había enamorado y había empezado a amarle.
¿Pero una chica de dieciocho años con un hombre de más de cincuenta que estaba empezando a quedarse calvo, con una barriga cervecera y cada vez con más achaques? Si vivía con él era, naturalmente, por su dinero y el lujoso nivel de vida que podía permitirse, no podía ser de otro modo. ¿Qué otra cosa iba a hacer una niña de dieciocho años con un hombre que ya tenía a sus espaldas los mejores años de su vida?
—Una historia muy triste, Jager, ¿no te parece? —dijo Jaap, pero en su voz no podía percibirse compasión alguna—. Su ex mujer no sólo está amargada por eso, pues desde que se ha deshecho de ella tampoco hace el más mínimo esfuerzo por ver a sus hijos, de cuya educación se ha ocupado sólo ella porque, según dice, él nunca estaba en casa y siempre se encontraba trabajando. Tienen un hijo de veinticuatro años y una hija de dieciocho. Es muy fuerte, se acuesta con una chica que tiene la misma edad de su hija. En cierto sentido, se está follando a su propia hija; yo diría que es un caso de psiquiatra. Si yo fuera su ex mujer, estaría dando saltos de alegría por haber conseguido que se hubiera ido de casa.
En efecto, todo me sonaba bastante rancio, pero ¿cuántas veces ocurrían cosas así? Hombres que dejan tiradas a sus esposas y las cambian por una versión más joven. Y mujeres que a continuación se lamentan de haber sido utilizadas durante todos esos años. Tanto sacrificio, ¿para qué? ¡Y en la mayoría de los casos todo parecía estar más o menos tranquilo antes de que estallara el follón! En esa clase de asuntos yo también me había visto involucrado al ejercer mi trabajo, pero ya hacía tiempo que me había despedido de ellos. Las mujeres abandonadas, casi siempre desprovistas de autocrítica, me irritaban, y los hombres eran unos patanes egoístas que, utilizando el dinero como afrodisíaco, volvían a estar obsesionados con el sexo pese a haber pasado ya los mejores años de sus vidas. Todo iba mal, pero nadie se sentía culpable o responsable. Lo único que despertaban en mí era irritación, y conmigo que no contaran para que los compadeciera.
—¿En qué trabaja él? —pregunté.
—Realiza transacciones financieras para grandes empresas internacionales en el mercado de futuros de café y cacao. El objetivo de esas empresas es cubrirse contra fluctuaciones de precios no deseadas. En opinión de algunos que trabajan en ese negocio, también hace inversiones por cuenta propia. Se anticipa a movimientos previstos en el mercado y gana dinero con esa clase de especulaciones. Ocupa posiciones determinadas que, a continuación, intenta cerrar más tarde de manera rentable. Por lo visto le va bastante bien, porque todo el mundo está de acuerdo en que es un hombre de mucho éxito.
—Suena bastante arriesgado. Me hace pensar en ese Leeson que llevó a la quiebra el Barings Bank. ¿Lo recuerdas?
—Sí, claro.
—¿Por qué ha de venderse precisamente ahora la colección de arte de su padre? También te lo habrás preguntado tú, por supuesto. ¿Por qué no se espera a heredarla? ¿Tiene más hermanos?
—No.
—Estupendo para él —dije—, entonces es el único heredero de una colección que vale más de veinticinco millones. Realmente no es una perspectiva poco halagüeña, pero al parecer no puede esperar tanto. Hombre de éxito, rico, con un joven bombón. ¿Apostamos algo a que si sigues buscando verás que esa fabulosa fachada está llena de agujeros por dentro?
En el rostro de Jaap apareció una risilla:
—Eso es lo bonito de nuestro trabajo, Jager: ves cómo va desmoronándose delante de tus narices. Toda falsedad desaparece cuando queda expuesta a la cruda realidad. Por otra parte, sí que resulta extraño que esté ahora vendiendo esa colección de su padre, porque según su ex mujer se llevaban muy mal. Hacía años que no se hablaban. En realidad sólo mantenía el contacto con la madre, que venía de vez en cuando de visita, porque su hijo no era bienvenido en la casa de Bélgica. ¿Sabes ya lo suficiente? Entonces vámonos.
Estábamos sentados en una terraza cerca de la Estación Central de Róterdam. Mientras Jaap me informaba, me había tomado un café solo doble y ya sólo el aroma me puso de buen humor. Además, a esto se añadía que dentro de poco iba a gozar de una espléndida vista de la ciudad de Róterdam. La vista panorámica por la que Paul Vis había pagado una fortuna.
El apartamento estaba tan escasamente amueblado que era evidente que Paul Vis acababa de instalarse, lo que se vio confirmado por las cajas de mudanza que se encontraban apiladas en un vestíbulo tan amplio que sólo él ya era más grande que la habitación principal de cualquier piso en mi barrio de De Pijp. Sobre la parte superior de las cajas de mudanza había unos abrigos echados al desgaire, al parecer no sólo de él, sino también de una mujer. Y por todas partes podían verse zapatos, no colocados de manera correcta cada uno con su pareja, sino esparcidos por la casa, tirados con descuido nada más entrar. En el suelo del vestíbulo y del pasillo que llevaba al salón había una alfombra de color azul oscuro que iba aclarándose poco a poco conforme uno se adentraba en la vivienda. Y también el techo pintado, azul oscuro con estrellas en el vestíbulo, se aclaraba cada vez más según ibas entrando hasta convertirse en un blanco en el que se reflejaba algo del amarillo del sol.
Así pasamos de la oscuridad a la luz siguiendo a Paul Vis. El diseñador de todo esto había pretendido conseguir un efecto determinado que debía alcanzar su punto culminante en el salón, con su vista panorámica. Lo había logrado, porque cuando nos detuvimos al final del pasillo, con el amplio salón ante nosotros, nos quedamos mirando una pared que era de cristal en su totalidad y que ofrecía unas vistas espectaculares sobre la ciudad de Róterdam y el cielo elevándose por encima de ella. Al llegar el ventanal hasta el suelo, daba la impresión de que uno podía salir hasta fuera caminando. El vértigo me jugó una muy mala pasada y decidí mantenerme lo más apartado posible de esa pared de cristal.
Era evidente que a Paul Vis no le molestaba, porque había colocado una poltrona grande tan cerca que podía ver el abismo sin ninguna dificultad. A falta de una mesa auxiliar, utilizaba una de las cajas de mudanza sobre la que descansaba un cenicero lleno de colillas hasta el borde, una copa de vino y una botella medio vacía. En el suelo había un teléfono cuyo cable se dirigía hacia un enchufe en la pared. Otra de las cajas hacía las veces de escabel. Alrededor de su asiento había unos cuantos periódicos esparcidos por el suelo. Por lo visto, no le corría mucha prisa la decoración de su nueva vivienda.
Al fondo del salón, sobre una elevación, se encontraba la cocina americana. La mesa y la encimera estaban repletas de alimentos, vajilla desembalada que aún debía ser colocada en los armarios y tazas, copas y vasos sucios con restos de comida. En el centro de la cocina había una enorme isla de acero inoxidable con una gran campana extractora de humos encima. Me pareció bastante excesivo para estos recientes moradores que probablemente se limitarían a utilizar el microondas empotrado.
Aparte de la poltrona en la que se había instalado Paul Vis, cerca del ventanal, y que al parecer era el lugar donde pasaba la mayor parte del tiempo, los muebles del salón eran una combinación de sofás de cuero blanco de dos y tres plazas y un enorme aparato de televisión de pantalla panorámica, colocado con descuido sobre una mesa de comedor redonda.
Por la actitud de la chica, que descansaba en el sofá, comprendí que no sería ella quien tomara la iniciativa en la posterior decoración de la casa. Se había acomodado en el rincón del sofá de tres plazas y estaba viendo la televisión con las piernas y los pies descalzos encogidos debajo del trasero. En lugar de una caja, ella utilizaba como mesa el ancho brazo del sofá. El teléfono móvil, el mando a distancia de la televisión, los cigarrillos y el encendedor y un cenicero que también estaba repleto hasta el borde, y de esta manera tenía al alcance de la mano todo lo necesario. En lugar de vino, había dejado en el suelo una botella grande de agua mineral y un vaso de tubo.
Cuando entramos en la estancia, ella apagó la televisión valiéndose del mando, pero no hizo intenciones de levantarse. Nos saludó desde el sofá con un «hola» y, a continuación, tomó un trago de agua. Tras encenderse un cigarrillo, parecía ya del todo dispuesta a seguir como espectadora nuestra conversación con Paul Vis.