Le respondí que no y añadí que no me lo había contado él, sino Eva Lisetsky. Simon Ferares apenas había hablado de sí mismo.
—En 1943 se produjo una gran sublevación en ese campo —empezó su relato Peter Kurth—. Aproximadamente trescientos judíos mataron a un grupo de soldados de las SS y vigilantes del campo y luego lograron escapar. Más tarde volvieron a atrapar a la mayoría, pero Simon Ferares y unos cuantos consiguieron salvarse por los pelos. El día siguiente a la sublevación todo el mundo fue ejecutado en el campo y, al poco tiempo, clausuraron Sobibor para siempre.
Esta historia volvió a dejarme claro que Simon Ferares era una persona que dominaba el arte de la supervivencia como nadie. Se había sublevado hasta dos veces contra los nazis y en ambas ocasiones, a diferencia de muchos, incluidos sus propios hermanos, había sobrevivido.
Al decirle que le llamaba para pedirle algo especial, me escuchó en silencio, pero cuando terminé de contarle mi historia sobre el falso Vermeer, reaccionó con cierta reserva para mi desilusión. Como supuse que al final acabaría atando los cabos que le llevarían a Adriaan Mantingh, el donante del lienzo, se lo revelé en seguida. Después de todo, él también sabía que Adriaan había fallecido hacía poco y, tarde o temprano, llegaría a la conclusión de que uno más uno suman dos. Cuando le dije que quería terminar allí la historia y que el ALR no diera ninguna información sobre la procedencia del lienzo a las posibles preguntas que fueran surgiendo, su entusiasmo disminuyó aún más si cabía, pero yo no pensaba claudicar tan pronto, quería desprenderme del cuadro, pero también tenía cierto valor artístico.
Hasta que no me puse a describirlo de manera detallada, a petición suya, no cambió su actitud y empezó a mostrar más interés. Sin embargo, seguía escéptico:
—La historia cada vez se vuelve más enrevesada. Según los especialistas en Vermeer, su obra puede dividirse grosso modo en dos períodos. En la primera parte de su actividad pictórica realizaba sobre todo pinturas religiosas con ligeros tintes mitológicos. En la época de Vermeer a esto se le denominaba «pintura histórica», y se esperaba de los pintores noveles que empezaran así su carrera. En el período posterior aparecen las llamadas «pinturas de género», esos interiores con representaciones de personas realizando diversas actividades: tocando música, haciéndose la corte, escribiendo cartas o la lechera trabajando... usted ya las conoce, naturalmente. Van Meegeren se había especializado para sus falsificaciones en lienzos de esa primera fase, ya que su infalible intuición le decía que los especialistas estaban ansiosos por poder seguir rellenando ese período. Era algo que hacía muy bien. Tome por ejemplo
Cristo y la mujer adúltera
, ese lienzo de Göring, o
Los peregrinos de Emaús
, que fue adquirido por el Museo Boijmans, o
La última cena
que compró ese rico capitoste del puerto de Róterdam, Van Beuningen, cuyo nombre más tarde acabaría uniéndose al de este museo. El lienzo que usted describe en absoluto se corresponde con los anteriores. Se trata precisamente de una de esas sencillas actividades cotidianas.
Antes de que pudiera reaccionar a sus reflexiones, me preguntó:
—¿Está firmado el cuadro?
—Sí.
—¿Podría indicarme cómo es exactamente esa firma?
Tuve que ir a por el lienzo y, tras mi descripción, me respondió animado:
—Sí, otra vez algo propio de Van Meegeren. Así quería evitar que surgiera cualquier discusión sobre el artífice, y eso cuando el propio Vermeer en absoluto firmaba todos sus cuadros. Me gustaría verlo. ¿Puede usted venir a Colonia?
Concertamos una cita y corté la comunicación.
Volví a observar detenidamente la pintura. ¿Me había tomado alguna vez tanto tiempo en mirar a Eileen cuando aún vivía mientras se maquillaba, mientras se cepillaba el cabello? Ya no podía recordarlo. Por las mañanas teníamos demasiada prisa y era una actividad demasiado personal como para quedarte ahí mirando.
Sin embargo, por fortuna aún veía momentos de sosiego ante mí, como los representados en este lienzo. Cuando nos sentábamos por la noche a nuestra gran mesa, durante horas y sin prisa por tener que hacer algo o tener que ir a alguna parte. A veces entablábamos largas conversaciones, pero casi siempre nuestra mutua presencia nos bastaba para sentir que todo estaba bien. Ahora que volvía a pensar en ello parecía como si esa sensación se hubiera producido a menudo, sin que fuéramos realmente conscientes de ella. Era demasiado evidente.
Al día siguiente resultó que Jaap no se había excedido al contarme lo de Van Berkhout. El asesinato aparecía consignado en un pequeño artículo de la primera página y remitía a otro más extenso en el interior del periódico. En un breve espacio de tiempo ya habían conseguido escribir un artículo de investigación sobre él. Van Berkhout era mencionado en un santiamén junto a nombres de la talla de Sam van den Bergh y Anton Jürgens, los fundadores de Unilever, Henry Deterding de la Shell, Frits Fentener van Vlissingen y Daniel George van Beuningen del
holding
neerlandés SHV, la Asociación de Comercio de Carbones, e incluso con Gerard y Anton Philips. Van Berkhout era uno de los empresarios neerlandeses que, terminada la Segunda Guerra Mundial, levantaron un imperio aprovechándose al máximo de las posibilidades que ofrecían los años de postguerra y reconstrucción. A esos empresarios de raza se les llamaba los «patriarcas», los fundadores de la industria y el comercio neerlandeses.
Victor Dirk van Berkhout, «VD» para los amigos, había crecido en un ambiente de pobreza y ya a muy temprana edad empezó a trabajar como aprendiz de carpintero, convirtiéndose pronto en contratista independiente y levantando en los años posteriores un amplio imperio inmobiliario cuyos tentáculos abarcaban todo lo que tuviera que ver con la construcción. La realización de carreteras, puentes, túneles, líneas de ferrocarril, estaciones, actividades de dragado en el extranjero, la ampliación del aeropuerto de Schiphol, la línea ferroviaria de Betuwe... en todo esto están y estuvieron implicadas unas cuantas empresas suyas, en la actualidad y en el pasado.
Sin embargo, había un rasgo distintivo importante que le diferenciaba de esos otros grandes empresarios: Victor van Berkhout era desconocido para el público. Philips y Fokker eran desde luego nombres famosos, pero el neerlandés medio seguro que había oído hablar alguna vez de Fentener van Vlissingen, también hombre que rehuía la publicidad. Van Berkhout, en ese sentido, había sido aún más hábil que él: se las había ingeniado para evitar siempre esa publicidad, en la medida de lo posible, y de su vida privada no se sabía nada más que era soltero y que después de jubilarse había llevado una vida retirada.
Vivía en una gran mansión llamada
Esse Non Videri
: «Ser, no parecer», su divisa durante toda la vida, en medio de su colección de arte, porque el periódico también mencionaba que había sido un apasionado coleccionista. Supuse que más de un director de museo que leyera la noticia sobre la muerte de Van Berkhout probablemente ahora estaría frotándose las manos albergando la secreta esperanza de poder cobijar esa colección en su museo, siguiendo el ejemplo de Van Beuningen —el hombre que había engrandecido el
holding
SHV junto a Fentener van Vlissingen—, que había cedido la suya al Museo Boijmans. No me sorprendería leer dentro de poco en la prensa a qué museo le había caído en suerte la colección de Victor van Berkhout.
Todos los periódicos que consulté ese día alababan a Van Berkhout, sólo el vespertino NRC Handelsblad se había atrevido a formular una observación crítica en un editorial junto al impresionante curriculum vitae de Van Berkhout, y escribía que después de la guerra había sido acusado de colaborar con las fuerzas de ocupación alemanas. Su empresa, por encargo de los alemanes, habría contribuido a la construcción de unas cuantas obras de defensa que tenían por objeto evitar una posible invasión de los aliados. La acusación, sin embargo, no había llegado nunca a los tribunales.
Al terminar la guerra, las autoridades neerlandesas necesitaban con urgencia a personas como Van Berkhout para volver a levantar la economía. Si bien durante los primeros momentos de euforia tras la liberación se había proclamado que se trataría con mano dura a todos los colaboracionistas, pronto se adoptó en su lugar una actitud más pragmática. Lo más importante era trabajar en la reconstrucción, y el resto de los asuntos quedaban subordinados a esta misión. Van Berkhout nunca fue citado ante el juez, al igual que tampoco lo fueron, por otra parte, muchos empresarios que habían hecho negocios con los alemanes. De esta manera pudo concentrarse por completo en la posterior ampliación de sus actividades comerciales.
En ese editorial, la figura de Van Berkhout no constituía realmente un objetivo en sí, sino que era citado como ejemplo de la postura errónea que habían tomado nuestra industria y nuestro comercio durante la guerra. Los empresarios neerlandeses habían logrado mantener las apariencias al asegurar que colaboraban sólo bajo presión y de mala gana, pero, conforme se iba investigando más, resultaba que en la mayoría de los casos habían hecho negocios con el invasor alemán sin ninguna reserva y a menudo incluso estaban encantados de hacerlos. Había dinero que ganar, y si uno se negaba, ya habría otros que se encargarían de hacerlo, un razonamiento que hoy en día me sigue sonando muy familiar.
Ese mismo día oí por primera vez el nombre de quien ordenaba la venta de la colección Lisetsky: «Vis». Terborgh le llamó proponiéndole reunirse para discutir sobre el siguiente paso a dar. Entre tanto, había sondeado a clientes potenciales y, en efecto, había muchísimo interés, si bien no dejó de recalcar que no hubiera esperado otra cosa. Pero ahora había que entregar precios recomendados para que pudieran llevarse a cabo las primeras ofertas.
El hombre con quien hablaba era francamente seco. En contraposición a la voz amable de Terborgh, la de este hombre sonaba cortante y dura. No me dio la impresión de que tuvieran una relación de amistad ni de que se esforzaran lo más mínimo por llegar a tenerla. Se trataba de alguien que había dado una orden y lo expresaba con toda claridad. El tono de la conversación era bien distinto del que Terborgh mantenía con sus clientes, a quienes yo había estado escuchando por extenso durante los días pasados. No se tuteaban, así que de momento me quedé sin saber el nombre de pila de este señor Vis.
Pero me lo dejaron muy fácil, porque quedaron para el día siguiente a las tres de la tarde en casa de Vis. Parecía que Terborgh conocía la dirección, porque no se mencionó. Tampoco es que importara mucho, sólo tenía que seguirle.
A la mañana siguiente, su mujer no le llevó al trabajo como de costumbre. A la hora de siempre apareció en un gran Land Rover de color rojo oscuro tan resplandeciente que tuve mis serias dudas de que alguna vez hubiera estado realmente en el campo. Quizá lo utilizaran más para transportar cuadros de vez en cuando. En busca de un lugar para aparcar, pasó por delante de mi coche y encontró un sitio libre a menos de cien metros de distancia. Ahora que debía quedarme esperándole, aproveché para escuchar las conversaciones telefónicas, pero no había sucedido nada especial. Apenas llamó por teléfono esa mañana, y lo que capté no guardaba ninguna relación con el asunto que me interesaba.
Como no quería perderle de vista, me había preparado por la mañana unos bocadillos y un termo de café. Ya me había terminado todo cuando Terborgh salió, un poco antes de las dos, y se encaminó con toda tranquilidad hacia el coche. Era la primera vez que le veía con una cartera. Conducía tan despacio que no tuve ninguna dificultad en seguirle. Una vez llegados a las afueras de la ciudad, entró en la autopista en dirección a Róterdam, que al final resultó ser también nuestro destino, porque allí tomó una salida y, a continuación, fue siguiendo los carteles que llevaban hacia el centro. En el corazón de la ciudad desapareció en un aparcamiento del Coolsingel. Esa maniobra requería una reacción rápida por mi parte, pues no estaba dispuesto a perderle de vista tan cerca del objetivo final. Por suerte, el aparcamiento sólo tenía una planta y fue conduciendo tan despacio en busca de una plaza adecuada que me pregunté si acaso el tamaño de su coche le impedía aparcar. Yo me metí en el primer sitio libre que encontré y ya me había bajado del coche cuando él todavía estaba aparcando.
En la calle sólo tuve que seguirle un breve trecho, porque desapareció por la majestuosa puerta giratoria de un flamante y altísimo edificio de apartamentos que exudaba elegancia. Después de esperar un rato, entré yo también y fui a parar a un espacioso vestíbulo con elevados techos y mucho cristal, aluminio y un suelo de mármol en el que resonaban mis pasos. En la parte del fondo se encontraban los ascensores, pero para llegar a ellos había que pasar por delante de un mostrador con un recepcionista que estaba sentado semioculto tras una batería de monitores. A su derecha tenía los casilleros para el correo de los vecinos. Sin prestar atención a las miradas del recepcionista, fui hasta allí. Después de buscar un poco, encontré el nombre.
Paul Vis vivía en el último piso y, por lo visto, era la única vivienda de toda la planta. No aparecía ningún rótulo con «Familia Vis» o el nombre de pila de una esposa. «Paul Vis», eso era todo. En Róterdam no había muchas personas que pudieran contemplar la ciudad a sus pies desde esta altura: la vista panorámica debía de ser fantástica. Quizá pudiera disfrutar de ella alguna vez, pero ahora era demasiado pronto.
Cuando estuve de nuevo fuera, miré hacia arriba desde el otro lado de la calle. Estaba claro que Paul Vis tendría un apartamento espléndido, pero difícilmente podía imaginarme que tuviera allí colgadas en sus paredes casi cuarenta obras maestras. ¿O las tendría también en el retrete, como Van Berkhout?
No tenía pensado esperar a Terborgh y, ya que me hallaba en Róterdam, decidí aprovechar la ocasión para ir a visitar el Museo Boijmans Van Beuningen. Si no recordaba mal, estaba a tiro de piedra de donde me encontraba ahora y me apetecía ver en persona esa famosa falsificación de Van Meegeren. Deambulando de sala en sala, pasó bastante tiempo antes de dar con
Los peregrinos de Emaús
, pues prefería toparme con el cuadro sin preguntar antes por su ubicación, de manera que pasaba sin prisa de una sala a otra, disfrutando de todo lo que veía.