Durante el entierro de un amigo, experto en arte, el detective Jager Havix es abordado por los hermanos Lisetsky, cuyos padres fallecieron en el Holocausto, que anhelan recuperar la valiosa colección familiar de pinturas expoliada por los nazis. Havix recibe una extraña herencia: una carta en la que su difunto amigo relata la historia del pintor Han van Meegeren, que vendió a los jerarcas nazis imitaciones perfectas de las obras de Vermeer, y uno de dichos lienzos. Durante la investigación sobre el paradero de la colección Lisetsky, se sumerge en la obra de Vermeer y en los entresijos del comercio artístico en la época nazi en el que se intercambiaron obras por vidas humanas.
Gauke Andriesse (Holanda, 1959) ha recibido el premio De Gouden Strop 2011 al mejor autor de novela negra del año.
Andriesse Gauke
Las pinturas desaparecidas
ePUB v1.1
Enylu23.12.11
Título Original:
De verdwenen schilderijen
Traductor: Grande, Julio
©2006, Alianza Editorial, S.A.
Colección: Alianza literaria
ISBN: 9788420682730
On dit que Dieu est toujours pour les gros bataillons
(Se dice que Dios siempre apoya a los grandes batallones)
Voltaire
Entre tanto, había empezado a llover con tal intensidad que los gruesos goterones cavaban pequeños cráteres en el blando suelo, haciendo que la tierra salpicara de barro los zapatos abrillantados con tanto esmero de las personas que se encontraban allí, enfrente de mí y a mi lado. Apenas presté atención a las palabras que se decían y, con la cabeza inclinada, miraba la tumba abierta y los irregulares montones de arena que la rodeaban. Después de que todo el mundo hubiera terminado de hablar, bajarían el cuerpo de Adriaan Mantingh al interior. Cuando llegó ese momento, el único sonido que se percibía era el redoble de las gotas de lluvia cayendo sobre la superficie de madera que cubría el ataúd.
Todo lo que habían dicho resultaba impersonal y, por tanto, superfluo. «Polvo eres y en polvo te convertirás», y Adriaan Johannes Mantingh, «tras una vida provechosa había llegado ahora, por fin, al reino de Dios».
Era como si la lluvia extrajera el aroma de las lilas blancas que, plantadas en abundancia por todo el camposanto, florecían lujuriantes y entremezclaban su denso aroma con el de la tierra mojada. Si la muerte oliera a algo, no cabe duda de que sería a este olor dulzón y nauseabundo. Se quitaron los travesaños y empezaron a bajar el féretro despacio. Alguien sollozó y después la gente fue echando flores sueltas sobre el féretro, que continuó su descenso hasta desaparecer de mi vista y acabar en el fondo de la fosa, por cuyo borde desfilamos uno a uno arrojando un montón de tierra en su interior para, a continuación, dirigirnos de nuevo a la salida del cementerio. A nuestra espalda, con sus paladas de arena, los sepultureros ya habían empezado a rellenar la sepultura todavía en silencio, pero seguro que, tan pronto como nos hubiéramos alejado lo suficiente, volverían a pasar revista al orden del día, al igual que el resto de nuestro grupo.
Me había propuesto regresar a casa inmediatamente después del entierro, pero llovía tanto que decidí refugiarme en la sala destinada a los asistentes al sepelio y tomarme un café. No tenía más remedio que aceptar el riesgo de verme involucrado en alguna conversación. Seguí a los demás con paso contenido y, antes de entrar, me detuve por un instante a recoger algunas gotas de lluvia en la palma de la mano: estaban tibias.
Llevaba ya unas cuantas semanas haciendo un calor sofocante y no parecía que este aguacero fuera a procurar un poco frescor, sólo aumentaría la humedad. El invierno anterior, con mucha lluvia y tormentas, había sido lo menos parecido a un auténtico invierno de fríos glaciales y cielos claros, y ahora nos encontrábamos en una primavera que, tras un prometedor arranque de frescura, pronto se había transformado en un clima muy propicio para el bochorno y el aplanamiento típicos de los veranos excesivamente calurosos.
Entramos en una sala con capacidad para un grupo muy numeroso de personas, pero las mesas y las sillas ahora estaban apiladas y pegadas a la pared. En un rincón de ese gran espacio vacío nos habían preparado cinco mesas y, sobre un mantel que había conocido tiempos mejores, habían colocado bandejas con bocadillos y tazas de café semejantes a las que tantas veces había visto en hospitales y asilos de ancianos. Me pregunté cómo sería aquí el café.
Adriaan Mantingh llegó a cumplir los ochenta y nueve años y, con esa edad, había sobrevivido a su esposa y a sus dos hijos. No tenía parientes consanguíneos directos a quienes poder dar el pésame, pues sus hermanos y hermanas también habían fallecido, así que nadie tuvo que hacer cola para presentar sus condolencias a los nietos, que ya se habían buscado un lugar en una de las mesas. En definitiva, no se trataba de un entierro muy emotivo y lo que más se respiraba en el ambiente era la aceptación o, a lo sumo, la resignación. Polvo eres y en polvo te convertirás, eso era algo inevitable. El único sollozo que oí probablemente fuera debido más a las emociones que desataba la confrontación directa con la muerte que a la pena por el propio difunto.
También me habría gustado comer, pero los panecillos blancos con queso y el embutido tenían un aspecto tan rancio que me limité al café. Por el regusto que dejaba, lo debían de haber hecho en una cafetera eléctrica antigua, dejándolo a continuación durante demasiado tiempo en una placa para mantenerlo caliente. Un solo sorbo fue suficiente para dejar el resto.
Me senté a una mesa junto a la que resultó ser la hija única del hijo mayor de Adriaan. Era de la opinión de que su abuelo había tenido una vida larga y bonita y de que él y nosotros debíamos estar agradecidos por ello, además de por el hecho de que no hubiera sufrido una enfermedad larga y agotadora, sino que hubiera fallecido así, sin más, de manera natural mientras dormía. Todo eso era verdad, sin duda, pero no fue suficiente para que la conversación alcanzara un mínimo interés.
De su abuelo podían contarse muchas más cosas, pero mientras la escuchaba dudaba de que lo supiera. Probablemente no, porque Adriaan y su familia apenas habían mantenido contacto alguno.
La nieta, entre tanto, se había puesto a hablar con alguien que le respondía con mayor entusiasmo y así pude volver a concentrarme por completo en el hombre por quien me encontraba aquí.
Sería muy difícil hacer frente a su pérdida. No había ningún otro que supiera tanto sobre el Siglo de Oro de la pintura neerlandesa. Rembrandt van Rijn, Frans Hals, Gerrit Dou, Jan Steen, Philips Wouwerman, Adriaen van Ostade, Johannes Vermeer, Paulus Potter, Pieter de Hooch, Jacob van Ruisdael, Govaert Flinck, Samuel van Hoogstraeten, Carel Fabritius y todos los demás. Su conocimiento de estos maestros antiguos era inigualable y, por esa razón, era la enciclopedia viviente que consultaba cualquiera en el cerrado mundillo del arte que se dedicaba al comercio con pinturas de ese período.
La obra de esa época se consideraba uno de los puntos culminantes en la historia de la pintura, lo que al final redundaba en una lucha despiadada en la que se veían involucrados los acaudalados coleccionistas particulares y los museos por adquirir los escasos lienzos que salían al mercado.
Al experto Adriaan Mantingh se le preguntaban dos cosas cuando una pintura salía al mercado: si era auténtica y de dónde procedía, la
provenance
. Si él ya de por sí no era un hombre de risa fácil, cuando hablaba de este tema se ponía muy serio: «En todos los años que llevo en esta profesión, la experiencia me ha enseñado que pasa algo raro con aproximadamente el veinte por ciento de los cuadros: o bien son falsos, o bien hay problemas de
provenance
. ¿Es auténtico un Pieter de Hooch que cuelga en un museo? ¿Y de quién fue antes ese lienzo?». Su erudición en este tema, muy superior a la de los demás, y lo determinante de su opinión a la hora de cualquier tipo de exámenes se habían convertido en una pesada carga sobre sus hombros.
Podía estar hablando durante horas sobre esta clase de cuestiones, que ya habían pasado a formar parte de uno de nuestros temas de conversación favoritos.
Fue hace más de quince años cuando coincidimos por primera vez. Mi trabajo de detective privado me llevaba a hacer de todo, pero ya estaba más que harto de los trabajos para particulares. Un montón de quejas y mamarrachadas por parte de personas que habían crecido con la idea de que el mundo giraba exclusivamente en torno a ellas y de que el cliente, por muy pesado que fuera, siempre tenía la razón. Además, era un trabajo que no estaba muy bien retribuido, sobre todo si considerábamos la irritación que me producía, y para rematarlo, los encargos que me llegaban a menudo eran bastante casposos. Desde adulterios y empresarios que recelaban de la honorabilidad de sus trabajadores hasta casos en los que padres adinerados querían indagar las intenciones de sus futuros yernos o nueras, insistiendo una y otra vez en que todo debía desarrollarse con absoluta discreción por mi parte. Al final, ya era incapaz de escuchar una vez más el «comprenderá usted».
No pasó mucho tiempo hasta que conseguí encontrar una clientela mejor: las compañías de seguros. Empecé a especializarme en la localización de objetos valiosos desaparecidos. A menudo se trataba de mucho dinero, y lo que más les preocupaba a mis clientes era no tener que hacer efectivas las cantidades aseguradas. Aquello a lo que se le podía buscar el rastro debía reaparecer. Yo trabajaba bajo el lema
no cure, no pay
; si conseguía recuperar el objeto en cuestión, recibía un porcentaje del valor de los objetos sustraídos; si no tenía éxito, no me pagaban nada.
Ya había resuelto unos cuantos asuntos de poca monta cuando me ofrecieron por primera vez un encargo de mayor enjundia. Se trataba del robo de varios cuadros muy valiosos pertenecientes a un rico coleccionista particular. La compañía de seguros desembolsó la cantidad sin poner ningún reparo y, casi al mismo tiempo, contrataron mis servicios con la mayor discreción.
Asimismo, gracias a Adriaan Mantingh descubrí que el propietario —quien tenía tantas dificultades económicas que llegó a utilizar su colección como garantía para nuevos préstamos bancarios— había intentado cobrar dos veces. Había vendido los cuadros y había recibido dinero del seguro. El comprador los había adquirido por un precio muy interesante, aunque no se fiaba mucho, porque, junto a los documentos con los que había solicitado la garantía para el banco, había exigido nuevos certificados de autenticidad.
Bastante antes de que desaparecieran los cuadros, el comprador había recurrido a un experto elegido por él mismo, quien, a su vez, había solicitado una segunda opinión a su colega Adriaan Mantingh, pero cuando las pinturas desaparecieron poco después, a Adriaan, como es lógico, le extrañó. Esa sensación de extrañeza se mantuvo y volvió a arreciar cuando fui a visitarle cargado de preguntas.
Ese asunto constituyó, por aquel entonces, el inicio de una colaboración que acabó convirtiéndose en amistad. Al principio él era sobre todo el experto al que yo consultaba por necesidades de trabajo, pero de manera gradual fuimos cobrándonos un afecto mutuo que no hizo más que crecer con el tiempo. Dos personas reservadas que, pese al continuo roce, no dejaban de tratarse de «usted». ¿Cuándo fue la primera vez que nos tuteamos? Por su edad, debió de ser él quien tomara la iniciativa, pero yo ya no lo recuerdo.